Tres siglos de Adam Smith

¿Por qué sentimos mayor simpatía por algunas personas que por otras? ¿Por qué nos causa más empatía el sufrimiento de un niño que el de un asesino? ¿Cómo sostenemos relaciones pacíficas con quienes no conocemos? El puzle de la naturaleza y las pasiones humanas, y cómo estas interactúan con las instituciones, fue el desafío de toda la carrera intelectual de Adam Smith. En dicha búsqueda, el pensador escocés trascendió las fronteras de la economía y advirtió acerca de múltiples variables que incluso hoy orientan —o debieran orientar— la manera en la cual vemos la sociedad comercial actual.

por Pablo Paniagua y Álvaro Vergara I 30 Octubre 2023

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Hace 300 años, frente a las gélidas aguas del Mar del Norte, en Kirkcaldy (Escocia), nació Adam Smith, uno de los pensadores más influyentes en todo el pensamiento político y económico posterior. Este año, en todo el mundo, se celebra este acontecimiento con sendos eventos, por lo que es pertinente que en Chile tengamos una reflexión más profunda sobre su pensamiento.

De forma muy reduccionista se define hoy a Smith como “el padre de la economía moderna”. Se suele además citar La riqueza de las naciones para destacar la importancia de la libertad económica y, al mismo tiempo, se utiliza La teoría de los sentimientos morales para demostrar que el liberalismo da forma a una sofisticada doctrina moral. Desde esta perspectiva, se argumenta que el liberalismo conforma una doctrina integral, que se preocupa tanto por nuestras necesidades materiales (homo economicus) como por nuestras altas pretensiones morales (homo moralis). Esto es lo que el Premio Nobel de Economía Vernon Smith llama hoy Humanomics —que es justamente el título de su último libro y que podríamos traducir como “una economía liberal humanista”. De esta forma, Smith demostraría, en la práctica, que la acción humana no sería puro egoísmo y que dichas acciones de forma indirecta —y quizás sin siquiera saberlo— contribuyen además al bienestar de la comunidad.

En Chile, salvo contadas excepciones, pocos han leído y reflexionado sobre los postulados que Smith desarrolló en sus diferentes obras. Podríamos decir que su fama precede por lejos a su estudio. Smith, en efecto, desarrolló una teoría sobre la naturaleza y el comportamiento humanos en general. Y si algo alimentó sus inquietudes intelectuales, fue la necesidad de descubrir qué motivaba a las personas a actuar y cómo dichas motivaciones eran alteradas por las instituciones. ¿Por qué un peatón tomó un determinado camino y no otro? ¿Por qué sentimos mayor simpatía por algunas personas que por otras? ¿Por qué nos causa más empatía el sufrimiento de un niño que el de un asesino? ¿Cómo sostenemos relaciones pacíficas con quienes no conocemos? El puzle de la naturaleza y las pasiones humanas, y cómo estas interactúan con las instituciones, fue el desafío de toda su carrera intelectual. En dicha búsqueda, este pensador sistematizó diversas conclusiones clave que podrían orientar la manera en la cual vemos nuestra sociedad comercial actual.

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A diferencia de lo que se suele difundir en las universidades y en la discusión pública, Smith no sostiene jamás que el humano sea un sujeto calculador que busca maximizar su utilidad a cada momento. El comportamiento humano, comúnmente, excede al pensamiento racional calculador, ya que son otros los motivos y sentimientos que también influyen en nuestras acciones. Como ha quedado confirmado en el campo de la economía del comportamiento, nuestros sentimientos están lejos de ser meros ejercicios calculadores, puesto que estos se ven influenciados constantemente por diversas dimensiones de lo humano, como la moral, la política, la sociedad en que nos desenvolvemos o nuestra propia psicología y nuestras emociones. En ese sentido, a diferencia de Bernard Mandeville, Smith no cree que la vida en sociedad se basa solo en la satisfacción de vicios privados que generen beneficios públicos. Esto lo afirma expresamente en la Teoría de los sentimientos morales, en una crítica contundente a Mandeville, que fue el autor de la Fábula de las abejas.

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A pesar de ser criticado por un supuesto “economicismo”, Smith es un pensador con una profunda formación en las fuentes de los autores clásicos, sobre todo en el pensamiento estoico de Séneca y Marco Aurelio. Pero a diferencia de estos últimos, Smith decidió incorporar como parte fundamental de su reflexión otras dimensiones de la vida social a través de sus estudios multidisciplinarios y empíricos. De ahí su interés por la economía o, más certeramente, por la economía política y por la “mano invisible” que coordina el mercado. En relación con el mercado, Smith reconoce que somos animales que buscan el progreso en todas las dimensiones de la vida, tanto a nivel individual como colectivo o familiar. Smith nota que la necesidad de colaborar no proviene de “ninguna sabiduría humana”, sino que es la consecuencia de una propensión de la propia naturaleza: dependemos de los demás a través del intercambio. En el pensamiento de Smith, el hombre “está casi permanentemente necesitado de la ayuda de sus semejantes, y le resultará inútil esperarla exclusivamente de su benevolencia”.

A diferencia de lo que se suele difundir en las universidades y en la discusión pública, Smith no sostiene jamás que el humano sea un sujeto calculador que busca maximizar su utilidad a cada momento. El comportamiento humano, comúnmente, excede al pensamiento racional calculador, ya que son otros los motivos y sentimientos que también influyen en nuestras acciones.

Smith reconoce que poseemos un instinto que nos hace ayudar a los demás, pero que lamentablemente es insuficiente para sobrevivir en un mundo amplio en donde no conocemos a todos, y la benevolencia, entonces, posee límites naturales. Por tanto, la conclusión es evidente: una sociedad compleja y productiva no puede sostenerse ni nosotros tampoco podemos vivir de la caridad de otros. El trabajo requiere esfuerzo, y aquellos que pueden colaborar y no decidan hacerlo pueden terminar agotando la simpatía que los demás sienten hacia ellos. Esa constatación, por cruda que sea, da paso a una conducta clave y que tiene lugar de la mano de la formación de otros fenómenos sociales, como el lenguaje y la cultura: el intercambio.

Según Smith, el hombre es el único animal capaz de realizar acciones de compra, venta, permuta o donación bajo ciertos rangos de reciprocidad. El autor de La riqueza de las naciones afirma lo siguiente: “Todo trato es: dame esto que deseo y obtendrás esto otro que deseas tú; y de esta manera conseguimos mutuamente la mayor parte de los bienes que necesitamos”. Es decir, en una sociedad moderna, para poder alcanzar nuestros objetivos, debemos sobre todo apelar y satisfacer los objetivos de los demás de forma pacífica y, en consecuencia, promover el bienestar ajeno en situaciones donde la benevolencia tiene límites.

A nivel moral, Smith era un empírico y un realista, que consideraba la simpatía y la benevolencia como características humanas fundamentales, pero que, en sí mismas, escasean en las personas y, por ende, son difíciles de extender fuera de la familia y los vínculos sanguíneos. Una sociedad moderna, compleja e impersonal no puede ser sostenida a través de la benevolencia ni a través del pillaje y los vicios. Es aquí donde entra una de las ideas más trascendentales de Smith: el poder coordinador e impersonal de la mano invisible del mercado.

Para Adam Smith, es el mercado —con un buen marco de reglas que promuevan la competencia y respeten la propiedad privada— el orden espontáneo que ayuda a sostener una forma de coordinación y de cooperación pacífica a través de la división del trabajo y el intercambio, precisamente ahí donde la benevolencia y la caridad no llegan. De esta forma, ayudando a aumentar nuestra productividad (alcanzando rendimientos crecientes de escala) y, al mismo tiempo, empujándonos a que dependamos cada vez más de otros seres humanos para vivir; extendiendo nuestra cooperación hacia personas que ni siquiera conocemos y, más importante aún, apelando al interés de estas en vez de apelar al pillaje, a la violencia o al interés propio.

Este profundo análisis económico, que surge de observaciones antropológicas y morales, dista mucho de aquella visión ingenua y superficial de muchos libertarios que creen que el egoísmo es siempre bueno y conducente al bienestar. Como reconociera Hayek, “es un error que Adam Smith haya predicado el egoísmo: su tesis central nada dijo con respecto a cómo debían usar los individuos el aumento de sus entradas… Le preocupaba cómo facilitar a la gente contribuir al producto social en la forma más amplia posible”.

Así, la cooperación a través de la compleja división del trabajo es uno de los principios de organización social trascendentales en una sociedad moderna. Nuestras limitaciones individuales, por un lado, y la escasez de cara a las infinitas necesidades, por el otro, nos obligan a cooperar a través de la mano invisible y la división del trabajo para superar la tensión entre nuestras capacidades limitadas y recursos insuficientes y las abundantes necesidades de la sociedad. Como lo evidencia el sociólogo Fernando Uricoechea, “una vez que la división del trabajo esté establecida por completo, solo una pequeña parte de las necesidades materiales de los individuos acaba siendo satisfecha por el producto del trabajo personal”.

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Smith reconoce que poseemos un instinto que nos hace ayudar a los demás, pero que lamentablemente es insuficiente para sobrevivir en un mundo amplio en donde no conocemos a todos, y la benevolencia, entonces, posee límites naturales. Por tanto, la conclusión es evidente: una sociedad compleja y productiva no puede sostenerse ni nosotros tampoco podemos vivir de la caridad de otros.

Smith además se aleja de la idealización de la vida en común. Para él, la búsqueda de riquezas, gloria o reconocimiento es una “superchería” que “despierta y mantiene en continuo movimiento la laboriosidad de los humanos”, y es, por ende, útil. Lo que de alguna manera logra transmitir cierto sentido: si no lográramos superarnos a cada momento, mejor sería quedarnos de brazos cruzados. Por supuesto, no todos los humanos cuentan con esta disposición vital, pero al menos la mayoría sí la tiene, como se puede constatar en el funcionamiento de las ciudades: si la mayoría dejara de trabajar para convertirse en monjes que viven de la caridad ajena, la sociedad se desintegraría en poco tiempo. La paradoja de la benevolencia en sociedad es esta: si todos abandonáramos los intercambios y nos convirtiéramos en ángeles de la caridad que salen a las calles a ayudar directamente al prójimo, probablemente moriríamos todos de hambre y la civilización dejaría de existir. Es por este motivo que el mercado es una buena extensión social que complementa a la benevolencia y, de forma indirecta, ayuda a generar más bienestar que la caridad directa.

Según Hayek, “la gran realización de Adam Smith es el reconocimiento de que los esfuerzos de un hombre podrán beneficiar a más gente y, en general, satisfacer mayores necesidades, cuando este hombre se deja guiar por las señales abstractas de los precios más que por las necesidades perceptibles, y que por este método podemos superar mejor nuestra ignorancia sistémica acerca de la mayoría de los hechos particulares, y podemos también usar mejor el conocimiento de las circunstancias concretas, tan ampliamente dispersas entre millones de seres individuales”.

En otras palabras, la paradoja —y al mismo tiempo la virtud— de la sociedad comercial es que podemos producir más bienestar general y más riqueza cuando no satisfacemos directamente nuestras necesidades, ni tampoco las necesidades visibles de nuestros amigos o prójimos, sino que generamos más bienestar cuando buscamos satisfacer nuestras necesidades de manera indirecta, al saciar primero las necesidades de personas que ni siquiera conocemos y al cooperar con toda la sociedad en su conjunto, a través de las señales abstractas del mercado. Gracias a Adam Smith, entonces, comprendemos que una de las ventajas de la impersonal mano invisible de los mercados es que minimiza o baipasea la necesidad de tener que resolver directamente problemas de asignación de recursos y coordinación de actividades productivas a través de mecanismos explícitos de elección social (por ejemplo, a través de mecanismos políticos o de acción colectiva) que bien podrían generar grandes conflictos entre las visiones disímiles de las personas.

Lamentablemente, debido a las intensas pasiones que despiertan estos sentimientos, las personas caen en comportamientos como el engaño, la colusión, el abuso y otros, los cuales Adam Smith condena categóricamente. Por ello, él considera fundamental el papel que desempeñan las instituciones formales e informales dentro de la sociedad, en particular el rol del Estado en promover la libre competencia y generar un marco legal propicio para que la mano invisible genere prosperidad. De hecho, algunos economistas argumentan que Smith inició la “economía institucional”, corriente predominante durante las últimas décadas con premios Nobel como Douglas North, Elinor Ostrom y Ronald Coase, entre otros. Son finalmente las buenas instituciones y las virtudes, las normas morales —no los vicios y el egoísmo rampante— las que permiten la coexistencia pacífica y deseable entre los grupos humanos, extendiendo la división del trabajo y la productividad más allá de la familia, los vínculos sanguíneos y las tribus.

Sin duda, la obra de Smith es todavía uno de los puntos más altos del pensamiento de Occidente y trasciende el ámbito económico. Más que el “padre de la economía moderna”, el filósofo escocés fue más bien un pensador multidisciplinario en la intersección entre la filosofía, la política y la economía, dejando así un legado y patrimonio intelectual de valor incalculable. A tres siglos de su nacimiento, hoy seguimos sobre los hombros de un gigante, descubriendo nuevos horizontes intelectuales y sentimientos morales.

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