Estoicos, epicúreos y otras especies interesantes

por Agustín Squella I 3 Octubre 2025

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1.

Estoicos, epicúreos, escépticos, cínicos, cirenaicos: la antigüedad griega previa a las obras de Platón y Aristóteles, en ocasiones llamada cultura o filosofía “helénica”, fue pródiga en diversos grupos, a menudo considerados como “escuelas”, y esto último no solo porque se puede percibir en ellos una cierta unidad de pensamiento y de recíprocas influencias, sino porque sus líderes quisieron tener alumnos y llegar a convertirlos en discípulos. Algunos de esos grupos penetraron en Roma, especialmente los estoicos, donde contaron con destacadas figuras.

No he aludido aún a Sócrates (470-399 a.C.) —el tercero de los grandes filósofos griegos— , porque Sócrates fue seguido por algunos de los que más tarde se interesarían, lo mismo que Platón y Aristóteles, por grupos e ideas identificados con otros colectivos que tuvieron denominaciones menos conocidas que estoicos y epicúreos. Un buen ejemplo de esto último fue el de Aristipo, Aristipo de Cirene (435-350 a.C.), un epicúreo más conocido como “hedonista” por su ostensible preferencia por los placeres del cuerpo antes que por los que pudieran satisfacer al alma o al espíritu. Recuerdo bien algunas prédicas de Joseph Ratzinger contra varios de los “males de nuestro tiempo”, incluidos el relativismo, el materialismo, el socialismo y, desde luego, el hedonismo, que no es más que un epicureísmo exacerbado, que buscaba el placer únicamente en el cuerpo y los sentidos que comunican con este.

El registro directo de estoicos y epicúreos fue escasísimo —uno que otro fragmento aislado es todo cuanto sobrevive—, sin olvidar la célebre afirmación de Protágoras, previa a aquellas dos doctrinas, acerca de que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Esta última declaración no fue ningún canto al humanismo, sino al relativismo de no pocos filósofos antiguos que deambularon por distintas ciudades griegas y que negaban o ponían en duda la existencia de objetos o realidades en sí, como también la de postulados de orden moral acerca de cómo vivir y comportarse. Un relativismo epistemológico y ético, en consecuencia, que se parece más a la filosofía de nuestro tiempo que a la que fue divulgada y criticada en ese histórico.

Muchos de los escasos y fragmentarios documentos y testimonios directos dejados por los estoicos fueron suplidos especialmente por la obra de Diógenes Laercio (180-240 d.C.), si bien esta última fue escrita recién en el siglo III de nuestra era y encontrada algunos siglos más tarde. Me refiero a Vida y opiniones de los filósofos.

Entonces, estamos con las manos vacías, mas no enteramente, al conjeturar y escribir hoy sobre estoicos y epicúreos, sobre todo si, trascurrida ya una cuarta parte de nuestro siglo, se ha producido una especie de revival del estoicismo. También se observa un renacimiento del escepticismo, que sigue produciendo hoy muchísimas voces que plantean que es muy poco lo que se entiende por la “realidad” de las cosas y por las “creencias” morales de la humanidad. Un dato orientador es el breve ensayo de David Hume (1711-1776) “El epicúreo. El estoico. El platónico. El escéptico”.

Volviendo a Sócrates, la principal de sus lecciones fue ir diciendo a todos que no sabían lo que creían saber, o que sabían menos de lo que afirmaban, o que, sabiendo algo, no disponían del lenguaje adecuado para transmitir sus conocimientos de manera clara y persuasiva. (…) Se trató nada más que de un método que en su punto de partida asumía la duda acerca de qué y cuánto sabemos, y sobre cómo lo expresamos, aunque igual sus contemporáneos se molestaron y terminaron por condenarlo a muerte en nombre de lo de siempre: corromper a la juventud y no adorar a los dioses de la ciudad.

2.

Vean ustedes las aguas en que estamos navegando —complicadas, por decir lo menos—, pero tenemos la obligación de no recoger las velas y de aventurarnos en el examen de lo que se pueda conocer de filósofos antiguos coetáneos o anteriores a Sócrates. Este último es también hoy un enigma, un filósofo que se llenó de gloria con la muerte por su propia mano y que en algún momento tuvo comportamientos previos bastante desordenados y próximos al epicureísmo. Sócrates habría sido, en los hechos, una figura mucho más informal y compleja que la que muestran los diálogos de Platón. No solo habría razonado y argumentado muy bien, sino también lo pasó muy bien. Con su muerte, aquel filósofo callejero impuso su grandeza de espíritu, aunque hoy, por supuesto que con otro lenguaje y categorías de análisis, podríamos decir que lo que lo debió hacer tan estimable fue la objeción de conciencia respecto de la muy injusta pena que le había sido impuesta. ¿Es que siempre estamos obligados a obedecer al derecho? No llego a sostener que haya más razones para desobedecerlo que para obedecerlo, pero —y esto es claro en nuestro tiempo— se han abierto varias modalidades de desobediencia al derecho por razones de orden moral, algunas de las cuales, como la propia objeción de conciencia, son autorizadas por el mismo derecho. Al beber el veneno que se había preparado para él una vez que fue condenado a muerte, sus carceleros dejaron abierta la puerta de la celda de Sócrates a instancias de algunos discípulos que aconsejaron al filósofo huir y no poner término a su vida. Prefirió morir.

Sin buscarlo, Sócrates trazó una línea divisoria similar a la de Jesús. Así como la historia de la humanidad, o al menos una parte muy importante de esta, se divide en antes y después de Cristo, tratándose de la historia de la filosofía se acostumbra llamar por sus nombres a los tres grandes filósofos que conocemos, mientras que todos los anteriores cayeron en los así llamados “presocráticos”, lo cual sugiere algo así como “prefilósofos”, o sea, filósofos en ciernes o proyectos de tales, todos relegados al patio trasero de la filosofía griega antigua.

Peor suerte corrieron los “sofistas” —también presocráticos—, que impartían lecciones de oratoria y técnicas de razonamiento y argumentación, enfrentando puntos de vista opuestos, tal como se hacía hasta hace no mucho en los clubes estudiantiles de debate. Tan saludable práctica pedagógica de los sofistas fue distorsionada por quienes, argumentando maliciosamente, los acusaron de relativistas o de que no les importaba la verdad, sujetos que se encogían de hombros ante cualquier disputa filosófica, política o moral. Solo habrían tratado de ganar e imponerse en los debates, sin más pretensión que esa.

Así fue como “sofista” devino en una mala palabra. Desde Sócrates en adelante se acusó a los sofistas de que cobraran dinero por las enseñanzas que impartían, algo que pareció indigno a quienes se dedicaban a la filosofía y contaban con los medios para sostener sus lugares de enseñanza. Pero hay la fundada sospecha de que se trató de un pretexto para ir contra el fondo de los postulados de la sofística.

Volviendo a Sócrates, la principal de sus lecciones fue ir diciendo a todos que no sabían lo que creían saber, o que sabían menos de lo que afirmaban, o que, sabiendo algo, no disponían del lenguaje adecuado para transmitir sus conocimientos de manera clara y persuasiva. Esta conducta del filósofo, tan parecida a la estratégica humildad mostrada por los estoicos, no estuvo destinada a molestar a los transeúntes con quienes conversaba y debatía en las calles de Atenas, ni menos a presumir de superioridad intelectual. Se trató nada más que de un método que en su punto de partida asumía la duda acerca de qué y cuánto sabemos, y sobre cómo lo expresamos, aunque igual sus contemporáneos se molestaron y terminaron por condenarlo a muerte en nombre de lo de siempre: corromper a la juventud y no adorar a los dioses de la ciudad. Hasta Andrés Bello sufrió en Chile el primero de esos cargos, y solo porque había publicado en el siglo XIX un artículo de prensa criticando la censura de libros.

Algunos discípulos de Sócrates terminaron distanciándose de él y pasaron a engrosar las huestes de los escépticos, cínicos o cirenaicos. No pocos, además de Sócrates, practicaron una filosofía callejera, moviéndose siempre aquí y allá. Pero Platón fue cabeza de una Academia y Aristóteles de un Liceo, ambos instalados de manera fija y permanente. Y algunas de las contadas mujeres que llegaban allí para instruirse, se veían obligadas a disfrazarse de hombres para ser admitidas en esos lugares.

Los estoicos llegaron a ser llamados así por el hecho de reunirse en un arco abierto al público, conocido como “Stoa”, mientras que el epicureísmo debe su nombre al líder indiscutido —y posiblemente autoritario—, conocido como Epicuro (341-270 a.C), el que prefirió instalarse en un jardín.

A partir del siglo XIX, o poco antes, empezó a circular una abundante literatura en rescate de los sofistas, gracias a la cual nos informamos con mayor fidelidad acerca de lo que fueron los planteamientos y técnicas argumentativas de estos vilipendiados personajes. Algunos pudieron valerse del engaño, pero no es del caso generalizar. Claro que filósofos posteriores, y también muy posteriores, como Arthur Schopenhauer (1788-1860), aprendieron y divulgaron algunas estratagemas de los sofistas, pero, al hacerlo, obraron como una advertencia antes que como un convite. El libro de ese filósofo tiene en castellano dos títulos parecidos, pero no iguales. Uno es El arte de tener razón y el otro El arte de tener siempre razón. En el segundo hay unas buenas ilustraciones, la primera de las cuales muestra a un perro y un gato erguidos sobre sus extremidades inferiores, llevando guantes y ropa de boxeo, en posición de combate. El anuncio de esa lucha puede reflejar la desavenencia y el encono con los sofistas, o el de estoicos y epicúreos, o tal vez se trata de una alusión canina a los cínicos, llamados también “perros”, que capitaneó el frontal Diógenes de Sinope, el mismo al que, hallándose tendido en la calle para recibir el sol de la mañana, Alejandro Magno le ofreció: “Pídeme lo que quieras”. Toda la respuesta de Diógenes fue: “No me hagas sombra”.

Schopenhauer echó pie atrás y se abstuvo de publicar su libro en vida, arrepintiéndose de divulgar lo que consideró mañas o malas artes que los argumentadores podrían adquirir. Las falacias son argumentos falsos que tienen apariencia de verdaderos y que están dotados de una alta capacidad de persuasión. Por lo mismo, algunos se familiarizan con las falacias para evitarlas y otros, para aprovecharlas.

Tanto estoicos como epicúreos fueron convincentes argumentadores y, lo mismo que en el libro de Schopenhauer, la presentación de los argumentos tomó la forma de breves sentencias, buscando convencer a sus audiencias de manera rápida y eficaz.

Los estoicos desarrollaron la doctrina moral más popular de su tiempo. De hecho, fue una filosofía, doctrina, escuela o manual de instrucciones —o todo eso a la vez— acerca de cómo llevar la vida. Fue una filosofía que incluyó también partes de física y de lógica, pero la que ganó terreno desde un comienzo fue su filosofía moral, la ética, aquella que se ocupa del bien y de lo que debe hacerse para realizarlo tanto en relación con uno mismo como con los demás.

3.

Los estoicos desarrollaron la doctrina moral más popular de su tiempo. De hecho, fue una filosofía, doctrina, escuela o manual de instrucciones —o todo eso a la vez— acerca de cómo llevar la vida. Fue una filosofía que incluyó también partes de física y de lógica, pero la que ganó terreno desde un comienzo fue su filosofía moral, la ética, aquella que se ocupa del bien y de lo que debe hacerse para realizarlo tanto en relación con uno mismo como con los demás.

Los estoicos formularon una pregunta filosófica y le dieron una respuesta que fue y continúa muy extendida, y dotada de una amplia aceptación: ¿Qué es el bien y qué se debe hacer para realizarlo y llevar una vida buena? Y la respuesta fue: el objetivo de la existencia humana es la felicidad y el camino para alcanzarla es la práctica de la virtud, es decir, llevar una vida de excelencia y florecimiento personal en lo que concierne a hacer el bien y evitar el mal.

No resulta descaminada la invocación estoica a las virtudes, la misma que hizo también Aristóteles. Hoy, en cambio, se utiliza mucho más la palabra “valores”, en circunstancias de que el carácter moral de las personas depende de las virtudes que se practican y no de los valores que se declaran. Las virtudes son hábitos de bien, difíciles por cierto, algo así como cimas que nos proponemos alcanzar por medio de la repetición de actos buenos, o sea, acordes con las virtudes. Nadie es justo o valiente porque en una u otra ocasión llevó a cabo un acto de justicia o de valentía, sino porque tiene y pone en práctica una disposición a ejecutar ese tipo de actos.

Se les llamó estoicos, como dije al pasar, porque tenían la costumbre de reunirse en esa locación o portal llamado “Stoa”, mientras que los seguidores de Epicuro fueron conocidos por el nombre propio de este. Coincidieron ambos grupos en el objetivo de la felicidad, aunque disintiendo en el camino para lograrla: en un caso la virtud y, en el otro, la búsqueda del placer. Pero ni los estoicos fueron necesariamente unos seres sombríos, ajenos a todo regocijo vital, ni los epicúreos unos cerdos que se refocilaban únicamente en los placeres sensoriales, en la comida, el sexo y la bebida. De un Epicuro nada extremo sabemos por sus mesuradas Cartas a Meneceo.

Los estoicos latinos —Cicerón (106-43 a.C.), Séneca (4 a.C.-65 d.C.), y Marco Aurelio (121-180 d.C.)— fueron los autores de textos más extensos, siempre elocuentes y sentenciosos. Los estoicos, y a su manera también los epicúreos, quisieron conseguir ese estado de “ataraxia” o imperturbabilidad que postulaban para no hacerse mala sangre con las cosas y acontecimientos que no dependían de sí mismos, especialmente cuando les llovían las flechas y no las flores del destino. Claro que esa imperturbabilidad resultaba más fácil de conseguir entre los estoicos que entre los epicúreos.

Epicteto, el esclavo que ya liberado vivió en Roma hasta el 135 d.C. y que adoptó el estoicismo, no escribió nada, pero habría razonado de la siguiente forma: como algunas cosas dependen de nosotros y otras no, lo que hay que hacer es olvidarse de las segundas y ocuparse solo de aquello que se encuentra a nuestro alcance. De esta manera se logrará vivir en paz y de un modo positivo.

Imposible no percibir en esa actitud algo muy parecido a la posterior resignación cristiana y a la aceptación de la vida antes como un destino que como una construcción personal o colectiva. Careceríamos de control sobre todo cuanto no depende de uno y habría que asentar el control en uno mismo y en la contención de nuestras pasiones y deseos de cambio. Autocontrol, por tanto, sin empecinarse en controlar ni menos cambiar lo que escapa a nosotros. Moderación, entonces, y una opción antes por la vida interior que por manejar los acontecimientos del mundo que no llevan el viento a su favor. Algo que se parece mucho a una conformidad que se encontraba a la espera de decisiones que concernían únicamente a los dioses.

Intuyo que una parte del revival de los estoicos bien puede atribuirse a los gravísimos efectos de la pandemia del covid-19. También a otras calamidades, personales y colectivas, que refieren a la época misma de los estoicos. Ya conocemos el percance de Zenón y los pésimos vientos que soplaron hacia el final de la vida para Séneca y Cicerón, ambos caídos en desgracia y sin la presencia ni la influencia pública que habían tenido. Cayó también la democracia en Atenas, lo que supuso una frustración para los ciudadanos griegos.

4.

La figura principal de los estoicos fue Zenón de Citio (siglo IV, a.C.), un fenicio que permaneció en Atenas luego de haber naufragado en su barco, aunque fueron los estoicos latinos quienes consiguieron mayor influencia, incluso hasta nuestros días. Intuyo que una parte del revival de los estoicos bien puede atribuirse a los gravísimos efectos de la pandemia del covid-19. También a otras calamidades, personales y colectivas, que refieren a la época misma de los estoicos. Ya conocemos el percance de Zenón y los pésimos vientos que soplaron hacia el final de la vida para Séneca y Cicerón, ambos caídos en desgracia y sin la presencia ni la influencia pública que habían tenido. Cayó también la democracia en Atenas, lo que supuso una frustración para los ciudadanos griegos. Arriesgo aún más con la afirmación de que, atendida la progresiva caída o el debilitamiento en la aceptación del cristianismo y del prestigio de las iglesias cristianas, es probable que el actual resurgimiento del estoicismo responda a un intento por sacar las castañas con la mano del gato, o sea, con la mano del estoicismo, que estaría ahora extendiendo su diestra para ir en auxilio de una religión que, de hecho, fue preludiada por la antigua doctrina estoica griega y latina.

Un hecho significativo fue la conversión al cristianismo del emperador Constantino, muerto en el 337 d.C., y la adopción oficial de esa religión en el mundo romano. Entonces, podría decirse que, en alguna medida, el cristianismo recibió en Roma la posta que provenía del estoicismo griego y del que fue conocido en los inicios de la era actual, y que mucho más tarde —hoy— el cristianismo y su expresión institucional en diversas iglesias de la actualidad estaría tratando de devolverle la mano al viejo estoicismo, como una manera de apuntalar en el presente esa religión e iglesias. Esto quiere decir que, si el escepticismo anticipó y favoreció al posterior cristianismo, aquella doctrina estaría hoy empeñada en salvar a dicho credo religioso, tonificándolo con viejas ideas estoicas.

Es un hecho indiscutido que la pandemia del covid-19 se vivió globalmente como una situación difícilmente esperable y atemorizante en alto grado, volviendo patente la certeza de nuestra vulnerabilidad y finitud. Temor al contagio, desde luego, y a sus muy probables consecuencias de hospitalización, e incertidumbre en los tratamientos y cura. En buena medida, ignorábamos el origen del mal, su desarrollo a nivel individual y la real extensión en el ámbito nacional, continental y mundial. Las autoridades públicas daban información diaria acerca de lo que ocurría, pero ellas, como todos, estaban en penumbra o casi en completa oscuridad. Nos recluimos en nuestros hogares y permanecimos en una larga espera antes de que la situación volviera a normalizarse.

¿Cómo no pensar en el estoicismo y en practicar esta doctrina, aun cuando la mayoría de nuestros contemporáneos tenga bastante desconocimiento de ella? Tenemos más preguntas que respuestas, y mantenerse en lo posible imperturbables, incluso valiéndose de sencillos ejercicios de meditación, se está transformando, razonablemente, en un propósito digno de alcanzar.

El filósofo Daniel Innerarity (1959) celebró con entusiasmo el momento en que algunos gobernantes, científicos y epidemiólogos llamaron a varios filósofos, en plena pandemia, para recabar la opinión sobre lo que ocurría, pero a poco andar el filósofo español se dio cuenta de que los que tenían que saber de la epidemia conocían en realidad poco o casi nada de esta.

¿Qué podían saber los filósofos, en circunstancias como esas, si la filosofía consiste antes en formular preguntas que en obtener respuestas, en entrar en dudas antes que en salir de ellas?

Convengamos, sin embargo, que los filósofos tienen alguna práctica en el cuidado que se debe poner en formular lo mejor posible las preguntas que nos inquietan, y ese es siempre un buen punto de partida.

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