¿Quiénes somos?

Una mujer, un hombre, un ser humano, un trans, un individuo, un proletario, un musulmán, una lesbiana… En un siglo marcado por la globalización, las nociones de género, clase, sexualidad, raza, religión o nacionalidad son cada vez más cuestionadas. La identidad es una de las grandes preocupaciones del sujeto contemporáneo para autocomprenderse y fundamentar sus demandas de reconocimiento. ¿Son justas sus exigencias? ¿Acentúan las diferencias en vez de unirnos? ¿Por qué debemos atarnos a una identidad? Son algunas de las preguntas que se plantean desde Judith Butler a Francis Fukuyama.

por Patricio Tapia I 24 Agosto 2020

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Cuando una persona muy mayor de improviso se pregunta “¿Quién soy?”, surge de inmediato la sospecha de que su memoria, o algo más, le ha comenzado a fallar. Pero es la duda que acucia a todos los adolescentes, movidos por la necesidad de forjar su propia “identidad personal” (como lo postuló el psicoanalista Erik Erikson). Adolescentes de todas las edades siguen preguntándose lo mismo (especialmente en las redes sociales). Frente a la estrecha conexión entre identidad y reconocimiento, hay críticos pesimistas que la identifican con una “cultura del narcisismo”, mientras otros la ven como un entramado de luchas emancipatorias.

El espacio que media entre preguntarnos quiénes somos y que otro nos lo pregunte, varía según las res­puestas posibles: la “identidad” se relaciona tanto con las etiquetas que nos damos como con las que nos dan. En su libro Las mentiras que nos unen, el filósofo anglo-ghanés Kwame Anthony Appiah cuenta que en São Paulo lo han creído brasileño, hablándole en por­tugués; en Sudáfrica lo han tomado por “persona de color” o en Roma, por etíope; en Inglaterra no podían creer que no fuese indio. “Los taxistas de Estados Uni­dos y de Reino Unido suelen preguntarme durante el trayecto dónde he nacido. ‘En Londres’, les digo, pero lo que en realidad quieren saber no es eso. Lo que de hecho están preguntando es de dónde es originaria mi familia, o, dicho sin rodeos: ¿tú qué eres?”.

En su exploración sobre cómo contestar esta duda, Appiah recorre varias coordenadas. Por supuesto, la contestación y los modales serían muy distintos si quien lo interroga no fuera un taxista actual sino un esclavista del comercio negrero en el siglo XVII e in­cluso hoy, si Appiah no fuera un respetado académico, sino un poblador de un gueto urbano.

Sueños de identidad

Hay quienes podrían decir que la pregunta, y las respuestas, sobre quién se es, permitirían trazar un recorrido moral y político de la historia humana hasta un determinado punto de inflexión. Existen al menos dos formas, en algún sentido contradictorias, de presentarlo.

Para la primera, esta ruta sería el dibujo del avan­ce de la humanidad, esbozando una recta que, como la flecha del tiempo, va de las discriminaciones y opre­siones del pasado (esclavitud, racismo, machismo, etc.) al triunfo de la igualdad; o, de una forma menos lineal, como la expansión creciente de un círculo de respeto moral, que podría alcanzar a los animales o incluso las plantas. Así, en el siglo XVIII, en países con esclavi­tud racial, los abolicionistas propusieron la pregunta “¿no soy un hombre?” como forma de protesta, por­que los negros eran considerados niños. Dos siglos después, durante el Movimiento de Derechos Civiles, las pancartas afirmaban: “¡Soy un hombre!”. Los des­favorecidos también pueden reivindicarse de manera más general: “Soy un ser humano”, gritaba aquel sujeto gravemente deforme que vivió en Londres en el siglo XIX, conocido como el “hombre elefante”, cuando era perse­guido como un monstruo (al menos en la película de David Lynch basada en su historia); la activista Angela Davis afir­mó que el feminismo es “la idea radical de que las mujeres somos seres humanos”. Todo el que haya tenido un perro sabe que es un ser que siente y, si pudiera hablar, lo diría. Las denominaciones cada vez más generales de identidad (un hombre, un ser humano, un ser sintiente, un ser vivo) serían formas cada vez más amplias de la empatía, hasta acercarla a la divinidad: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14), le dijo Dios a Moisés, llevando la identidad a su forma lógica más desnuda.

Otra forma de exponer este progreso sería como la cabalgata heroica del individuo. Durante buena parte de la historia, los seres humanos se habían identificado como miembros de comunidades que creían naturales. Hasta que se produjo el gran suceso del surgimiento del individuo, en algún momento cuya exacta ocurren­cia los estudiosos discuten. Ese ser autónomo, en todo caso, sería una característica de la civilización europea occidental que más tarde se extendió por el mundo. Los individuos se imponen un orden, sin control ex­terno; se definen a sí mismos y siguen cursos de acción elegidos por sí mismos, en lugar de conformarse con los roles tradicionales. Ellos están detrás de los dere­chos individuales, del voto universal, de la igualdad de la mujer, la secularización, etc. Pero hay otros sujetos que no avanzan con el individuo, los que el teórico conservador Michael Oakeshott llama individuos “manqué” (malogrados) o “anti-individuos”: les gusta formar parte de una comunidad que los protege de tomar decisiones: reacios al riesgo, temen al dolor del fracaso más que a los goces del éxito y, no obstante, ne­cesitan el reconocimiento de los demás.

Si las identidades involucran etiquetas y estereotipos, eso es particularmente notorio en el caso del género. La etiqueta de hombre o mujer implica suposiciones no solo sobre los intereses sexuales sino sobre la forma de caminar o de hablar, entre muchas otras.

Según ambas visiones, en algún momento se ha­bría producido un quiebre. Para la primera, sería la interrupción del proceso igualitario; para la segunda, sería justamente una especie de ofensiva igualitaris­ta. A pesar de sus puntos de vista contradictorios, en ambos casos las “políticas de la identidad” estarían abandonando las perspectivas cada vez más genera­les por aquellas cada vez más específicas. Contra el universalismo, se destacan las particularidades; y en vez de centrarse en el individuo, se ocupan de las menos individuales (raza, género o religión) de sus características.

Es la primera postu­ra la que subyace, hasta cierto punto, en el libro Las mentiras que nos unen, de Appiah; y es la se­gunda la que anima, de manera muy distinta, los libros El regreso liberal de Mark Lilla e Identidad de Francis Fukuyama.

Exigencias iden­titarias versus ciudadanía

Los libros de Lilla y Fukuyama plantean que las demandas de iden­tidad (nación, religión, raza, género) han ido sus­tituyendo una noción más amplia de ciudadanos.

Lilla, un intelectual de amplio espectro, se enfoca en un aspecto más bien restringido. Para él, el progre­sismo estadounidense, que en ese país es sinónimo de liberalismo, se ha perdido “en la maleza” de la política identitaria, empeñado en privilegiar la identidad por sobre la comunidad. En su relato, los grupos que se ex­presan políticamente mediante sus diferencias nacen en la década de los 60, inicialmente por temas raciales, y con ellos, la izquierda empezó a hacer una política para corregir injusticias históricas, reivindicando di­versas causas (negros, homosexuales, discapacitados, animales, etc.), pero, con ello, al atomizar los grupos y enfatizar su particularidad y cierto victimismo, justa­mente los torna más vulnerables, en vez de proteger­los, por su ineficacia electoral. Pero sus críticas no se quedan ahí. Lilla considera que se está haciendo una “política Facebook”, centrada en la identidad de ciertos grupos en vez de tener como eje el bien común o los asuntos comunes. Lamenta el auge de los “movimien­tos” en vez de una política de partidos y el predominio de la expresión del “yo” en vez de la argumentación o la persuasión de quienes piensan distinto, pues los grupos identitarios suelen ser monolíticos en su pen­samiento, más bien dogmáticos, lo que dificulta el de­bate público, al descalificar al interlocutor por lo que es (hombre, blanco, heterosexual, etc.). De manera que la política de la identidad es tanto expresión del pluralis­mo democrático como una amenaza a ese pluralismo.

El libro de Fukuyama, el politólogo que alguna vez vislumbró el fin de la Historia, es muy diferente al de Lilla –quien figura en sus agradecimientos–, tanto en su perspectiva (más amplia) como en su estilo (más burdo), aunque alberga críticas similares. Dice el autor que no lo habría escrito sin el triunfo de Trump en Es­tados Unidos en 2016, manifestación de un fenómeno más amplio: el auge de un “nacionalismo populista”. La raíz no sería tanto económica (la crisis financiera) como ideológica: la “política de la identidad”. Fukuyama no es particularmente fino en sus puntos de partida. Para él, la noción de “identidad” no ha hecho sino enmarañar otras, como la de individuo. Al respecto, afirma que el individuo moderno aparece con la doctrina de la justi­ficación por la fe durante la Reforma de Lutero (lo cual no pocos autores matizarían) y que el fundamento de la “identidad” se produce cuando este individuo constata “una disyunción entre lo que había dentro de él y lo que quedaba fuera”, es decir, cuando el “yo” interior (y su dignidad) no es reconocido. La política identitaria sería así expresión de un resentimiento.

Como muchos sugieren y Fukuyama concuer­da, las políticas de la identidad tendrían sus primeras manifestaciones en los conflictos raciales de los años 60 y en la manera de enfrentar la discriminación. La solución del liberalismo clásico era concebir a todos como ciudadanos o individuos iguales, en vez de re­presentantes de su raza. Pero entonces surge la idea de mantener las distinciones, pero atacándolas por una discriminación positiva, la cual reforzó la estrategia de separar a los ciudadanos según género, orientación sexual, religión, etc. Entonces, dice Fukuyama, “la dig­nidad se ha ido democratizando”. Si en las democracias liberales el ciudadano renunciaba a que su particular concepto del bien primara en la sociedad, todos eran iguales ante la ley (isonomía). Pero resulta que ahora todos son igualmente dignos (lo que el autor llama “isotomía”) y sus exigencias se han traducido en polí­ticas de reconocimiento, que amenazan con fragmen­tar y pervertir la sociedad moderna. ¿Qué hacer, cómo mantenerla unida? La solución para Fukuyama es la participación política en la vida pública y la creación de identidades “más amplias e interrelacionadas”, como por ejemplo: una especie de nuevo servicio obligatorio, militar o civil, para los ciudadanos.

 

Imagen de la muestra Otrxs Fronterxs – Historias de migración, racismo y (des)arraigo, que se exhibió el 2019 en el Museo de la Memoria.

Formas de etiquetado

Que los taxistas interroguen a Kwame Anthony Ap­piah acerca de quién es, no se debe, al menos no exclu­sivamente, a la curiosidad malsana de los conductores. En la introducción a Las mentiras que nos unen, señala que es hijo de padre ghanés y madre inglesa, por lo que aunque no es blanco habla lo que solía llamarse “inglés de la reina”. No solo por esto su interés en la identi­dad es personal, pues en la coda del libro informa que además es homosexual y está casado con otro hombre, por lo que el suyo es en parte un libro de filosofía y en parte autobiografía.

Appiah parece más complicado por las divisiones que las identidades generan, que satisfecho con la po­sible cohesión que puedan crear. Las identidades clasi­fican a los individuos, se adhieren como etiquetas que configuran las ideas propias sobre cómo comportarse, lo mismo que la manera en que los otros lo conside­ran o tratan, señala. Otras propiedades que se unen a la identidad son el tribalismo (por razones evolutivas) y el “esencialismo”, que se apresura a desestimar: las identidades cambian en el transcurso del tiempo. Pero el esencialismo se pega a la identidad, sobre todo al gene­ralizar sobre personas y grupos: “Es más probable que esencialicemos grupos sobre los que tenemos ideas ne­gativas; y más probable que tengamos ideas negativas sobre grupos que hemos esencializado”.

Según el autor, la idea de cada cual sobre su identi­dad está ligada a su entorno: su familia, primero, pero luego extiende ramificaciones en varias direcciones: la nacionalidad, el género, la clase, la sexualidad, la raza o la religión. Appiah, mediante variadas referencias his­tóricas y literarias, dedica un capítulo a cada aspecto, pero destaca que la de género es quizá la forma más antigua de identidad, una que subyace y comparte los problemas de otras identidades, por lo que entenderla (así como al proyecto de la filosofía feminista) es cen­tral en el primer capítulo.

De acuerdo a su síntesis, la distinción sexual entre hombre y mujer, sobre la base de los tipos biológicos y el análisis cromosómico, es apenas una posibilidad dentro de la gran variedad de combinaciones probables. Menciona variaciones o desajustes entre la apariencia externa y los cromosomas sexuales, como el síndrome de insensibilidad a los andrógenos o el síndrome de Turner y otros, todos los cuales son estadísticamente raros, pero muestran que incluso a nivel de morfología física no existe una división exacta de los seres huma­nos en dos sexos.

Lo que las teóricas feministas habrían enseñado a ver es que al hablar de hombres y mujeres, u otros gé­neros, no se habla solamente de cuerpos. Por eso ellas distinguen entre sexo (situación biológica) y género (el conjunto de ideas sobre cómo son y cómo deben comportarse mujeres y hombres). Si las identidades involucran etiquetas y estereotipos, eso es particu­larmente notorio en el caso del género. La etiqueta de hombre o mujer implica suposiciones no solo sobre los intereses sexuales sino sobre la forma de caminar o de hablar, entre muchas otras. A propósito de gé­nero y feminismo, Appiah refiere el concepto creado por Kimberlé Crenshaw de “interseccionalidad”, sobre las complejas for­mas en que las identida­des interactúan generan­do efectos que no son la suma de cada una. Así, el racismo puede hacer que hombres blancos teman a los hombres negros y abusen de las mujeres ne­gras; la homofobia llevar a hombres a violar mujeres homosexuales y asesinar a hombres homosexuales.

Con todo, en su apro­ximación al género Ap­piah ni siquiera menciona a dos teóricas, la filósofa Judith Butler y la socióloga Eva Illouz, que han in­dagado en aspectos como la identidad genérica y los cambios en los roles masculinos y femeninos en el sistema capitalista.

Identidad de género y roles sexuales

En mayor o menor medida, todos los libros de Judi­th Butler plantean preguntas sobre la formación de la identidad y la subjetividad, pero su huella más notoria en el mundo intelectual sigue siendo su examen de la relación sexo-género, y sus implicaciones para la teoría y la política del feminismo. Si se parte de la idea de que el género es algo que se construye y que no está natu­ral o inevitablemente conectado al sexo, la distinción misma parece volverse inestable. Butler ha insistido en ese cuestionamiento. Para ella, esa opción implica una “matriz”, un orden en que hombres y mujeres se su­ponen dirigidos o casi forzados a la heterosexualidad, excluyendo otras sexualidades o “disidencias”. Otra manera de cuestionar esto es su noción de “performati­vidad” del género, destacando prácticas paródicas como el drag o travestismo. En su libro más famoso, El género en disputa (1990), plantea que el drag pone en eviden­cia la ilusión del género como una identidad original y permanente, y sirve para entenderlo como una esce­nificación. El género no es algo que se es sino que se actúa, un “hacer” en lugar de un “ser” o –como diría el cantante Arjona, el príncipe de la asonancia afectada–, es un verbo y no un sustantivo.

Lilla considera que se está haciendo una ‘política Facebook’, centrada en la identidad de ciertos grupos en vez de tener como eje los asuntos comunes. Lamenta que el auge de los ‘movimientos’ vaya en desmedro de una política de partidos.

Eva Illouz, por su parte, ha escudriñado en lo que llama “capitalismo emocional”: los efectos del modelo capitalista en los sentimientos y su gestión, favore­ciendo lo terapéutico, la autoayuda, el consumo, todo lo cual afecta los roles mas­culinos y femeninos. En dos de sus libros más recientes aborda el asunto. En Por qué duele el amor (2012), postu­la que el amor se ha vuelto doloroso para las mujeres, que se tienen por sujetos autónomos pero su autono­mía se valida al ser deseadas. Antes, desde el amor cortés medieval, la mujer tenía en este ámbito el estatuto ele­vado de la “amada”; en cam­bio actualmente se han di­fuminado todos los códigos amorosos. Aunque sufrir por amor no es algo nue­vo, hoy se percibe como un agravio o una amenaza, so­bre todo para la mujer, dada la asimetría entre hombres y mujeres que el capitalismo ha provocado o acentuado. Según la autora, ni la li­bertad sexual ni el feminismo han ayudado. Ahora los hombres se preocupan menos de las familias, tienen sexo sin matrimonio (gracias a la revolución sexual) y su identidad masculina está más en el espacio labo­ral. Hay una condición desigual, porque las mujeres siguen siendo dependientes de la familia y de la defi­nición social de la feminidad, a través, especialmente, de la maternidad, lo cual presenta otros factores de disparidad, como el tiempo biológico. Ahondando en esto, Illouz, que no pocas veces se ha valido de la cul­tura popular, en Erotismo de autoayuda (2014) analiza la trilogía Cincuenta sombras de Grey como demostra­tiva de las relaciones de género actuales: una fantasía de seguridad emocional como la representación de un “patriarcado protector” y una apariencia superficial de política sexual feminista, que muestra la nostalgia de roles de género más definidos.

Otras identidades

Appiah, por supuesto, dedica su libro a varios otros aspectos identitarios, como religión, nación, raza, cla­se y cultura. De manera curiosa, sus observaciones sobre ciertos problemas suelen ser más interesantes e informativas (y centradas en Inglaterra) cuando menos acuciantes son. Por ejemplo, la clase social, categoría que ahora al menos en las sociedades posindustriales quizá no une ni crea sentido de comunidad con la mis­ma intensidad que la religión o la nación. Allí, refiere las dificultades que la categoría entraña, desde definirla a configurarla (no todo se explica por el dinero ni por el estatus) o los mecanismos para reconocerse: Appiah recuerda que la escritora Nancy Mitford alguna vez es­cribió un ensayo mostrando parte del vocabulario por el cual se reconocían las clases altas inglesas.

Sus otras cavilaciones suelen combinar sentido común y corrección política: la religión, claro, no es únicamente un conjunto de creencias de índole espi­ritual, lo cual lo lleva a reflexionar sobre escrituras e interpretaciones o las paradojas del fundamentalismo. La nación, claro, es un desafío para la democracia li­beral, pues depende de un ideal cívico fuerte “para dar sentido a la ciudadanía”, pero debe ser compartido por gente con distintas razas y religiones. La cultu­ra, obvio, requiere precisiones históricas: la “europea” no es solo occidental o cristiana, como el estudio de la filosofía y la ciencia griegas en el mundo musul­mán demuestra, lo que lo lleva a cuestionar tanto el “eurocentrismo” como el “afrocentrismo”, pues ambos necesitan una esencia unificadora.

Una característica distintiva de Appiah es mezclar consideraciones generales con relatos de personas con­cretas. Al abordar la raza, por ejemplo, refiere la historia de Anton Wilhelm Amo, un negro llevado niño a Ámsterdam, en 1707, el primer africano negro doctorado en filosofía en Europa, aunque según Appiah su historia no se veía entonces por el lente racial: fue cierta ciencia de los siglos XVIII y XIX la que generó una concepción racial para explicar diversos aspectos de las personas (recuerda que Kant sostuvo que alguien fuera comple­tamente negro probaba su estupidez). Su tratamiento de la clase social también está entrelazado con una vida: la del activista inglés igualitarista Michael Young (inventor de la palabra “meritocracia”), quien ya viejo aceptó entrar a la aristocracia como Barón porque ne­cesitaba el dinero.

No solo Young cae en contradicciones. Appiah no pierde ocasión de deplorar el “esencialismo”: las escri­turas fijando una religión o lenguas y costumbres, una nación; el sexo determinando un género; la idea de la unidad racial o la de una clase que se lleva en los hue­sos. Pero si todas estas esencias inducen a error, parece razonable rechazar el concepto mismo de identidad. Appiah, en cambio, admite como útil o necesario adop­tar estas etiquetas: son “las mentiras que nos unen”.

Afinidades electivas

A la pregunta “¿quién soy”, se podría responder, como en el poema de Nicanor Parra: “Yo soy el Individuo”. Más allá de la discusión filosófica de la persistencia en el tiempo del mismo sujeto o su conciencia, una serie de tradiciones postulan que existe un “yo” que no es de­finido por las cualidades adscritas por el medio social, un “yo” que permanece aunque cambien sus atributos, que no depende de sus bienes o su prestigio (clase), ni del credo religioso (generalmente familiar y mudable por otro o ninguno) ni de la nacionalidad (determinada por nacer en cierto territorio, también modificable). La identidad sería la construcción personal de un “yo” a través de la elección de una serie de características y valores; incluso la identidad sexual puede entenderse como una opción, en cuanto no estamos biológicamen­te condenados a una determinada sexualidad. Que las identidades se escojan puede ser una fantasía liberal, pero una no del todo descabellada, por más que sean un poco “mentiras”, al decir de Appiah, o un poco ficticias.

Mentiras o no, las identidades sirven como vi­sión de mundo y, también, como mecanismo de vindicación y acción política. Justamente las “políti­cas de identidad” surgidas a mediados del siglo XX para reparar viejas injusticias, según afirman Lilla y Fukuyama, habrían agrupado a los individuos “malo­grados” como fuerzas disgregadoras, resentidas, pre­ocupadas de sus particulares intereses en vez del bien común ciudadano. A eso habría que agregar el auge y/o éxito de corrientes políticas de inspiración popu­lista, con base identitaria, que incorporan a grupos unidos menos por la afinidad que por el objeto de su odio, resentimiento o miedo: los poderosos, los ricos (en el caso improbable de que no sean los mismos), los políticos tradicionales, los inmigrantes. El temor es que se logren mayorías electorales por la agrega­ción de minorías con proyectos sin coherencia (esto no deja de ser curioso, considerando que las mujeres, por ejemplo, casi en ningún lugar del mundo son una minoría, salvo en países como China o India, donde por tradición cultural –más la política de planifica­ción familiar china– se prefiere a los hijos varones). Pero resulta que tal vez las mayorías políticas siem­pre han sido eso, lo mismo que la identidad personal: la suma de muchas partes incongruentes.

 

Las mentiras que nos unen, Kwame Anthony Appiah, Editorial Taurus, 2019, 328 páginas, $15.000.

 

Identidad, Francis Fukuyama, Editorial Deusto, 2019, 208 páginas, $37.900.

 

El regreso liberal, Mark Lilla, Editorial Debate, 2018, 160 páginas, $9.000.

 

El género en disputa, Judith Butler, Editorial Paidós, 2019, 316 páginas, $14.900.

 

Por qué duele el amor, Eva Illouz, Editorial Katz, 2012, 362 páginas, $28.000.

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