Mircea Cărtărescu, constructor de ruinas

Barroco, perverso, excesivo, romántico, enciclopédico, amargo: el escritor rumano Mircea Cărtărescu se rebela a cualquier clasificación. Por momentos pareciera que reescribe a los clásicos, en otros que se rinde a la experimentación o a la metaliteratura. Pero por muy extravagantes que parezcan sus historias, el material proviene de los hechos vividos y… soñados.

por Álvaro Matus I 22 Julio 2022

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Mucho antes de que Mircea Cărtărescu conociera el mar (a los 12 años), tomara café (en su último año del colegio) o tuviera unos jeans (después de hacer el servicio militar), sus padres compraron tres cuadros para adornar el departamento. Hasta entonces, como todas las familias obreras de Rumanía, en las paredes de las viviendas había láminas sacadas de revistas o calendarios. Una pintura tenía un caballo, otra flores y, la de su pieza, mostraba la isla de Ada-Kaleh. Solo en su cuarto, quien mucho después se convertiría en un narrador de imaginación exuberante, reconstruía una y otra vez la vida en los cafés, bazares y cabarets de esa pequeña isla que había tenido reyes y que estuvo habitada por turcos, persas y árabes antes de ser territorio rumano. A comienzos del siglo XX funcionaba allí una tabacalera famosa, la Musulmana, que en 1948 pasó a manos del Estado, al igual que todas las empresas del país. Con todo, la isla siguió siendo una alfombra exótica hasta 1970, cuando el gobierno de Ceaușescu desarrolló una gigantesca central hidroeléctrica que terminó por hundir Ada-Kaleh.

Este es apenas el comienzo de la crónica que abre El ojo castaño de nuestro amor, la mejor puerta de entrada a la obra de Cărtărescu junto a “El Ruletista”, la historia de un hombre que se gana la vida (y se vuelve un mito en una Bucarest fantasmal) apostando a la ruleta rusa. La crónica de Ada-Kaleh da un giro inesperado cuando Cărtărescu, ya adulto, se sube a una pequeña embarcación para navegar por la zona y su memoria lo lleva a recordar esa y otras vidas hundidas: la de quienes se lanzaron a cruzar el Danubio a nado, de noche, con la esperanza de llegar a Occidente, hasta que fueron sorprendidos por las lanchas de patrullaje y asesinados a disparos o a golpes de remo.

El río era su Muro, recuerda Cărtărescu en este relato extraordinario, que es uno de los pocos que refiere explícitamente a la dictadura comunista, porque es un libro de memorias, mientras que sus ficciones están más pobladas de fantasías góticas, a la manera de un Ítalo Calvino o un Bruno Schulz alucinados.

Barroco, perverso, excesivo, romántico, enciclopédico, amargo: Cărtărescu se rebela a cualquier clasificación, sobre todo a las que unen la literatura con un espacio geográfico. Cuando ya era un escritor de prestigio, en la Feria de Frankfurt se topó con un editor que le dijo que no lo veía como un autor de Europa Oriental, sino como uno de Europa sur-oriental. “Magnífica precisión”, ironizó Cărtărescu tras darse cuenta del verdadero sentido de la frase: que escribiera de Ceaușescu, la Securitat y los gitanos, que confirmara los clichés del folclore rumano. “Yo no he leído a Catulo ni a Rabelais ni a Cantemir ni a Virginia Woolf en un mapa sino en una biblioteca”, asegura irritado en su texto “Europa tiene la forma de mi cerebro”.

Cărtărescu perdió a los cuatro años a su hermano gemelo, Víctor, quien estaba acostado a su lado en el hospital. Ambos tenían neumonía y su madre debió dejar la habitación durante la noche. Al despertar, Mircea no vio a su hermano, y cuando llegaron los padres los médicos les comunicaron que había muerto. Pero nunca les mostraron el cuerpo.

Por momentos pareciera que reescribe a los clásicos, en otros que se rinde a la experimentación o a la metaliteratura. Lulu, cuya traducción literal sería Travesti, parece uno de esos sueños angustiantes, pegajosos, de los que es imposible despertar. El Levante es un largo poema en prosa, un texto épico cruzado por la ironía, sobre un grupo de excéntricos que emprenden su propia Odisea para liberar a su patria. Y Solenoide es el diario de 800 páginas de un escritor fracasado que trabaja como profesor.

Por muy extravagantes que parezcan sus historias, el material proviene de los hechos vividos y… soñados: el sueño tiene para Cărtărescu el mismo estatuto que la realidad, y su genio radica en la capacidad de pasar sin aviso de una dimensión a otra, dibujando con suma precisión las imágenes que pueblan el inconsciente.

La literatura como sacerdocio (a los 20 años leía entre seis y ocho horas diarias), la infancia como territorio privilegiado de la imaginación y nunca exento de crueldad, o el tema del doble atraviesan casi toda su obra, puesto que (y esto es lo central) sus libros pueden leerse como un continuum. Es recurrente también un episodio espeluznante: Cărtărescu perdió a los cuatro años a su hermano gemelo, Víctor, quien estaba acostado a su lado en el hospital. Ambos tenían neumonía y su madre debió dejar la habitación durante la noche. Al despertar, Mircea no vio a su hermano, y cuando llegaron los padres los médicos les comunicaron que había muerto. Pero nunca les mostraron el cuerpo. Tampoco obtuvieron respuesta de las autoridades. “Nunca supimos qué le sucedió”, escribe el autor. “A día de hoy, llevo flores por mi cumpleaños a una pequeña tumba vacía”.

Como estudiante de literatura, cuando Ada-Kaleh ya estaba sumergida y el centro antiguo de Bucarest o las iglesias también habían sido destruidas por las autoridades, era común que Cărtărescu se topara con “excavadoras con las palas cargadas de santos (…) el más coloreado escombro que haya existido jamás”. Todavía no escribía Nostalgia ni El Levante, las obras que en los 90 lo situaron como el autor más importante de su país, pero su imaginario estaba prácticamente formado, al punto de que muchos años más tarde, cuando ya había recibido los premios Gregor von Rezzori, Leipzig, Thomas Mann y Formentor, confesó: “He madurado entre ruinas, he estudiado entre ruinas, he amado entre ruinas. A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas”.

 

Ilustración: Daniela Gaule.

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