Violación: el método Greer

Mary Beard, una de las intelectuales más queridas de Inglaterra y quien fuera violada en un tren cuando viajaba por Italia, en el año 1978, comenta en este ensayo uno de los libros más controvertidos del último tiempo: Sobre la violación, de la igualmente controvertida feminista Germaine Greer. ¿Por qué resultó tan irritante esta publicación? Beard sugiere que el debate está aguzado por el poder corrosivo de Greer, pero también están en juego prejuicios históricos, falencias del sistema legal, el sentimiento de humillación de las víctimas y la espinuda discusión en torno al consentimiento.

por Mary Beard I 5 Noviembre 2020

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En 1971, Germaine Greer fue la presentadora de dos episodios del Dick Cavett Show en la televisión estadounidense. Cómo fue que pasó de ser una invitada en el programa mientras promocionaba La mujer eunuco a ser su presentadora suplente, es algo que no está claro (la sospecha es que la cadena ABC pensó que “la feminista descarada que incluso a los hombres les gusta” —en palabras de la revista Life— sería un arma útil en la guerra por el rating). Pero ella, brevemente, cambió la cara del programa. El tema de la primera discusión fue el aborto, entonces ilegal en muchos estados; el tema de la segunda fue la violación, y abrió un nuevo terreno no solo, en primer lugar, al hablar acerca de violación, sino al permitir que una mujer que había sido violada hablara por sí misma (aunque permaneció en el anonimato). El programa se emitió cuatro años antes de la publicación del libro de Susan Brownmiller Contra nuestra voluntad, al que usualmente se le atribuye el haber abierto el debate sobre la violación y haber puesto el poder masculino antes que el deseo sexual en el centro de esa discusión. Greer presentaba la violación como un crimen del patriarcado, incrusta­do en la noción de que es un deber de la mujer estar sexualmente disponible para los hombres; expuso la falta de simpatía de la policía al tratar casos de violación y la tendencia general a culpar a la víctima.

En Germaine (Scribe, 2018), la biografía no autorizada de Greer, Elizabeth Kleinhenz a veces se ve incómo­damente atrapada entre la fascinada admiración por Greer y la irritación, porque Greer se negó a cooperar con su proyecto. La irritación es comprensible: si, como hizo Greer, uno vende su archivo a una biblioteca importante, debe esperar que la gente quiera trabajar en él –y en uno. Kleinhenz, sin embargo, ofrece un recuento bastante juicioso del contexto inmediato de las apariciones de Greer en el Dick Cavett Show (ella estaba disfrutando entonces de un inmenso recono­cimiento popular por La mujer eunuco, mientras que al mismo tiempo era vilipendiada por feministas de línea dura por venderse a los medios de comunicación por suculentas recompensas). Kleinhenz acertadamente destaca el impacto de los programas, una medida de lo cual es la correspondencia que siguió: Greer recibió más cartas que nadie en la historia del programa; más de 400 se conservan en su archivo en la Universidad de Melbourne.

Unas pocas de esas cartas son suficientes para recordarnos que la hostilidad del Twitter moderno no es nada nuevo. Uno de quienes le escribe amenaza a Greer con un manotazo, otro observa que ella es tan repugnante que, de cualquier manera, proba­blemente nunca necesite un aborto; y luego está la lista familiar de crímenes que cometen las mujeres: no haberse cepillado el pelo, “verse como una puta gastada”, no tener “nada que hacer sentada en la silla del entrevistador” y así sucesivamente. Pero la gran mayoría de las respuestas fueron de per­sonas que la aplaudieron por plantear los temas y manejarlos con tanta sen­sibilidad. Varias mujeres que habían sido violadas escribieron para decir lo agradecidas que estaban. Como señaló una de ellas, “ser capaz de hablar sobre la violación en televisión es heroico, honesto, necesario y una contribución incalculable para muchas mujeres desorientadas”.

¿Cómo es entonces que, unas pocas décadas des­pués, Greer ha escrito un libro “profundamente mal informado” sobre la violación, que ha sido criticado por suavizar el crimen, por “avergonzar a las víctimas que permiten verse profundamente afectadas por una violación” y por enfocarse en las “fantasías de viola­ción” de las mujeres, mientras aboga por sanciones más bajas para los violadores, como si simplemente tuviéramos que “aceptar la violación como ‘parte de la sicopatología de la vida cotidiana’”? Peor aún, ¿cómo pudo ella arengar al público en el Hay Festival del año pasado, “adoptando la postura como de una Katie Hopkins del feminismo radical”, sostener que la violación “a menudo no era un crimen ‘espectacular­mente violento’”… sino, la mayoría de las veces, solo “flojo, descuidado e insensible”, mereciendo quizá 200 horas de servicio comunitario, o tal vez la letra “V” tatuada en la mejilla del culpable? ¿Es realmente el caso, como afirmó Naomi Wolf, una de las reseñistas más hostiles del libro, que “una de las mejores mentes de su generación” ha despertado de una siesta de 40 años solo para “equivocarse, una y otra vez, en errores largamente desacreditados del pasado lejano”?

Germaine Greer aclara esto en Sobre la violación, donde insiste en que la forma en que las mujeres ‘ceden’ al sexo que no quieren con sus parejas de mucho tiempo no es menos corrosiva, ni menos degradante para su opinión de sí mismas, que la ‘violación’ de la que hablamos usualmente.

Si estas fueran realmente las opiniones de Greer sobre la violación, ella merecería la animosidad que se ha dirigido en su contra. Felizmente, no lo son. Muchas de las críticas tanto del libro como de su conferencia del Hay Festival fueron una combinación de tergiver­sación y de descuidada (o deliberada) cita selectiva. Es difícil creer que quienes atacaron la conferencia hayan asistido a ella o la hayan visto en línea (donde todavía está disponible). Gran parte de la charla de 30 minutos está ocupada por el muy poderoso recuento de Greer de casos recientes en los que brutales violadores fueron absueltos, y de la forma en que el trauma inicial de la víctima se duplicó por la indigni­dad del proceso legal y la humillación de no ser creíble. También aborda su propia vio­lación, hace 60 años, y explica por qué no lo denunció a la policía. Son razones (no solo el imperativo de querer ir a casa y limpiarte de él) que cualquier persona –incluida yo misma– que haya sido violada y no haya llevado el asunto más allá, entendería.

Las citas incendiarias, a menudo alegremente referidas como evidencia en su contra, son solo “pre­cisas” en el sentido más limitado de la palabra. Greer dijo en Hay Festival que la violación es más veces sí que no “floja, descuidada e insensible”. Pero, como el contexto deja en claro, esto no fue para atenuar la violación como es entendida convencionalmente, sino para destacar las otras versiones del sexo no consensual que generalmente nos negamos a ver en esos términos. Ella aclara esto en Sobre la violación, donde insiste en que la forma en que las mujeres “ce­den” al sexo que no quieren con sus parejas de mucho tiempo no es menos corrosiva, ni menos degradante para su opinión de sí mismas, que la “violación” de la que hablamos usualmente (correcto o no, este es un punto muy diferente y uno serio). También es cierto que sugirió, en respuesta a una pregunta del público, que 200 horas de servicio comunitario podrían ser una pena adecuada para la violación. Pero eso fue en el contexto de un argumento más amplio: que si deseamos asegurar más condenas por violación, tendremos que pagar el precio de sanciones más leves. Su respuesta también fue, me atrevo a decir, un poco festiva. ¿Es apropiado ser festivo en el contexto de la violación? Algunos pensarían que no. Pero el público en la con­ferencia parece haber estado feliz. Aplaudieron la idea de tatuar a los violadores con una “V” (Rosie Boycott, que moderaba la mesa, hizo la sugerencia igualmente festiva de que los violadores podrían ser implantados con microchips).

En su conferencia, Greer intentaba invalidar algunas presunciones sobre la violación y pensar de manera diferente sobre cómo procesarla y castigarla, para poner fin al estancamiento actual. Es difícil imaginar que las cosas empeoren: apenas un pequeño número de juicios exitosos, que posiblemente pueden no reflejar verdaderos niveles de culpa; aquellas mujeres que denuncian un delito se sienten nuevamente agredidas por los procedimientos invasivos que acompañan la investigación (el interrogatorio en la corte es apenas uno). Varios de los que hicieron preguntas en Hay Festival presionaron a Greer con bastante dureza: algunos discrepaban no con su “vergüenza de la víctima”, sino con lo que veían como su enfoque “víctimo–céntrico”. Ella Whelan, columnista de Spiked y autora de What Women Want: Fun, Freedom and an End to Feminism, afirmó que Greer desempoderaba a las mujeres al enfocarse en el consentimiento y en la problemática naturaleza de esa noción (“Soy absolutamente capaz de decir sí o no, incluso si tomé un vaso de vodka”, era la línea de Whelan). Otra de las personas que interrogaban se preguntó si Greer estaba siendo injusta con los hombres. ¿Realmente los hombres aman a sus madres menos de lo que las madres aman a sus hijos, como ella había afirmado? “Probablemente”, dijo Greer.

 

Además de Sobre la violación, se pueden encontrar en español los libros de Germaine Greer (1939) La mujer eunuco, La mujer completa y El cambio.

Muchos de estos temas se discuten en Sobre la violación. El libro, o folleto (90 páginas, es realmente lo que es), se pregunta por qué el sistema legal moderno no logra obtener condenas por violación; por qué tan pocas personas entablan causas contra sus violadores, con éxito o no; y considera las dificultades de enfrentarse en los tribunales y los dilemas del consentimiento (la cantidad de datos que ahora se pueden ofrecer como evidencia ha complicado este aspecto. En el propio caso de Greer, como explicó en la conferencia, el violador la obligó a gritar “viólame”, lo que no hubiera jugado a favor de ella en el tribunal si se hubiera grabado, como ahora podría hacerse, en el teléfono celular del acusado). Hay numerosas tergiversaciones de todo esto por parte de los críticos de Greer. Para tomar solo un pequeño pero revelador ejemplo, ella escribe sobre las fantasías de violación de las mujeres, pero úni­camente para descartarlas como algo sin importancia para la agresión sexual. Su punto (como reconocieron algunos críticos) es que en las fantasías de las mujeres, ellas tienen el control.

El planteamiento de Greer no es un alegato para “ser más suave” con la vio­lación. Ella está tratando de argumentar que el sexo no consensuado –con su humillación a largo plazo, repetida y de bajo impac­to para las mujeres– está mucho más extendido (“en la sicopatología de la vida cotidiana”) de lo que nos gustaría admitir. Después de todo, fue solo en 1991 que la violación dentro del matrimonio se reconoció como un delito en la ley inglesa. Incluso ahora, muy pocas esposas saben que tienen alguna acción contra el sexo no deseado, y que no sea visitar la estación de policía local (es un precio que muchas mujeres están dispuestas a pagar por la vida conyugal y las otras “ventajas” del matrimonio). Greer también dice que si no podemos lidiar con el crimen de violación mediante las estrategias legales tradicionales, podríamos tener que buscar una aproximación radicalmente nueva. Si uno de los principales factores que impiden las condenas es el criterio central del consentimiento (los jurados no pueden condenar si existe la más mínima duda de que el violador pudiera haber creído que la víctima consintió), entonces tal vez deberíamos reducir la carga de la prueba. Pero, si hacemos eso (para necesariamente desventaja del acusado), se sigue que debemos reducir la pena. Este no es un intento de disminuir la gravedad del crimen. Tanto si le gusta la idea como si no, la afirmación de Greer es que au­mentar las tasas de condena es más importante que garantizar un castigo prolongado: mejor 100 hombres declarados culpables que dos encerrados durante cinco años. Poco de esto fue reconocido en el furor que siguió a la publicación del libro.

El hecho de que Sobre la violación haya sido am­pliamente tergiversado no significa que sea un libro totalmente logrado o que la conferencia no haya tenido sus fallas. La actuación de Greer en Hay Festival aparentemente fue hecha sin notas, lo que sumado a la inmediatez de sus palabras, disminuyó la coherencia estructural de su argumento. Su noción de que la “heterosexua­lidad” está en problemas porque nos hemos olvi­dado de la comunicación implicada en “hacer el amor” es extrañamente nostálgica, sensiblera y no del todo pertinente; la broma de que Harvey Weinstein era malo en el sexo pudo haber logrado una buena carcajada, pero no nos llevó más allá. El libro repite algunas de estas afirmaciones (“la heterosexualidad está en serios problemas”, escribe casi al final, sin decir por qué esto es particularmen­te así ahora, o cómo se relaciona con otras cosas que discute, como el comportamiento de Julian Assange o los millones de orgasmos fingidos cada semana en el Reino Unido). Y, más concretamente, hay serias inconsistencias, que no se pueden excusar por la espontaneidad o por ser fruto de la casualidad o por las bromas en las salas de conferencias.

El planteamiento de Greer no es un alegato para ‘ser más suave’ con la violación. Ella está tratando de argumentar que el sexo no consensuado –con su humillación a largo plazo, repetida y de bajo impacto para las mujeres– está mucho más extendido (‘en la sicopatología de la vida cotidiana’) de lo que nos gustaría admitir.

En la primera página, Greer reduce su tema a “la penetración de la vagina de una persona del sexo femenino que no desea ser penetrada por medio del pene de una persona del sexo masculino”. Este fue uno de los principales errores identificados por los críticos: ¿qué pasa con la violación oral o anal? ¿Qué pasa con los instrumentos que no sean el pene? ¿Qué pasa con los hombres como víctimas? Si la restricción es justificable o no (para un libro tan corto, creo que probablemente lo es), los críticos no se percataron de que ella, de hecho, no conserva su propia definición. Solo 20 páginas después, describe un horrible caso de violación anal en el que el violador fue absuelto en apelación –el juez fue convencido de que el violador creía que la mujer había dado su consentimiento, aunque ella creía que no lo había hecho. Hay una inconsistencia similar en la perspectiva de Greer respecto de los violadores. Por un lado, ella quiere ver la violación como un asunto mucho más “común” de lo que a menudo se admite, siendo algo que ocurre regularmente en los dormitorios de las zonas suburbanas. Por otro lado, en otro momento identifica a los “violado­res” en el sentido más tradicional de la palabra, como una clase casi pro­fesional de delincuentes reincidentes (según una base de datos que cita, ellos cometen el 90% de los ataques). No queda claro cómo piensa ella que esos muy diferentes panoramas de la violación se relacionan entre sí. ¿Es la “violación cotidiana” una categoría diferente de los ataques hechos por delincuentes seriales? Si es así, ¿eso no socava su afirmación de que el “mal sexo” y la violación deben verse como parte del mismo fenómeno? ¿Dónde, exactamente, estos diferentes “tipos” de violación se juntan?

También ella es des­acostumbradamente poco reflexiva sobre la cuestión de la violencia. Dice, de manera acertada, que “la violación en sí misma no implica violencia en absoluto”, lo cual es cierto, si quiere decir que muchas, si no la mayoría, de las víctimas no aparecen con lesiones físicas obvias, cortes y contusiones. Pero, como observaron los críticos (en este caso correctamente), afirmar que las mujeres pueden ser violadas mientras duermen no significa que tal violación sea un acto “no violento”. Únicamente en la más cruda equiparación de violencia con lesión visible, puede ser que la inserción de un pene no bienvenido en la vagina de una mujer en estado de coma no cuente, al menos, como una violación. Greer es intransigente al ver toda violación como un “crimen de odio”; ¿por qué no también “violento” (en una definición más matizada del término)?

También está la cuestión del bagaje cultural e in­telectual en torno a la violación que hemos heredado. Greer es buena en algunas de las sombras perjudiciales que las anteriores definiciones de violación aún arrojan sobre nuestros propios debates. Observa apropiada­mente que, al menos en el Reino Unido, la ley nunca ha logrado con éxito la transición desde la violación como un delito (de robo, en inglés rape, del latín rapio) cometido contra el dueño o guardián de la mujer, su esposo o su padre, hasta la violación como un delito (de agresión sexual) cometido contra la mujer misma. Pero cuando rastrea la idea de que el consentimiento como piedra de toque de la culpa o la inocencia, ha sido parte del discurso de la vio­lación desde al menos el siglo XII, más bien subestima la historia del tema. El hecho es que, desde que podemos rastrearlo en Occidente, la cuestión del consentimiento ha sido, como sigue siendo, el enigma escurridizo en el corazón de las discusiones sobre la culpa, la inocen­cia y la recriminación de las víctimas. En la antigua Roma, la (mítica) violación de Lucrecia fue el ejemplo clave, y la historia continuó siendo invocada durante si­glos por quienes exploraban los dilemas de la agresión sexual, desde San Agustín hasta una serie de moralistas ingleses del siglo XVII.

En el relato de Tito Livio, a fines del siglo VI, Tarquinio, un miembro de la familia real romana, se propuso violar a la virtuo­sa Lucrecia, la esposa de un ciudadano destacado. Al principio ella se resistió, pero ante el rechazo de ella, Tarquinio amenazó con que, si no se entregaba, él la mataría a ella y a uno de sus esclavos; cuando se encontraran sus cuerpos parecería que hubieran sido asesinados en el acto de adulterio. La perspectiva de esta vergüenza hizo que Lucrecia cediera pero, tan pronto como Tarquinio se fue, convocó a su esposo y otros parientes varones, les contó lo que había sucedido y luego se suicidó frente a ellos. Los debates en torno a esta historia se han centrado en la conducta, la mo­tivación y la voluntad de Lucrecia. ¿Había consentido realmente ante Tarquinio? (sí, dijeron algunos; solo bajo coacción, arguyeron otros). Si ella era totalmente inocente, ¿por qué sintió que tenía que morir? Y, en una prolongación predecible, ¿marcaría una diferencia en la comprensión del consentimiento si uno ima­ginara que Lucrecia había disfrutado el encuentro? (había muchas fantasías masculinas sobre fantasías femeninas de violación en juego aquí). Me parece claro que algunos de estos arraigados prejuicios y debates históricos pesan más en la discusión moderna de lo que Greer (o sus críticos) admite.

Tanto si le gusta la idea como si no, la afirmación de Greer es que aumentar las tasas de condena es más importante que garantizar un castigo prolongado: mejor 100 hombres declarados culpables que dos encerrados durante cinco años. Poco de esto fue reconocido en el furor que siguió a la publicación del libro.

Sobre la violación tiene sus defectos. No es (ni se propuso ser) una contribución de peso a la discusión de las causas, los efectos y los problemas judiciales de la violación en todo el mundo. Incluso en sus propios términos más limitados, puede parecer un pequeño folleto algo descuidado, a veces inconsistente, ocasionalmente excéntrico. Pero también está lleno de destellos de perspicacia, análisis agudo, nuevas propuestas radicales y argumentos convincentes que muchos críticos han pasado por alto, o han descartado, quienes parecen decididos a transformar los argumen­tos de Greer en el discurso reaccionario de una vieja señora enojada. ¿Qué es lo que impulsa estos ataques? ¿Por qué sus críticos están tan decididos a deplorar y ridiculizar? ¿Qué hay detrás de la mala lectura selectiva que convierte un panfleto provocativo, no más defectuoso que muchos otros del género, en un caso para una acusación?

Parte de esto puede ser simple iconoclasmo (con una pizca de prejuicio contra la edad). Pero es difícil resistir la sospecha de que Greer estaba siendo castigada por sus muy citados comentarios sobre la comunidad trans; o para decirlo de otra manera, que la ira por lo que ella ha dicho sobre ese tema ha nublado el juicio justo sobre sus argumentos sobre la violación. No sé con cuánta exactitud se han informado de sus puntos de vista sobre la política trans, pero incluso aquellos de nosotros que pensamos que necesitamos urgentemente una discusión cuidadosa y franca de lo que ahora constituye la diferencia sexual, o de lo que hace a una “mujer”, encontramos difícil imaginar que la afirmación de Greer: “solo porque te cortas el pene y luego usas un vestido eso no te convierte en una maldita mujer”, sea una apertura productiva para todo debate semejante. Otros, comprensiblemente, lo encuentran extremadamente insultante (debo añadir que hay un debate sobre cuándo o dónde dijo realmente esto. Kleinhenz, quien no es la mejor guía para estas controversias, dice que fue en una entre­vista televisiva con una mujer trans. No fue así. Fue citada del programa de Victoria Derbyshire, como una cuña escrita –dada en circunstancias desconocidas– y presentada a la actriz trans Rebecca Root. Root dio una respuesta digna).

Mi primera reacción en este punto es sentirme incómoda acerca de la visión unitaria de la virtud política y cultural que subyace a estas reacciones ante Greer. Solo porque ella esté, supongamos, equi­vocada en cuanto a la política trans no significa que esté equivocada en cuanto a la violación. Dicho esto, ella es más cómplice del furor por Sobre la violación de lo que al principio parece. Queda claro a partir de la biografía de Kleinhenz que a lo largo de su carrera, Greer ha combinado una tremenda capacidad para el argumento persuasivo con la misma capacidad para molestar y provocar. De hecho, la ira y su provocación son una parte muy importante de su aproximación –como lo es su aparente incapacidad para reprimir un sarcasmo inteligente una vez que lo ha pensado. Me recuerda a las críticas dirigidas a Cicerón: se decía que él nunca pudo guardarse una broma desafortunada; era como si tuviera brasas en su boca. Greer siempre ha tenido brasas en la suya. En muchos sentidos, tenemos motivos para estar agradecidos por esto (¿dónde habría quedado La mujer eunuco sin ellas?). Pero Sobre la violación y su conferencia en Hay Festival podrían haber tenido un poder más duradero si hubiera resistido la tentación de rociarlos con sustancias irri­tantes ideadas para molestar –una carnada que debe haber sabido que sería tomada. No ayuda en nada a su argumento, por ejemplo, criticar (como lo hizo en Hay) a las actrices célebres que expusieron a Harvey Weinstein, como si la violación no contara si resulta que eres rico y famoso. Cuando ella escribe en el libro, “la sola sugerencia causará una protesta clamorosa, lo cual es una buena razón para hacerla”, es un honesto resumen del método Greer.

 

 

Artículo aparecido en London Review of Books, publicado con autorización de la autora y la revista. Traducción: Patricio Tapia.

 

Sobre la violación, Germaine Greer, Editorial Debate, 2019, 96 páginas, $8.000.

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