La politización platónica de la economía

En La parte de bronce, Étienne Helmer subraya la existencia de una elaborada reflexión económica en la filosofía platónica. El libro toma su nombre de la división de la sociedad planteada en la República, con individuos formados a partir de tierra mezclada con oro, plata o bronce, y así destinados, respectivamente, a dirigir, custodiar o producir. De este modo, la parte de bronce sería la de los comerciantes y los productores, por lo tanto, la de la economía. El autor de esta reseña sopesa la importancia de la especialización de las tareas para la economía y la política, traza conexiones entre los planteamientos de este libro con otros textos filosóficos y se pregunta cuál sería realmente la originalidad de las ideas económicas de Platón.

por Arnaud Macé I 8 Noviembre 2023

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¿Qué nos pueden enseñar los antiguos sobre la economía? Confinados en un mundo donde la ciudad veía artificialmente los beneficios de la esclavitud, ¿no estaban los pensadores de la antigua Grecia muy lejos de poder imaginar la autonomía y el rigor de la economía política? Si, al leerlos, uno se encuentra con la opinión de que los mecanismos de la economía no pueden ser objeto de una ciencia autónoma, porque no constituyen una realidad propia cuyas razones puedan separarse de las que rigen otros campos de la práctica humana, pronto veríamos esto como el síntoma de un desconocimiento de las leyes que gobiernan la esfera de las necesidades y las actividades de las comunidades humanas. Uno de los méritos de la obra de Étienne Helmer es afirmar que tal visión de la economía no es el resultado, en Platón, de aquel prejuicio, sino que más bien se basa en el reconocimiento de la especificidad de los fenómenos económicos generales; esto, por tanto, permite al autor guiar a su lector, con gran claridad, a través de la exploración de un pensamiento de la economía quizás más sutil de lo que el lector contemporáneo podría esperar encontrar en un pensador del siglo IV a. C. Platón reconoce, en efecto, la especificidad de las interacciones económicas, sea que se trate de la actividad, la producción, el intercambio, afirmando que esta especificidad solo aparece una vez subordinada, tanto por la antropología que le ofrece su material como por la forma política que distribuye de antemano los bienes, los hombres y las actividades de las que expresa su circulación.

La economía existe y puede revelar su propia inteligibilidad: es, sin embargo, solo un efecto, el de un cierto estado del hombre y de una cierta configuración previa de la distribución de las cosas, los tiempos, los espacios y las prerrogativas. He aquí, procedente de un pasado lejano, una aproximación intempestiva, en un momento en el que quizá nunca hemos alimentado la representación —que tal vez es solo una representación— de un orden económico total, que trabaja para producir al hombre y para prescribir a la política sus razones.

Tales son las preguntas a las que la lectura de Platón, en la actualidad, somete nuestro conocimiento económico: el reconocimiento de leyes propias de la economía, ¿conlleva la autonomía de este campo de práctica, alejado de cualquier otro principio que no sea el propio? El despliegue de los mecanismos económicos, ¿puede influir en otras dimensiones de la existencia humana, y moldear su forma y sus valores? Un pensador de otro tiempo nos invita a preguntarnos si no podríamos haber sido víctimas de una tendencia a dar demasiada realidad a lo que nos asegura solamente la inteligibilidad. Reconocer la racionalidad de la economía: ¿y si eso significara devolverle el lugar que le corresponde en un orden de cosas en el que ella no necesariamente está solitaria ni en primer lugar?

Étienne Helmer propone presentar al lector la hipótesis de que Platón fue el inventor de la economía política en el sentido clásico, que el autor toma del ejemplo de Rousseau, es decir, en el sentido de “gobierno sabio y legítimo”, no “de la casa para el bien común de toda la familia”, sino “extendido al gobierno de la gran familia, que es el Estado” (artículo “Economía política” de la Enciclopedia). Es entre los griegos, de hecho, donde se encuentra el pasaje, por analogía, entre el objeto de la oikonomia, a saber, la gestión de los bienes, las rentas y los recursos de la casa —el oikos griego se concibe como una unidad ampliada, pudiendo incluir un dominio, esclavos, filiales—, con la preocupación paralela, en el marco de la ciudad, de la gestión de sus recursos, sus bienes, su comercio.

Afirmar que la economía necesita el relevo de la (buena) política es, en este esquema platónico, afirmar también que es el instrumento necesario de la política. La política debe abrazar la economía —debe ser el arte del usar. Así, hacia el final, Helmer, bajo el título de ‘politizar la economía’, detalla las medidas propuestas en la República y en las Leyes para devolver la economía a su función de fiel servidora de la ciudad.

En estos términos, la propuesta del autor de convertir a Platón en el inventor de tal extensión es quizá generosa: podría ser que Platón no fuera el primero de los griegos en considerar la administración de la ciudad por analogía con la de la casa. Desde este punto de vista, el apéndice donde el autor presenta síntesis muy útiles sobre las consideraciones relativas a la administración de bienes y riquezas de la ciudad que se pueden encontrar en ciertos contemporáneos, como Tucídides, Jenofonte y Aristóteles, no es suficiente para establecer esta primacía: un estudio de los pasajes, de Homero a Heródoto, que muestran la preocupación política por recaudar los recursos (si se piensa, por ejemplo, en los gravámenes a la producción del pueblo, de los poemas homéricos, ver Od. XIX 194-198 ; II. IX 141-156; XII 312-328), para asegurar la producción, la cosecha o el comercio, sería entonces necesario y ciertamente fructífero.

No ha sido, por supuesto, el objeto de la obra evaluar el lugar de Platón en tal historia: como resultado de una tesis sobre la historia de la filosofía y que consiste en una monografía dedicada al pensamiento platónico, la obra es esencialmente una exposición de la reflexión sobre la economía que se puede extraer de la lectura de los diálogos de Platón. Lo cierto es —si se permite una sugerencia aquí— que se leería con gran interés el fruto de una ampliación de este trabajo en la dirección de una contextualización del pensamiento platónico en una historia más amplia de la representación antigua de la economía.

Si Platón no fue el primero, Étienne Helmer ciertamente puede defender la idea de que el ateniense fue particularmente capaz de reconocer la especificidad de los mecanismos económicos. El autor lo hace con sutileza, comenzando por esbozar los contornos en el hueco de su ausencia, dentro del mito de la Política, antes de apoderarse de ellos en el Libro II de la República. En ambos casos, se trata en realidad de la misma cuestión de necesidades, las cuales, suprimidas por la hipótesis de que los hombres, ellos mismos frutos de la tierra, viven de la abundancia de lo que crece espontáneamente, o puestas en evidencia por la imposibilidad de que un individuo humano pueda satisfacerlas él solo en su diversidad, hace desaparecer o aparecer una dimensión específica de la existencia humana: la necesidad de una organización colectiva de la producción. El relato de los orígenes de la ciudad, en el Libro II de la República, es considerado con razón por el autor como un experimento mental completamente excepcional: tomando el curso opuesto a las historias tradicionales sobre el origen de las ciudades, que invocan a menudo a sus héroes fundadores, Platón hace nacer la ciudad de la pura y simple multiplicidad de necesidades humanas, conjuntamente con el principio de especialización individual: es debido a que los hombres naturalmente tienen múltiples necesidades y no son naturalmente buenos para realizar todas las tareas, sino más bien para aprender a realizarlas de una manera satisfactoria —una en lugar de otra, además—, que la asociación es necesaria. El autor se preocupa de distinguir este principio antropológico de especialización funcional del de la división económica del trabajo en la economía moderna: no se trata de optimizar las capacidades de producción, sino de limitar las capacidades del hombre. El principio en sí no es económico: uno podría imaginar que la distribución de las disposiciones naturales no cubre todas las necesidades (que ninguna persona en una comunidad dada es buena para tejer) o, por el contrario, que el florecimiento de talentos sobrepasa las funciones útiles (si, por ejemplo, nacen muchos ciudadanos dotados para montar a caballo en una ciudad marítima). Si un individuo no puede ser dotado en todas las áreas, ¿se sigue por tanto que cada uno no puede realizar más que una tarea? Y eso vale de la misma forma para todas las tareas: ¿no hay tareas que son más factibles de ser realizadas, y otras que solamente son accesibles para unas pocas personas, después de un aprendizaje largo y difícil? Étienne Helmer destaca acertadamente que este principio abre el horizonte de una distinción entre conocimientos absolutamente imposibles de ser intercambiables (por tanto, conocimientos propios del gobernar la ciudad, que solo pueden ser adquiridos por muy pocos), y aquellos que podrían ser intercambiables: Sócrates precisa en efecto que el carpintero y el zapatero bien podrían intercambiar sus herramientas sin causar gran daño a la ciudad. En última instancia, son menos los oficios que las principales clases de funciones de la ciudad que no son intercambiables: se es naturalmente más dotado en el ejercicio de una actividad “económica” (artesanos, agricultores, comerciantes y hombres de negocios), o una actividad guerrera, o una actividad deliberativa, es decir, política. Aquí encontramos la matriz que el propio orden económico presupone: la ciudad crece bajo el efecto mecánico de la diversidad de necesidades solo porque primero es elaborada por un orden de repartición de funciones que la precede. Solo hay intercambio económico porque hay una distribución previa de lugares en el intercambio. Allí aprenderemos a reconocer la huella de lo político. La tripartición funcional es fundamental y es lo que Sócrates considera necesario santificar con una noble mentira sobre el origen ctónico de los hombres, formados a partir de tierra mezclada con oro, plata o bronce, y así destinados a dirigir, custodiar o producir (República III 414d-415b). Es esta parte de bronce en la ciudad, la de los comerciantes y productores, la que define el lugar de la economía y que da título al libro.

La obra termina con una profundización de la paradoja que, de hecho, se encuentra en el corazón de la politización platónica de la economía. Se supone que el principio de especialización funcional, que consiste en ocuparse de los propios asuntos, preserva la posibilidad de algo común. ¿Cómo es que una forma de individualización de ciertas cosas (las actividades) garantiza la persistencia del bien común, en lugar de que también resulte ser una tendencia a la búsqueda del interés personal?

Al reconocer esta doble dimensión antropológica y política del principio de especialización, ¿no debilita Étienne Helmer la idea de que Platón, en el Libro II, defiende la dimensión autónoma del desarrollo económico? Además, si Sócrates admite el hecho de que todos los oficios económicos son relativamente intercambiables, ¿no cuestiona el hecho de que es necesario que haya varios para satisfacer las necesidades? En primer lugar, no exageremos la importancia de la intercambiabilidad de los oficios. El hecho de que la naturaleza no nos destine más a la reparación de zapatos que a la carpintería no evita que tome tiempo para aprender estos oficios y que realizar los trabajos requiera una especialización. Como ha subrayado Jacques Rancière en El filósofo y sus pobres (1983), el tiempo, al igual que la capacidad, impone la distribución de las tareas —es lo que todavía impone la distribución de las actividades, incluso cuando la hipótesis de una capacidad natural específica parece ser un problema. El tiempo revela un orden antropológico de distribuciones que precede y permite la liberación de una capa económica propia. Esta relativa indeterminación natural de las capacidades abre ciertamente la posibilidad, como señala Helmer, de que los individuos puedan realizar un cierto número de tareas por sí mismos en una economía rudimentaria donde las necesidades son limitadas en número, recurriendo a una división mínima, por ejemplo, sexual, de las tareas. Pero el refinamiento y diversificación de las necesidades a las que los hombres parecen espontáneamente ser llevados acaba por reducir esta posibilidad de autarquía. El tiempo necesario para hacer las cosas bien impone la diversidad de oficios y la multiplicación de la comunidad. Sin embargo, ¿es esto suficiente para afirmar la autonomía de una dimensión económica? Aquí llegamos a una especie de paradoja.

Como subraya el autor, “al situar la necesidad en el origen de los vínculos sociales, Platón funda la política sobre relaciones previamente establecidas a las que esta tendrá que hacer frente y que parecen dotar de legitimidad la idea de que las actividades y los agentes económicos son el fundamento de la ciudad”. Aparece así de manera innegable una dimensión específicamente económica. Sin embargo, este plan perteneciente a la economía general, el de las dinámicas propias de la esfera de las necesidades en el contexto de la necesaria especialización, es “heterónomo”, y esto de acuerdo a sus “dos aristas”: por un lado, el desarrollo de actividades y el intercambio es efecto del desarrollo de necesidades que se enmarcan en una esfera puramente antropológica de pasiones y deseos; por otro lado, la economía está sujeta a la política donde encarna los valores de regular y dirigir la actividad de la ciudad. Este doble límite corresponde a “las dos tesis fundamentales de Platón sobre la economía”: la institución política de la economía y el fundamento antropológico y cosmológico de toda concepción de la economía. El final del primer capítulo explica esta segunda tesis: la esfera de las necesidades no es autónoma en la medida en que no concierne a la necesidad en general sino a la de una criatura en particular, una parte de la naturaleza donde el cuerpo y el espíritu deben estar situados en su lugar en el universo. Ahora, tanto desde el punto de vista corporal como del punto de vista psíquico, el hombre es frágil: su cuerpo, a diferencia del cuerpo del mundo, no es autosuficiente; su espíritu, a su vez, es vulnerable a la obsesión de tener más, la pleonexia, un término que floreció en Tucídides y en la generación de Platón. En suma, la esfera de las necesidades, antes de ser un campo cuya lógica es autónoma, es ante todo efecto de un determinado estado de disposiciones humanas. Sin embargo, este estado también se expresa en el tipo de valores que una comunidad de hombres quiere ver reinar en su seno. La primera de estas dos tesis, la de la institución política de la economía, se desarrolla, por tanto, a lo largo del segundo capítulo. Los dos lados de la economía parecen apoyarse: las ciudades descritas por Platón, tanto en los Libros VIII y IX de la República como en el Critias, muestran la inclinación a llevar al poder las tendencias antropológicas más extremas de la apropiación individual. El hecho de que tales ciudades parezcan hacer de la economía una política no debe alimentar ninguna ilusión sobre una supuesta autonomía de la economía —esta última está sujeta entonces a la liberación de ciertas tendencias antropológicas hacia la apropiación que se han vuelto políticamente dominantes. La absolutización de la economía, de sus leyes y de su juego, no son más que rehenes secuestrados por formas antropológicas y políticas corruptas. La economía solo aparece autónoma en la medida en que las formas políticas la instituyen en esta postura, sometiéndola a un orden cuya finalidad ya no es la satisfacción de necesidades sino la apropiación infinita.

La segunda parte de este capítulo proporciona información importante sobre el momento en que la búsqueda de la apropiación individual llegó a amenazar la existencia misma de la ciudad. La economía, abandonada a sus propios recursos por determinadas formas de política, llega a afectar la matriz de distribución de los lugares y los tiempos de tal manera que cuestiona la posibilidad misma de una ciudad. Es, por un lado, la tendencia social a “entrometerse en los asuntos de todos”, la famosa polupragmosunê, que se opone al ideal de “tranquilidad” del ciudadano, examinado en particular por L. B. Carter en The Quiet Athenian (1986) y Paul Demont en La Cité grecque archaïque et classique et l’idéal de tranquillité (1990) —tal vez Étienne Helmer debería, en su obra que vendrá, permitirse una discusión de estos importantes estudios— y, por otro lado, de la privatización del espacio público, sobre la cual el autor relata de manera completamente convincente el ideal de cerrar, de levantar muros alrededor la casa, de lo que dan testimonio las ciudades donde se produce el enriquecimiento personal, la bóveda homérica, el thalamos, a la vez lugar de riqueza y de poder, sustraído de la mirada de todos. Merece la pena subrayar la paradoja: el hecho de que, a la manera de los sofistas, la actividad y los bienes circulen libremente, el que todo el mundo toque todo, cuando quiera, donde quiera, parece, lejos de entorpecer, apoyar y favorecer, por el contrario, el hecho de que la riqueza se acumule entre los individuos, al abrigo de los muros de su propiedad, y que, a medida que se deshace el bien común, los lugares de poder no se prestan más a la mirada preocupada de cada uno. Se podría sugerir que, por el contrario, la buena gestión de las necesidades humanas, es decir la buena economía, como aparece en la primera cita del Libro II, individualiza la actividad con el fin de mejor poner en común sus frutos.

La oikeiopragia es un principio de adecuación del individuo y la tarea y no el horizonte de apropiación individual de estos frutos. Es por este principio que la economía se convierte en un elemento de construcción de la ciudad. De modo que esta puede ser la verdadera originalidad de Platón: no la invención de la economía general, cuya perspectiva quizás no se les escapó a sus predecesores, sino la de una politización de la economía que pueda devolverla a ella misma.

Vuelve así en la tercera parte de la obra a explorar la forma en que Platón pretende devolver la economía a ella misma, dándole el fundamento político que le permita alimentar una ciudad estable. Debemos tomar la ecuación de intercambio regulada desde el inicio del Libro II de la República: la distinción de funciones y el intercambio de sus frutos, en oposición al intercambio de actividades relacionado con la privatización de los frutos. Así, productores y guardianes hacen cada uno lo que tienen que hacer, intercambiando los frutos de su trabajo, la alimentación y la protección, de una manera que excluye la posibilidad de apropiación por parte de los gobernantes. La política aparece nuevamente como la instancia que organiza la distribución de tareas y los términos de intercambio. De una manera muy fina, la relación entre la política y la economía en Platón, debe calificarse, por así decirlo, como una relación de dependencia orientada: la economía necesita una cierta distribución para no estar sujeta a las fuerzas que la vuelvan corrupta para la ciudad, pero la política que debe darle la forma adecuada no podría llevarse a cabo sin esta organización de la esfera de las necesidades. La economía no es política, pero la política no está exenta de aquella. En la filosofía platónica, este tipo de relación puede definirse como la de la “causa auxiliar” con la verdadera “causa”. Étienne Helmer encuentra en la lectura de la Política la oportunidad de establecer este estatuto epistemológico de la economía dentro de la filosofía platónica, a través de una breve pero juiciosa comparación con la física del Timeo. La esfera de las necesidades pertenece a ese tipo de cosas que Platón describe a la vez como necesarias y necesariamente sujetas a otro principio —uno material, el material del arte político. Se podría empujar la comparación entre los mecanismos económicos y otros cuya pretensión de autonomía describió Platón: así los procesos fisiológicos y mecánicos, examinados en el Fedón, el Timeo o las Leyes, mediante los cuales quienes practican la investigación sobre la naturaleza buscaban explicar todas las cosas. Ahora bien, ¿no tiene Platón en todos estos casos métodos similares para probar la pretensión de fundar el análisis sobre este único nivel de explicación? La estrategia, en efecto, muy a menudo consiste en abrir un espacio teórico donde dejamos toda latitud a la expresión de este mecanismo, para dejar que se rinda por sí solo a las consecuencias que no deja de producir en esas condiciones: revela así su déficit de causalidad y, por tanto, indica que debe encontrar su lugar, subordinado, de causalidad auxiliar al servicio de otro principio. Exactamente como los procesos de división o de composición, en la física, producen indiferentemente tanto la unidad como la dualidad (Fedón 96e-97b), el desarrollo llevado por la esfera de las necesidades humanas, entregado a sí mismo, es decir, al desbordamiento político de ciertas tendencias antropológicas, produce indiferentemente el orden o el desorden político. No nos equivoquemos, sin embargo: subordinar es también elegir —los mecanismos fisiológicos, si deben estar subordinados a una causalidad formal para que puedan explicar lo que nace bajo su efecto, no son menos, pues sin ellos nada nacería. Afirmar que la economía necesita el relevo de la (buena) política es, en este esquema platónico, afirmar también que es el instrumento necesario de la política. La política debe abrazar la economía —debe ser el arte del usar. Así, hacia el final, Helmer, bajo el título de “politizar la economía”, detalla las medidas propuestas en la República y en las Leyes para devolver la economía a su función de fiel servidora de la ciudad. Ya sabemos que para que esto suceda debe ser establecida de manera que evite el desencadenamiento de la apropiación privada. La determinación y la limitación de la riqueza de cada uno por atribución de lotes de tierra, la salida de las mujeres fuera de la esfera privada de la casa son algunas de tales medidas.

La obra termina con una profundización de la paradoja que, de hecho, se encuentra en el corazón de la politización platónica de la economía. Se supone que el principio de especialización funcional, que consiste en ocuparse de los propios asuntos, preserva la posibilidad de algo común. ¿Cómo es que una forma de individualización de ciertas cosas (las actividades) garantiza la persistencia del bien común, en lugar de que también resulte ser una tendencia a la búsqueda del interés personal? El límite parece delgado, efectivamente, entre la oikeiopragia (hacer lo que nos es propio) promocionada en la República y la idiopragia (servir al interés personal) condenada en las Leyes. Étienne Helmer repasa las distintas expresiones de este principio (ta hautou prattein), a través del Alcibíades, el Cármide y la República para seguir la manera cómo, poco a poco, surge la posibilidad de una finalidad no individual sino colectiva. Es en la República donde se produce esta transformación, una vez que la tarea ha vuelto a lo natural del individuo: cada uno debe cuidar aquello para lo que tiene un talento natural —hacer sus cosas propias ya no es hacerlas por sí mismo, sino hacer lo que uno mismo puede hacer mejor. La oikeiopragia es un principio de adecuación del individuo y la tarea y no el horizonte de apropiación individual de estos frutos. Es por este principio que la economía se convierte en un elemento de construcción de la ciudad. De modo que esta puede ser la verdadera originalidad de Platón: no la invención de la economía general, cuya perspectiva quizás no se les escapó a sus predecesores, sino la de una politización de la economía que pueda devolverla a ella misma. De hecho, solo está sujeta a la distribución adecuada de bienes, tareas y espacios, es decir, a la política ilustrada, que puede reconocerse en su especificidad, en la pureza de las reglas de intercambio cuyo libre juego une a los hombres por la satisfacción de sus necesidades, sin ser parasitada por la oleada de apetitos que la estimulan y de las políticas que la pervierten. Esto también supone, a cambio, identificar la política como el orden de las distribuciones de los tiempos y los espacios, de los bienes y los actos, es decir, identificar la gramática sensible que rige la distribución de los diferentes aspectos de la vida humana en sociedad. Ésta es la gramática en la que la economía debe apoyarse para encontrar su lugar. Étienne Helmer extiende así la intuición de Jacques Rancière al explorar los fundamentos sensibles de la economía platónica. Este es, en efecto, un campo prometedor, sobre el que el pensador ateniense no ha terminado de nutrir nuestra reflexión. Hay que pensarlo: ¿si, lejos de imaginar que los mecanismos del mercado son hoy la matriz de las leyes, las costumbres y los hombres, nos preguntamos si solo adoptaron la configuración que les impone una multiplicidad de elecciones previas en cuanto a qué se comparte y qué no se comparte, de nuestras acciones, de nuestros bienes, de nuestros tiempos y de nuestros lugares?

 

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Artículo aparecido en Revue de philosophie économique 12 (2011). Traducción de Patricio Tapia.

 

La parte de bronce. Platón y la economía, Étienne Helmer, traducción de María del Pilar Montoya, LOM, 2019, 314 páginas, $16.600.

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