Hannah Arendt: el poder y la violencia

En 1971, cuando los ecos de Mayo del 68 aún no se apagaban y el mundo estaba amenazado por la bomba atómica, el autor de En defensa de la política y biógrafo de Orwell publicó esta reseña al libro Sobre la violencia, de Hannah Arendt. Al principio se asustó, pensando que era otro libro obtuso o con pretensiones de originalidad, acerca de un tema tan viejo como el hilo negro, pero después comprobó que “aquí está quizá lo más claro, lo más breve, lo más directo y profundo que ella haya escrito”. Y como para Crick lo primero era distinguir el uso de los conceptos, subraya que Arendt arranca acertadamente al dividir las aguas del poder y las de la violencia.

por Bernard Crick I 3 Diciembre 2024

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Se escribe una cantidad increíble de basura pretenciosa sobre la violencia. El científico social estratégico de la Universidad de Princeton —Ted Robert Gurr en ¿Por qué los hombres se rebelan? (1970)— trabaja como un esclavo en lo que extrañamente considera un nuevo tema, lleno de modelos, datos y especulaciones, todo mezclado y reunido como lo peor de la economía: un nuevo campo para la investigación libre de valores, igualmente aceptable para los rebeldes y el establishment, pero largo y costoso. El teólogo francés —Jacques Ellul en Violencia (1969)— considera necesario escribir un ataque conciso y agonizante contra un específico e ingenioso culto de la violencia que existe, no entre los infieles o los escépticos, sino entre los hermanos cristianos: médicos tan tolerantes con el enfermo que con gusto han abrazado la enfermedad, en lugar de simplemente sufrirla cuando sea necesario.

El estudiante revolucionario consentido y mimado grita que la violencia es liberadora (que es lo que ocurre al creer que la personalidad es Dios cuando muchos llegan a odiar las imágenes domésticas de sí mismos) y que la violencia es reveladora (“Mira, esa vitrina rota solamente estaba hecha de vidrio, y ese cráneo roto solamente estaba hecho de carne y hueso”). Por su parte, el socialmente conservador llega a deplorar la violencia en general, exponiéndose como un idiota o un hipócrita, alimentando las peores fantasías de sus enemigos, de modo que ambos —refutando de manera curiosa sus propios argumentos— exigen entonces más violencia contra sus oponentes: esa es violencia de la buena o la violencia legítima, no cualquier violencia. Porque esta última sí te puede golpear. Solamente unos pocos dicen que en realidad todo es violencia y que únicamente a través de una mayor violencia puede llegar el futuro mejor —pero, ¿por qué habría de llegar el futuro? (aquí se olvidan de la bomba que iba a destruir el mundo)—, y luego se prenden fuego a sí mismos. La mayor parte de los entusiastas de una mayor violencia, o una mayor contra-violencia, solamente quieren prender fuego a otras personas o instar a otros a iniciar el fuego. En la década de 1930 existía la Brigada Internacional; hoy tenemos el teatro callejero u ocasionales refriegas con la policía.

Particularmente desequilibrados están aquellos en la derecha que vinculan la creciente tasa de crímenes violentos (aunque depende más bien de a partir de cuándo se empieza a contar) con una propensión al desorden civil. Y esta buena gente está de igual manera equiparada en la izquierda con el culto literario al criminal, el teatro de la crueldad y todas esas tonterías extrañas y (por fortuna) altamente elitistas.

De manera que, tal vez, uno debería estar un poco nervioso ante el nuevo libro de Hannah Arendt. Pero no hay necesidad. Aquí está quizá lo más claro, lo más breve, lo más directo y profundo que ella haya escrito. Alguna pasión moral por ser entendida, o algún editor o amigo que le hable con firmeza, la ha hecho por fin ir al grano, ceñirse al asunto y evitar esas famosas y vastas digresiones filológicas que, en el pasado, han intimidado al profano y enfadado al estudioso.

Es (…) muy abstracto y muy inmediato atacar el punto de vista de que la violencia puede justificarse como una necesidad del poder, o de que todo poder debería ser atacado como si implicara necesariamente violencia. Y cuán ingenuo es, también, considerar que la opresión depende siempre de la violencia. La más instantánea y perfecta obediencia, dice Arendt, puede surgir del cañón de un arma, pero nunca podrá brotar de ahí el poder. Los dos términos, poder y violencia, son en realidad opuestos: donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente.

Su pasión es simplemente la claridad en nuestro uso de los conceptos, sobre todo para distinguir entre poder y violencia. El poder es la capacidad de actuar concertadamente, que para ella es la esencia de todo gobierno. La violencia “es, por naturaleza, instrumental; como todos los medios, siempre precisa de una guía y una justificación hasta lograr el fin que persigue”. El poder debe verse como un fin en sí mismo, no como algo que necesita justificación. Por supuesto, los gobiernos con frecuencia, en el mundo moderno casi invariablemente, aplican políticas públicas y estas necesitan justificación, pero “la estructura del poder en sí mismo precede y sobrevive a todos los objetos, de forma que el poder, lejos de constituir el medio para un fin, es realmente la verdadera condición que permite a un grupo de personas pensar y actuar en términos de categorías medios-fin”. Tal poder claramente depende de la opinión. Algo de antiguo terreno se vuelve a cubrir aquí, y de manera valiosa. El más fuerte nunca es lo suficientemente fuerte a menos que tenga seguidores. La violencia no puede explicar ningún ejercicio del poder (solamente algunos cambios en su ejercicio). Hannah Arendt también podría señalar que existen limitaciones físicas y políticas a toda “coerción pura”. Incluso en culturas cuya literatura nominalmente atribuía todo el poder a las proezas físicas de los héroes, estos hombres solían ser derrocados por las mujeres y el sueño. Dado que el poder se basa en el número y en la opinión (lejos de lo necesariamente democrático, sino simplemente el número más grande que un hombre durante las 24 horas del día pueda asustar), la tiranía es —Arendt cita a Montesquieu— la más violenta y menos poderosa de las formas de gobierno.

Es, a la vez, muy abstracto y muy inmediato atacar el punto de vista de que la violencia puede justificarse como una necesidad del poder, o de que todo poder debería ser atacado como si implicara necesariamente violencia. Y cuán ingenuo es, también, considerar que la opresión depende siempre de la violencia. La más instantánea y perfecta obediencia, dice Arendt, puede surgir del cañón de un arma, pero nunca podrá brotar de ahí el poder. Los dos términos, poder y violencia, son en realidad opuestos: donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente.

La violencia es simplemente un instrumento. Nadie niega que tenemos instrumentos de violencia más macabros que nunca antes. Pero los hombres los usan o abusan de ellos. Estos instrumentos no pueden generar por sí solos poder. No todos deben ser despreciados, pero ninguno de ellos debe ser glorificado. Arendt se ocupa de las bien conocidas y escabrosas opiniones de Sartre y de Fanon sobre la violencia, con lenta y cuidadosa seriedad, pero los revela como retórica o puro melodrama. Sería muy fácil si la injusticia y la explotación dependieran simplemente de la violencia. Tales ideologías de la simplificación pierden por completo la plausibilidad y el atractivo de las doctrinas de sus oponentes y, por tanto, son impotentes para entenderse con sus oponentes por cualquier medio que no sea la violencia, o más a menudo mediante fantasías de violencia, ya que para unos y otros la situación se invierte. La gente se siente impulsada a la violencia, sugiere Arendt, porque el poder parece haberse tornado impotente en el mundo moderno. Lejos de haber demasiado poder, hay muy poco. La capacidad clásica de acción política parece frustrada. “Cada reducción del poder —concluye— es una abierta invitación a la violencia, aunque solo sea por el hecho de que a quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia”.

Arendt se ocupa de las bien conocidas y escabrosas opiniones de Sartre y de Fanon sobre la violencia, con lenta y cuidadosa seriedad, pero los revela como retórica o puro melodrama. Sería muy fácil si la injusticia y la explotación dependieran simplemente de la violencia.

Sus muchas reflexiones sobre todos estos problemas merecen una lectura más seria. He aquí un libro, sin duda, muy raro. No es, de hecho, difícil. En todo caso, es demasiado simple, pero solamente simple en el sentido propio de esencial, abstracto e inespecífico, pero es más importante para comprender los dilemas de nuestro tiempo que una maraña de libros sobre protestas y descontentos particulares.

Solo queda una inquietud importante. Su conclusión de que la violencia surge con mayor frecuencia de la falta de poder no se ve favorecida por su definición del poder como un fin en sí mismo. Arendt necesita distinguir entre el poder como condición previa de cualquier acción concertada; el gobierno como lo que es cuestionable en lo que sea que pueda concebirse como una sociedad, y el poder como la capacidad de lograr un efecto deseado y premeditado (para parafrasear a Bertrand Russell). El poder en el mundo moderno adopta necesariamente la segunda forma, y la forma altamente sistemática y específica de la política pública. El poder como fin en sí mismo es una condición suficiente pero no necesaria para mantener el poder. Es entonces extraño oponerse a pensar en términos de “fines del gobierno”, tales como “realizar una sociedad sin clases o cualquier otro ideal no político, que si se examinara seriamente se advertiría que solamente podía conducir a algún tipo de tiranía”. No puede sino terminar en tiranía, es decir, si la gente no ha aceptado primero que el gobierno debe basarse en la opinión y no en la mera coerción, o si la gente piensa que una sociedad sin clases vería el fin de todas las disputas y conflictos. Quizás algunos lo hagan. Sigo creyendo que una sociedad sin clases es el objetivo político más generalizado y verdadero, pero únicamente puede lograrse en términos políticos (lo que no excluye el uso deliberado de la violencia, pero no su maximización deliberada); y, sin embargo, aunque las limitaciones, los engreimientos, las opresiones y las hipocresías de clase son grandes males humanos, no son los únicos. Arendt debería oponerse a la creencia en una única solución, como si fuera en sí misma la totalidad del gobierno, no a las políticas públicas unidireccionales hacia una igualdad humana inimaginablemente mayor como si fueran parte del gobierno. A su vez, está bastante claro que el mundo, con su nueva pequeñez y sus nuevos instrumentos de violencia y su nuevo conocimiento mutuo y, por tanto, un mucho mayor sentimiento de injusticia y de celos, se destruirá a sí mismo o se reducirá a la barbarie cuando las tecnologías de la bomba de hidrógeno se extiendan a pequeños estados soberanos cada vez más inestables. Actualmente vivimos en una pausa o un respiro debido a que unas pocas potencias poseen tales armas. Pero no dan señales de querer o ser capaces, en términos del poder convencional, de imponer su monopolio. Se puede compartir la fe de Arendt en la acción política de tipo clásico, estar de acuerdo en que esa política es la condición previa de cualquier solución, pero si aquello se sugiere sin la búsqueda de soluciones (¿o incluso la creencia en soluciones?, no estoy seguro) ella no será leída por aquellos a quienes desea desesperadamente llegar. El poder debe producir políticas públicas para que cada vez más personas no pierdan todo cuidado y preocupación por la política, pérdida que debilita el poder y proporciona las condiciones para la violencia.

 

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Artículo aparecido en The Political Quarterly 42-2 (1971) y recogido después en Stephen Ball (ed.): Defending Politics (2015). Se traduce con autorización de los herederos de Bernard Crick. Traducción de Patricio Tapia.

 


Sobre la violencia, Hannah Arendt, traducción de Carmen Criado, Alianza, 2018, 144 páginas, $17.990.

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