Del in-fértil canon

Escritoras de todos los signos y orientaciones decidieron abstenerse de ser madres, argumenta Lina Meruane en su libro Contra los hijos, recién llegado a librerías chilenas y del que publicamos este extracto. Jane Austen, Emily Brontë, Emily Dickinson, Edith Wharton, Virginia Woolf, Isak Dinesen, Flanery O’Connor, Armonía Somers y Marosa di Giorgio son parte de la lista de creadoras sin hijos, mujeres que además de la incomprensión social debieron cargar con el ambiguo y maledicente adjetivo de “rara”.

por Lina Meruane I 12 Marzo 2018

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¿Estaré siendo demasiado quejumbrosa? ¿Estaré pecando de solemne? ¿Debiera poner buena cara? ¿Tendría que aflojar el ceño al plantear los dilemas maternos del presente laboral de las mujeres?

No aflojo ni un músculo ni estoy por sonreír y cambiar de conversación. Que me acusen de feminista mal agestada. De amargada y pesimista. De anticuada.

(Escucho revoloteos, retiro las plumas que caen sobre mi cabeza. Vade retro, digo, malhadado ángel de la complacencia).

Exijo que quienes levanten la primera piedra o la primera crítica o estén por lanzar el primer agravio pongan, antes de hacerlo, una de sus manos sobre el pecho y se planteen seriamente si todo ha sido tan simple en lo que a tener hijos se refiere. A lo mejor vislumbren lo que yo: desfallecimientos y dolores y escaso disfrute materno. Yo llevo ya tiempo prestando atención, paro la oreja —permítanme el chilenismo— y no solo escucho felices agús. Oigo también que las mujeres-profesionales-con-hijos sueltan desesperados gruñidos de agotamiento. Sobre todo en esos hogares (aún la mayoría) donde no hay quien comparta las tareas (porque no hay nadie, porque el alguien hizo abandono de sus funciones o porque se da por verdad que las madres tienen “ventajas comparativas” en el cuidado de los nenes). Sobre todo escucho quejas donde no hay con qué pagar asistencia, donde abuelas o suegras fingen sordera ante los llamados de auxilio.[1]

Exijo que quienes levanten la primera piedra o la primera crítica o estén por lanzar el primer agravio pongan, antes de hacerlo, una de sus manos sobre el pecho y se planteen seriamente si todo ha sido tan simple en lo que a tener hijos se refiere. A lo mejor vislumbren lo que yo: desfallecimientos y dolores y escaso disfrute materno.

Diría yo, volviendo a la sombría observación de Virginia Woolf, que si la dificultad es enorme para las madres-profesionales, es aún peor en el caso de las madres-artistas. Me parece a mí que ellas son las menos libres de todas, las que más trabajos tienen si no cuentan con una herencia como la que tuvo la escritora inglesa. No es por singularizar a unas y olvidarse de las demás: sé que cada mujer-madre tiene su afán y que toma decisiones de acuerdo a su circunstancia específica. Pero consideremos un asunto que la Woolf desestimó. Las creadoras-sin-hijos ejercen dos labores de manera alternada o simultánea: el trabajo asalariado y el trabajo creativo rara vez remunerado o remunerado de manera insuficiente. Las creadoras-con-hijos añaden otro trabajo ad honorem. Este último, además de ser sin salario, es sin días libres, sin vacaciones y tiene otra complicación: el cuarto propio de la creación suele estar dentro de la casa compartida por el hijo, un ser que no respeta puertas, que no conoce límites. Si para la creadora-sin-hijos tener dos trabajos es pesado e interfiere con su obra, para la otra, la con-hijos, las horas del día resultan insuficientes porque al horario asalariado hay que añadirle la implacable rutina materna y entonces, ¿de dónde saca el espacio temporal y mental para el oficio creativo?

Sobre este dilema materno-escritural (uno que le hizo postergar su siguiente novela por más de una década) habla en una entrevista la escritora estadounidense Jenny Offill. Desesperada y en busca de consejos se unió a un grupo de madres recientes pero se encontró, para su espanto, con que todas contaban anécdotas de los primeros meses en “un tono falsamente exaltado”. “Nadie parecía sentir que una bomba había estallado en sus vidas, y esto me hizo sentir muy, muy sola. Ignorada incluso. ¿Por qué no estábamos hablando de la complejidad de esta nueva experiencia? ¿Estaba yo loca porque aún me importaba el mundo de la mente y no solo del cuerpo? Pero entonces una de esas madres declaró ser estudiante de posgrado terminando una tesis sobre un tema fascinante y misterioso. La arrinconé después y le pregunté, ¿cómo te las arreglas para escribir? ¡Dime tu secreto! Pero ella me miró con extrañeza, mi cabeza despeinada, papilla de plátano en mi ropa. No estoy intentando escribir, me dijo, me surgió algo un poquito más importante”.

(…)

Las letradas-sin-hijos que sucedieron a estas monjas se encerraron también: en vez del convento eligieron la sala de costura. A punta de plumazo, y luego a lapicera, abrieron el canon la cómica Jane Austen, la borrascosa Emily Brontë, la insondable Emily Dickinson, la cursilona Louisa May Alcott (infaltable fue su odiosa Mujercitas en nuestras listas de lectura), la irónica pero también dramática Edith Wharton, la tremenda Katherine Mansfield y la Dottie o Dorothy Parker, mujer que, como muchas, recibió apenas educación formal pero cuyo talento precoz le permitió conseguir un empleo de redactora en prestigiosas revistas neoyorquinas y de guionista en Hollywood. Parker y las escritoras que se sumarían al elenco fueron, qué duda cabe, mujeres al margen de toda convención que abandonaron el bordado y la aguja para apoyar los codos sobre un escritorio y cobrar por su trabajo.

Entre ellas hubo de todo menos ganas de ser madre.

Hubo depresivas a las que se les “perdonó” no procrear, a las que se “desahució” sin comprender que quizás en la abstinencia materna hubiera una decisión voluntariamente tomada: un caso, ya está dicho, es el de la Woolf. (Y hubo escritoras-madre con severas pero comprensibles depresiones post-parto, como Anne Sexton, como Charlotte Perkins Gilman que siguió escribiendo a escondidas a pesar de que se lo habían prohibido). Y hubo alcohólicas: la cáustica Parker y la misántropa Patricia Highsmith, quien interrumpiendo su escritura de suspenso mantuvo amores con hombres y mujeres pero solo quiso con constancia a sus gatos. Hubo mujeres delicadas de salud como la grandiosa Flannery O’Connor, y escritoras sanas y recias como la curiosa baronesa danesa que se mudó a África con su marido para administrar una plantación de café y narrar en inglés y publicar bajo dos nombres que no eran los de su hombre: Karen Blixen e Isak Dinesen. (Ella, dicen, hubiera querido hijos pero no los tuvo).

Hubo, ya se advierte, también de todo en sus opciones afectivas. El pasado fue un siglo saturado de divorciadas-sin-prole de la talla de Katherine Anne Porter, esa sureña perspicaz y rebelde que dos veces contrajo nupcias y dos veces las deshizo mientras perdía hijos “de todas las maneras imaginables” (así lo dijo). Delmira Agustini, contemporánea de Porter, tuvo aún menos suerte: se separó al mes y medio del marido que la asesinó en venganza antes de suicidarse (no se sabe entonces si quiso hijos). Anaïs Nin también firmó el contrato, dos veces, en matrimonios concurrentes y bi-costales, y estuvo brevemente embarazada de Henry Miller pero tomó medidas al respecto. En esa misma categoría de escritoras-divorciadas, aunque tal vez más oscuras y ambiguas, se encuentran Djuna Barnes y Carson Mc-Cullers y Jane Bowles y Katharine Hepburn (actriz y no escritora, pero qué importa, artista al fin y al cabo). Hepburn le dejó saber al mundo que le parecía demasiado cumplir con las obligaciones del cine y la maternidad a tiempo completo. (Y la acusaron de enferma, de lesbiana, por elegir una vida de películas y de amantes secretos).

Las creadoras-sin-hijos ejercen dos labores de manera alternada o simultánea: el trabajo asalariado y el trabajo creativo rara vez remunerado o remunerado de manera insuficiente. Las creadoras-con-hijos añaden otro trabajo ad honorem. Este último, además de ser sin salario, es sin días libres, sin vacaciones.

La sombra de la extraordinaria decisión de no tener hijos fue detrás de una lista nada breve de autoras latinoamericanas a las que pese a sus matrimonios se les adjudicó cierta rareza: Norah Lange (unida al escritor Oliverio Girondo), Armonía Somers (firmó el contrato a los cincuenta y siete), Marosa di Giorgio (prodigiosa en su ambigüedad) y Josefina Vicens (brevemente casada y ahora se sabe que lesbiana). Y las menos estridentes o nada ambivalentes en sus preferencias heteroafectivas: Aurora Venturini, Hebe Uhart y Liliana Heker. Pero estas últimas son excepcionales. La sospecha pasó por encima de ellas para caer sobre las autoras más cosmopolitas del canon, las tan carentes de marido como de instinto maternal. Desde París: Gertrude Stein, aquella señora modernista tan masculina en su vestir y la erudita Marguerite Yourcenar que proyectó su deseo lésbico en una serie de novelas narradas por homosexuales. Desde otros puntos cardinales y de manera más móvil: la ya citada novelista y diplomática chilena Marta Brunet, soltera empedernida,[2] y su contemporánea, la venezolana-parisina Teresa de la Parra, discreta pareja de la antropóloga cubana Lydia Cabrera, que trabó (me refiero a De la Parra) correspondencia con las hermanas Ocampo.

Silvina, la menor de las Ocampo y la más excéntrica en su obra no podía tener hijos y no es claro si los quería, escribe una de sus biógrafas, la escritora-sin-hijos Mariana Enriquez, pero su marido Adolfo Bioy Casares quería ser padre y llegaron a un acuerdo: él embarazó a una de sus amantes que luego les cedió en adopción aunque nunca dejó de estar cerca, la madre verdadera. Es así como vivió esos primeros meses Silvina: “No encontramos niñera… Hace un siglo que no lavo mi ropa y muchos días que no me baño porque no hay tiempo (…). Tengo el pelo color ratón y áspero, la cara medio colorada, las manos paspadas, todo perfeccionado por mi fealdad habitual. El apuro en que vivo me enloquece. No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie. Es horrible”.

Victoria, la hermana mayor, célebre ensayista fue, como su hermana, amante de muchos pero no llegó a casarse ni a tener descendencia: fue más bien una aliada fundamental para esas otras mujeres-sin-hijos-ni-hombre: llevó a Argentina dos textos fundamentales de la Woolf (con quien se carteó en un par de ocasiones) y fue editora y amiga epistolar de Gabriela Mistral, quien alguna vez le hablaría de sus compañeras sentimentales pero nunca de su discutida maternidad.[3] Toda una estirpe esta de escritoras-sin-hijos que se extiende en Sylvia Molloy y Cristina Peri Rossi así como en las poetas Alejandra Pizarnik, Diana Bellessi y Elvira Hernández,[4] entre otras conocidas contemporáneas que se mantuvieron ajenas a la obsesión reproductiva.

Ya me dirán que demasiadas escritoras-sin-hijos están marcadas por una libertad sexual que se entendió, hasta ahora, como rareza. Es cierto que sobre muchas de ellas han corrido más que rumores de desvío. Pero también es preciso notar que esta palabra, hecha acusación, no les ha sido ajena nunca a las escritoras: aun antes de raras se las tildó de prostitutas: el autor de Madame Bovary —¡que además tuvo la petulancia de aseverar que él era su personaje!— aseguró, por interpósita persona (es decir, citando a otros sin discutir sus dichos en su Diccionario de lugares comunes), que “una mujer artista no puede ser más que una ramera”. Era una vergüenza, según el conservador Flaubert y sus colegas, que una mujer se dedicara al arte. Incluso que una mujer leyera en exceso podía constituir un peligro.[5] Era necesario impedirlo levantándoles cargos. La escritora era o rara o ramera.

Qué puede importar entonces si esos decires tenían o no fundamento: para lo que nos interesa, además, la preferencia amorosa por uno o muchos hombres, por una o muchas mujeres, nunca estuvo reñida con el deseo materno ni amarrada a su ausencia. Salta a la vista, salta, concluyente, que escritoras de todos los signos y orientaciones decidieron en igual número abstenerse o aventurarse.

 

 

 

 

 

[1] Hay que entender esa sordera: abuelas y suegras son de edades cada vez más avanzadas y, además, ya hicieron su parte cuidando hijos propios junto a maridos que después de trabajar —para ellos había un después de— llegaban a la casa a instalarse frente a la tele con una cerveza mientras la mujer les preparaba la cena y obligaba a los hijos a guardar silencio para no importunar al pobre padre.

[2] ¿Por qué me sobresalta la palabra soltera?, me pregunto, y me respondo: porque tiene una carga negativa en nuestra cultura donde ser sola todavía se nombra con desprecio, la “solterona”. Es tal la incomodidad que genera la soltería femenina que incluso hoy, al querer reivindicarla se la acaba convirtiendo en algo más apropiado, la madre-sustituta, una suerte de madrastra. Una mujer relacionada a los niños. Esta paradoja aparece en una notable columna donde el escritor Javier Marías intenta ensalzar a la tía-soltera en oposición a las “madres enloquecidas” de hoy. Pero tras alabar a las tías por su independencia, genialidad y su talante risueño, pasa a decir que su mayor virtud es la entrega “desinteresada” de tiempo y conocimientos a sus sobrinos. La tía-soltera se convierte en la otra-madre entrañable y paciente, graciosa y educada, dedicada a esos hijos ajenos a quienes llama “sus niños”.

[3] La homosexualidad de la Mistral, certificada por sus biógrafas, no reviste ningún misterio pero sí la identidad de su hijo; solo a partir de 2007 se pudo comprobar que el niño era hijo de su medio hermano y que ella compartió la tuición con su compañera de entonces, la diplomática mexicana Palma Guillén.

[4] Elvira Hernández ha declarado ser una de esas mujeres “que no están vinculadas a la maternidad”. Y agrega: “La condición femenina tiene un grado de complejidad sutil que se ha pasado por alto”. Así dice ella, que en vez de cuidar hijos cuida a su madre.

[5] Recordemos que la desgraciada Emma Bovary, enardecida por la lectura y hastiada con una vida de pueblo donde no hay nada que hacer, decide buscar amantes. El autor castiga las infidelidades de Emma, que él mismo ha inventado para ella, con una muerte nada plácida al final de la novela.

 

Contra los hijos, Lina Meruane, Literatura Random House, 2018, 160 páginas, $10.000.

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