¿Por que la filosofa francesa, que comienza pensando la condiciona obrera, incluyendo cuestiones tan concretas como la organización al interior de una fábrica, termina hablando de la contemplación de Dios como posible respuesta a la enajenación fabril? ¿Por qué pasa de la reflexión política y sindical al misticismo? ¿La libertad, la resistencia o la fuerza, es una cuestión política o religiosa? ¿O tal vez convergen?
por Aïcha Liviana Messina y Juan Rodríguez Medina I 22 Agosto 2025
Simone Weil es una filósofa de terreno. En 1932, un poco antes del acceso de Hitler al poder, viaja a Alemania. Presiente que algo está pasando y en vez de opinar, se traslada a otro lugar. En 1939, cuando inicia la guerra, publica un comentario a la Ilíada, de Homero, titulado La Ilíada o el poema de la fuerza. Hay algo metodológico —en el sentido de buscar y elegir un camino— en esta decisión de comentar esa obra en el momento en el que Europa entra en guerra: para pensar el presente, Weil recurre al pasado; para pensar la violencia política, la violencia de la guerra, recurre a un poema. Pensar la violencia de su tiempo, el despliegue peculiar de su fuerza, para lo cual probablemente no había, en aquella época, las palabras o los conceptos de los que disponemos hoy, requiere exponerse a otro lenguaje, uno que no se comprende fácilmente, uno que resiste; requiere exponerse a otra fuerza, atemporal, la del poema, una que nos cuestione desde afuera.
El problema que motiva toda la obra de Weil es la fuerza. Ella entiende que, además de ser enajenados, desposeídos de las condiciones que nos hacen libres, de nuestra humanidad, los seres humanos estamos sujetos a fuerzas que nos trascienden y que nos aniquilan, tanto en nuestra condición de seres oprimidos como de seres opresores. El victimario también, incluso sobre todo, es objeto de la fuerza. Así, en la Ilíada, Weil reconoce que quien posee las armas, quien mata, se mata también a sí mismo, no responde de su acción, es un muerto vivo, es el rodamiento de una maquinaria: quien posee la fuerza está poseído por su fuerza. Para Weil, lo recurrente, más allá de tal o cual forma histórica de opresión, desde la guerra de Troya al capitalismo, es la fuerza.
La falta de arraigo o de raíces, dice Weil, caracteriza a la vida moderna. Estar sin arraigo no significa estar libre de una naturaleza, o de lo que ata. El desarraigo se caracteriza por la falta de lazos, aquellos que posibilitan la vida, su generación. El desarraigo se relaciona, entonces, con otro tema recurrente en su obra, y que tendrá un tenor tanto político como religioso: le malheur, o sea, la desgracia o desdicha, una suerte de embotamiento de la vida mental o espiritual, resultado de la presión y subordinación, por ejemplo laboral, propias de la sociedad capitalista y, en particular, del taylorismo, de la racionalización o estandarización del trabajo.
Para indagar en la desgracia, Weil hace un trabajo en terreno, sola: fue obrera por unos meses. Su método consiste en trasladarse, volcarse a los límites y exponerse a los límites, a la fuerza, a la belleza de un poema o, en este caso, a la dureza de una fábrica. El terreno de indagación de Weil no es meramente espiritual ni material. En La condición obrera, libro que reúne escritos que datan entre 1935 y 1937, Weil relata su experiencia física y mental en la fábrica, muestra y analiza las relaciones de subordinación y dominio entre trabajadore/as y jefes, y propone y discute reformas organizacionales, sindicales y políticas para alivianar la vida obrera. Todo muy concreto. Sin embargo, hacia el final, en un texto de 1942, introduce un aspecto religioso.
Es como si Weil diera un salto que la lleva a comparar la explotación, esa carga, con la cruz de Cristo, y a decir que el explotado debe contemplar esos signos para comprender su situación. Este aspecto religioso de su pensamiento, el hecho de ver en la contemplación, en la comprensión espiritual de las propias circunstancias, una posibilidad de salida o al menos de elaboración del malestar obrero y en general de la desgracia humana, pasa a primer plano en La gravedad y la gracia, una antología de textos, no reunidos por ella, de marcado tono místico, en los que habla de renuncia, de divinidad, de escapar de las leyes de este mundo, de aceptar la muerte.
¿Por qué Weil, que comienza pensando la condición obrera, incluyendo cuestiones tan concretas como la organización al interior de una fábrica, termina hablando de la contemplación de Dios como posible respuesta a la enajenación fabril? ¿Por qué pasa de la reflexión política y sindical al misticismo? ¿La libertad, la resistencia o la fuerza, es una cuestión política o religiosa? ¿O tal vez convergen?
Hay algo presente tanto en los escritos políticos de Weil como en los que dedica a “la espera de Dios”, un mismo sentido o inquietud: sea en el ámbito material o en el espiritual, lo que ella busca es una salida de la enajenación u opresión específica que produce la fuerza. La desgracia o desdicha, malheur, es común a la política y a la religión; solo que estas ofrecen distintos terrenos de indagación. Es más, así como en la religión una salida de la fuerza puede ser la experiencia de la gracia, la política ofrece experiencias parecidas. Durante una huelga, por ejemplo, cuando por primera vez las obreras que eran meros instrumentos de una maquinaria abandonan el trabajo y se sientan sobre las máquinas, se produce, dice Weil, una “alegría” que ella ve, que experimenta, algo que alivia, tal como la gracia alivia la muerte. Weil descubre en la huelga, sin llegar a hacer teoría de eso, una suerte de gracia política. ¿Eso significa que debemos entregarnos a Dios? ¿La respuesta a la opresión es religiosa?
Pensar la gracia desde la experiencia, imprevista, de la huelga, abre otro camino de reflexión para determinar el contenido de nociones que pertenecen a una tradición religiosa. Weil, en ese sentido, no se hace problemas con tomar, aprovechar, atender a lo que tenga a mano, sean viejos poemas, experiencias laborales y políticas, tal y cual tradición religiosa, esta y otra filosofía, lo que sea para intentar comprender y eludir o al menos soslayar la fuerza. Weil actúa y lee sola, en la inmensidad de una tradición filosófica, histórica, literaria, que traduce o lee ella misma, desde el griego, el occitano o desde el sánscrito. Así, la gracia, que en principio parece un asunto solo religioso, es lo que se abre cuando experimento resistencia, cuando, por ejemplo, en una huelga obrera veo a otro, a una compañera de trabajo, alguien que la máquina no me permitía ver (salvo como otra funcionaria sujeta a otra máquina); es gracia también, resistencia, cuando se abre un tiempo, el del ocio, o el de la espera de un hijo, en el cual el presente —que parecía fijado, con un futuro que es mera consecuencia, previsible— carga con un porvenir y ya no soy del todo dueño (ni esclavo). La gracia, un don sin cálculo, no ocurre por mero azar. Requiere pasar por la fuerza, buscar su quiebre a partir de experiencias que nos llevan a tocar nuestros propios límites y nos abren, por primera vez, a ver a otra persona.
Hay algo que se hila entre la gracia que eleva, que alivia del peso de la muerte, y estos momentos de resistencia política, cuando nos aliviamos del peso de la cosificación, cuando despertamos a la vida fuera de la muerte, pero sin salir de ella, sin salir de la opresión, sin salir de este mundo: la gracia, la alegría, la espera son solo un tiempo, no son nuevas condiciones ontológicas. Resistir la gravedad, alivianar su fuerza, incluso valerse de ella para flotar no la elimina.
En Echar raíces, ensayo escrito en medio de la Segunda Guerra Mundial, Weil afirma que “la función propia de la religión consiste en impregnar con luz toda la vida profana, pública y privada, sin llegar a dominarla en ningún caso”. O sea, la religión es cuestión de este mundo, y es tanto personal como colectiva.
En Weil, la religión permite abordar el problema político de la fuerza, sin solucionarlo u ofrecerle un fundamento. Permite también pensar el problema del pensamiento. Lo que llama “espera de Dios”, eso que provee “atención”, una que no tenemos cuando estamos sometidos al reino de lo útil, y eso que llama “gracia”, que alivia de la muerte (sin liberarnos de ella), son condiciones de posibilidad para el pensamiento. No para el conocimiento, porque no conducen a la verdad, “solo” abren a la posibilidad de pensar.
Entonces, no hay en Weil una teología política. Hay apertura al pensamiento, que es al mismo tiempo una experiencia de libertad desde la cual hay que pensar la política. Ella nunca dejó el combate político, material, siempre buscó un pensamiento, y no lo hizo a pesar de la fuerza, sino debido y hasta en medio de ella, como cuando fue a la Ilíada para pensar el nazismo y las fuerzas que maniataban a Europa.
Weil no fue leída después de la Segunda Guerra Mundial, ni antes ni durante. No siempre firmaba sus escritos con su nombre propio. Su pensamiento no conduce a masivas revoluciones, con las cuales nos instituimos a veces como héroes. Lo que hace Weil tampoco es un análisis de sistema. Según ella, para que haya revolución política, los sujetos deben estar en condiciones de liberarse. No hay libertad gracias a la revolución, hay revolución gracias a la libertad. Bajo este arco, ella se permite dar ideas concretas, como la introducción de cambios en las condiciones de trabajo, en el estatuto del trabajador que no es solamente obrero; cambios que no nos hacen pasar de “explotados” a “dueños”, sino que modifican nuestra relación con los objetos y el mundo.
La práctica hizo de Weil una filósofa. Trabajar en la fábrica, hacerse miliciana durante la Guerra Civil Española, formar parte de la “resistencia” francesa durante la Segunda Guerra Mundial, le dio la ocasión de tantear límites, medir fuerzas, pensar. Su pensamiento es inseparable de su forma de adentrarse en distintos terrenos. Es una filosofía que emerge de una práctica. Weil es filósofa hasta en su morir: su decisión de comer solo una porción mínima de alimentos, como eran las raciones en la Francia ocupada, a pesar de su tuberculosis, fue una articulación entre la política y la gracia. Morir no es solo morir heroicamente, como lo haría algún guerrero (sujeto a la fuerza de la que se cree sujeto), o morir filosóficamente (como es el caso de Sócrates, que pretende aliviarse del peso del cuerpo y así liberar su alma), o dejarse morir. Morir no es algo activo o pasivo. Morir es la experiencia misma de que algo resiste. De límite. Por ello hay que indagar, preguntar qué nuevo lenguaje, qué pensamiento surge de este momento en el que Weil dejó de comer.
La práctica de Weil no está precedida de palabras y no tiene un desemboque mundano o burgués. Weil no fue a la fábrica porque quería confirmar o implementar una teoría. No remite a este confort del saber. Su origen familiar es burgués, pero no se queda en ningún lugar ni mundo asegurado. Quizás podemos llamarla santa, pero no burguesa. Fue a la fábrica porque no podía pensar la aniquilación o la fuerza sin aniquilarse. Allí experimentó límites, encontró resistencia y momentos de gracia. Lo mismo en la guerra, la de España, la de Europa y hasta la de Troya. Y quizás también, al dejar de ingerir alimentos. Su pensamiento parte de ahí. No lo tenía antes. Viene de la práctica. Quizás ahí, en esa contingencia, en esa debilidad, radica o hecha raíces su libertad. Y, por qué no, su fuerza.