Un homenaje enredoso

El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, de Hugo Herrera, muestra las diversas facetas del historiador chileno y las agrupa bajo el concepto del romanticismo, una de las ideas más ambiguas de la historia. El suyo es un homenaje entusiasta, a prueba de toda sospecha, que sin embargo al hacer una caracterización de las ideas filosóficas de Góngora parece enredarse de manera innecesaria. Por momentos parece más una declaración de los principios del propio autor que una exposición de las ideas de Góngora.

por Marcelo Somarriva I 28 Marzo 2024

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Hace ya muchos años le preguntaron al historiador Mario Góngora, en una entrevista, por la influencia que había tenido entre sus estudiantes. Respondió que había sido escasa, lo que atribuyó a su carácter reservado.

Suponiendo que su juicio haya sido correcto, su influencia aumentó mucho tras su muerte, cuando ya no hacía clases y la reserva de su carácter ya no era un impedimento para conseguirle seguidores. Hoy muchos mantienen vivo su legado y lo consideran no solo un gran historiador, sino también uno de los principales intelectuales chilenos de la segunda mitad del siglo XX. Varios todavía lo recuerdan como un profesor fundamental, y en este sentido es revelador que los tres historiadores chilenos más importantes de los últimos 20 años, Alfredo Jocelyn-Holt, Gabriel Salazar y Joaquín Fermandois —entre sí muy distintos en todos los sentidos imaginables— fueran discípulos suyos. En los últimos años se han estado reeditando sus libros y se le han hecho homenajes públicos, algo totalmente inusual entre los historiadores chilenos, a quienes con suerte recuerdan los especialistas. El caso de Góngora tiene, además, el rasgo especial de que se haya revalorizado también su dimensión humana o que su figura intelectual se haya percibido de manera póstuma como un modelo de integridad moral. La publicación del libro El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, de Hugo Herrera, es una confirmación de este fenómeno y de algunos de los inconvenientes que esto puede implicar.

En este libro, Hugo Herrera —filósofo, académico, columnista y asesor político— explica bien cuáles fueron las principales facetas de la vida intelectual de Góngora, asumiendo como una premisa, al parecer correcta, que el historiador sostuvo a lo largo de toda su vida una unidad o continuidad en sus ideas. Herrera separa las fases de la vida intelectual de Góngora por capítulos, desde sus años de estudiante, que él registró en su diario de vida, hasta sus principales trabajos como historiador y ensayista, y al mismo tiempo mantiene esa unidad de sus ideas que se podría sintetizar en la noción de romanticismo. Herrera explica de manera precisa y acabada cuáles fueron los aportes de Góngora en la historia del derecho chileno, estableciendo la relación que existe entre sus ideas sobre el Estado indiano y las que expuso más tarde en su libro Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX.

El análisis de Herrera sobre las obras fundamentales de Góngora es un acierto, pero en la caracterización que hace de las ideas políticas y filosóficas del historiador, su libro se enreda demasiado, al parecer innecesariamente. Herrera llama a Góngora como el último romántico, y esto supone algunos inconvenientes, no solo porque el lector podrá, como a mí me pasó, escuchar dentro de su cabeza la voz pastosa de Nicola di Bari, rodeada de violines llorones cantando que él era el último romántico del mundo, sino porque existen pocos términos históricos más difíciles de definir y aplicar que este. Cuando hablamos de romanticismo podemos referirnos no solo a un movimiento artístico o literario —generalmente con un carácter nacional—, a una actitud vital o a una visión del mundo que podrá o no tener un marco cronológico acotado y a otro montón de acepciones, más o menos borrosas y muchas veces peyorativas, tal como lo describió hace muchos años Jacques Barzun en un trabajo dedicado a este mismo asunto. Es un lugar común asumir que romántico significa solo emocionalidad, espiritualidad, misterio o asociar el término a lo gótico o irracional, porque la verdad es muy distinta e incluso opuesta.

El análisis de Herrera sobre las obras fundamentales de Góngora es un acierto, pero en la caracterización que hace de las ideas políticas y filosóficas del historiador, su libro se enreda demasiado, al parecer innecesariamente. Herrera llama a Góngora como el último romántico, y esto supone algunos inconvenientes, no solo porque el lector podrá, como a mí me pasó, escuchar dentro de su cabeza la voz pastosa de Nicola di Bari, rodeada de violines llorones cantando que él era el último romántico del mundo, sino porque existen pocos términos históricos más difíciles de definir y aplicar que este.

Góngora propuso en uno de sus ensayos una definición de romanticismo como una visión de la vida y el mundo, como “una profunda tentativa de rescate de la libertad interior al afirmar el cosmos como vida y la infinidad de la vida en el interior del alma individual”. Para él, el romanticismo era eminentemente alemán y no tenía época. Herrera observa también que Góngora vio en el romanticismo una manera de hacerle frente al avance de la “desacralización” que, según él, venía arrasando con el mundo desde el siglo XVIII. Sin embargo, la ambigüedad de este concepto le hizo a Herrera una zancadilla en otra parte de su libro, cuando sostiene que “Góngora tiene, ciertamente, innegable inclinación de cuño romántico, pero es también, ya en los años 30, un incipiente erudito y sus textos acusan los rasgos propios de un pensador en forma, provisto del vigor mental idóneo para producir rigurosas referencias y encadenamientos argumentales”. Lo que permitiría suponer que la erudición, el vigor mental o el pensamiento serían ajenos al romanticismo, que vendría a ser sinónimo de misterio y espiritualidad. Creo que una clave para explicar este enredo está en que, tal como sugiere Herrera, el romanticismo de Góngora fue una reacción al espíritu ilustrado, y no creo estar faltándole el respeto al maestro ni a su discípulo si propongo que a los dos se les nota un marcado sesgo “anti-ilustrado”.

Herrera sugiere que después de la Ilustración hubo una “reivindicación” de la comprensión de la vida como fenómeno y experiencia, que tuvo importantes consecuencias políticas.

Si entiendo bien, esto quiere decir que hubo una reacción a una concepción mecanicista o materialista de la vida que sería propia de la Ilustración, la cual había propuesto “un entendimiento del mundo en analogía con una gran máquina de partes agregadas”. Herrera sostiene que el romanticismo habría socavado estos esfuerzos “unidireccionales”, planteando que en lo vivo “parecía haber un todo de partes que gozan de autonomía, a la vez que su operación y su existencia están definidas por el todo que las traspasa, informándoles completamente y posibilitando sus relaciones recíprocas”. Sin embargo, esta visión romántica de la vida es más o menos igual a la propuesta por Buffon en 1749, en su famosa Historia natural, uno de los más grandes emblemas de la Ilustración: “El verdadero manantial de nuestra existencia, no está en esos músculos, venas y arterias y nervios, que han sido descritos con tanta minuciosidad; debe de encontrarse en las fuerzas más ocultas que no se encuentran limitadas por las toscas leyes mecánicas que quisiéramos poner sobre ellos”. No puede generalizarse sosteniendo que la Ilustración fue materialista ni mecanicista, ya que el vitalismo o lo que se ha llamado el “empirismo sentimental” fueron tendencias ilustradas cruciales que animaron no solo las ideas de Buffon, sino de varios más, como Hume y Diderot.

Alguna vez cometí la imprudencia de decir en público que Mario Góngora había sido un conservador y alguien no se demoró en corregirme, diciéndome que en realidad había sido un tradicionalista. Y tenía razón. La mejor caracterización que he encontrado sobre el tradicionalismo de Góngora la hizo hace años el historiador Adolfo Ibáñez, en un ensayo donde superpuso los términos tradicionalismo y romanticismo, asumiendo que para Góngora estas eran nociones coincidentes e intercambiables. Según Ibáñez, un tradicionalista es alguien que ve el presente como un momento decadente y que no espera nada de él ni del futuro, mientras no se restableciera la tradición cuya pérdida era la causa de todos los males actuales y por venir. El tradicionalismo podía tener una vertiente revolucionaria y, tal como decía Góngora, suponía haber vivido intensamente esta experiencia revolucionaria, y así después asumir una actitud contraria. Para entender esta paradoja es necesario revisar la particular interpretación de la historia de Chile que Góngora pergeñó prematuramente y que es más o menos la siguiente: en Chile, la Revolución francesa o el proceso de la Independencia —dos experiencias herederas del espíritu ilustrado— no tuvieron gran impacto o trascendencia porque no lograron modificar la estructura del Estado colonial, que mantuvo su vigencia como director de la vida nacional durante gran parte del siglo XIX. La verdadera revolución, según Góngora, ocurrió en Chile mucho después, a partir de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la oligarquía transformó al Estado, haciéndolo abandonar su función anterior para subordinarse a sus propios intereses económicos.

Fue en medio de este gran cambio, en el que se consolidaron el poder de la oligarquía y de las fuerzas económicas dominantes del capitalismo extranjero y nacional, que surgió la vocación revolucionaria de Góngora en sus años de estudiante, primero de Derecho, en la década del 30, y luego de Historia, en la primera mitad de la década siguiente. Es esta revolución la que explica su fuerte vocación política durante esos años y el tenor de ese discurso que dictó en octubre de 1937, cuando un tímido recién egresado de Derecho de poco más de 20 años, muy flaco y de bigotito, proclamó “el llamado de la revolución”, afirmando que “la vida, la bondad, la belleza, todo lo que es divino y humano en el hombre, están hoy en lucha contra el poderío de la burguesía capitalista, y ni el dinero, ni la propaganda, ni la violencia triunfarán contra los deseos más profundos de la humanidad”.

Góngora enarboló el estandarte de esta revolución antiliberal hasta más o menos 1945, cuando tuvo que asumir su derrota, ya que el nuevo escenario de la posguerra permitió que en el mundo se impusiera el modelo del capitalismo internacional y el predominio indisputado de la forma de vida norteamericana, uniforme, homogénea y tecnocrática. A partir de esa derrota, su posición revolucionaria se volvió una reacción tradicionalista y romántica, pero entonces Góngora decidió abandonar sus afanes políticos y militantes, y se replegó en su trabajo de historiador.

Herrera parece haber seleccionado algunas referencias intelectuales de Góngora y descartado otras, siguiendo un criterio misterioso. ¿Por qué, por ejemplo, prefirió al filósofo Husserl sobre el historiador Burckhardt? O a ¿Carl Schmitt en lugar de Edmund Burke? Sospecho que estos nombres están más cerca suyo que del homenajeado.

Una nueva etapa en la vida ideológica de Góngora sobrevino a comienzos de los 60, cuando el historiador constató que el Estado chileno había cometido el error de seguir la dirección de lo que llamó las grandes planificaciones globales, es decir, propuestas políticas, económicas y sociales importadas e impuestas desde arriba, ignorando la historia chilena y sus particularidades. Góngora expuso estas ideas en su ensayo más famoso, describiendo una secuencia de planificaciones que comenzó con el proyecto desarrollista de Frei Montalva de los años 60, siguió con el proyecto del socialismo marxista de la UP y culminó con el proyecto neoliberal de los Chicago Boys y del gremialismo. Hay una anécdota curiosa contada por Armando Uribe que puede explicar el tenor de al menos una de las fases de estas planificaciones y, de paso, demostrar la influencia de Góngora. Uribe, que cuando chico había sido alumno de Góngora en el colegio, le preguntó en 1971 a Jacques Chonchol, quien fue uno de los encargados de dirigir la Reforma Agraria, si había leído los trabajos de Mario Góngora sobre la historia social del campo chileno, donde se explicaban las complejidades del mundo que él pensaba intervenir. Chonchol le dijo que no tenía tiempo para esa clase de cosas. Uribe terminó el asunto con una reflexión sobre la flojera. Lo mejor del libro de Hugo Herrera es su análisis sobre estas planificaciones globales y sus limitaciones en sus intentos de manipular la realidad nacional, pasando por encima de las tradiciones y de la cultura popular (y esto no significa que yo coincida con sus ideas sobre el espíritu o el alma nacional).

El ensayo o lo que Góngora llamó sus “estudios históricos” fueron los géneros en los que pudo expresarse mejor. Esto, naturalmente, no implica desmerecer sus monografías históricas relativas a la propiedad rural y el trabajo en el periodo colonial, obras que Herrera califica como muestras de “historia telúrica”. Pero a través de estos ensayos y estudios —que poco o nada tienen de telúricos—, Góngora mostró la amplitud de sus capacidades intelectuales, su habilidad para desarrollar interpretaciones creativas, sintéticas e inteligentes, a partir de su gran erudición. En algunos de estos ensayos finales Góngora también pudo adoptar la posición de “diagnosticador”, un observador de la situación de su tiempo, que tanto había admirado en autores como Nietzsche y Burckhardt.

Como dije antes, pienso que Hugo Herrera se ha enredado de manera innecesaria al caracterizar las ideas de Góngora o en la presentación de sus fundamentos filosóficos. Pareció olvidar que Góngora, antes que ninguna otra cosa, fue un historiador, y que la historia de Chile, América y Europa fue el principal punto de partida de sus cavilaciones y principal foco de sus lecturas. Herrera parece haber seleccionado algunas referencias intelectuales de Góngora y descartado otras, siguiendo un criterio misterioso. ¿Por qué, por ejemplo, prefirió al filósofo Husserl sobre el historiador Burckhardt? O a ¿Carl Schmitt en lugar de Edmund Burke? Sospecho que estos nombres están más cerca suyo que del homenajeado. Me parece que las abstrusas disquisiciones metafísicas de Herrera no siempre reflejan el tono de las reflexiones del mismo Góngora, que normalmente fue claro y sencillo en sus argumentaciones. Tampoco entiendo bien por qué si Herrera basó en buena parte su interpretación filosófica de las ideas de Góngora usando como referencia algunos de sus trabajos incluidos en el libro Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, publicado como un homenaje poco tiempo después de su muerte, no presentó directamente este libro. Esto es importante, porque fue en estos ensayos, generalmente excelentes, donde el público pudo conocer una dimensión de las ideas de Góngora que hasta entonces conocían sus interlocutores y alumnos.

En su libro, Herrera hace, por un lado, una abalanza monumental de Góngora, donde casi no hay crítica o reparo, presentándolo como alguien que siempre fue más lejos que el resto de los mortales, una especie de guerrero místico. Me refiero a expresiones como esta: “Nunca dejó de existir el Góngora que busca más allá; en las articulaciones institucionales y en el estudio de los documentos y testimonios, hacia los mundos perdidos del pasado. Y allende las premuras del ruido, hacia los misterios del alma y la vida. Mundos perdidos y el misterio existencial: esos son rumbos de su vocación”. Mientras que, por otro lado, Herrera termina por traducir en difícil a un autor que siempre privilegió la claridad, cultivando un estilo seco, pero comprensible. Podríamos estar frente a esa experiencia conocida tradicionalmente como el abrazo del oso, que, de puro entusiasmo, afecto y con las mejores intenciones, aprieta hasta triturar y entonces crujen los huesos.

 


El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, Hugo Herrera, Crítica, 2023, 230 páginas, $19.900.

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