Ottessa Moshfegh: escribir contra la moda

por Álvaro Matus I 13 Noviembre 2023

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La mayoría de los libros confirma los valores de su época. Son lo que Roland Barthes llamó textos confortables, bien hechos, que no ponen en entredicho lo que consideramos bueno y deseable, que no hacen vacilar los fundamentos morales, culturales o sicológicos del lector. Eso ha sido siempre así, pero hoy se da una situación límite. La corrección política ha llegado a tal nivel, que las novelas se colman de buenas personas. Narraciones que se ubican en el lado correcto de la historia, que solidarizan con las víctimas y están contra todo tipo de abuso. Los protagonistas más inteligentes dudan de sí mismos o se arrepienten de alguna bajeza, pero siempre, siempre, salen ilesos. Páginas y páginas repletas de falsa vulnerabilidad y pretendido misterio, porque quién es el bueno y quién el malo está claro desde la primera página. Hay una ausencia total de opacidad; dicho de otro modo, asistimos al triunfo de la transparencia. Y quizás por eso, Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) ha sido comparada con Nabokov, Henry James y Flannery O’Connor, tres escritores que indagaron con valentía en el dolor, las perversiones, el desencanto y la degradación.

Moshfegh, que ha ganado premios y cosechado muchas reseñas positivas, también ha irritado a un buen número de críticos y lectores que la cuestionan por solazarse en la decrepitud de los cuerpos, por salpicar su obra con imágenes escatológicas y, sobre todo, por crear personajes poco compasivos. Andrea Long Chu, por ejemplo, reparó en la revista Vulture en su fijación con las heces, en que usara palabras como “maricón” y “retrasado”, en que describiera a las mujeres gordas como “vacas” o “sacos de manzana”, con los “muslos hinchados” que “parecen a punto de romperse”.

Una novela no es BuzzFeed, NPR, Instagram o incluso Hollywood”, argumenta Moshfegh. “Aclaremos eso. Una novela es una obra de arte literaria destinada a expandir la conciencia. Necesitamos novelas que vivan en un universo amoral, más allá de la agenda política descrita en las redes sociales. Tenemos imaginación por una razón. Novelas como American Psycho y Lolita no envenenaron la cultura. (…) Necesitamos que los personajes de las novelas tengan la libertad de adentrarse en la oscuridad y el mal. ¿De qué otra manera nos entenderemos a nosotros mismos?”.

El padre de Moshfegh, Farhoud, perteneció a una rica familia de judíos iraníes. En Europa estudió violín y conoció a Dubravka, quien había nacido en Yugoslavia. La pareja quiso instalarse en Teherán, pero solo vivieron allí unos meses, porque en 1978 llegó la revolución islámica y los bienes de la familia de Farhoud fueron incautados. En Estados Unidos, donde se exiliaron, ambos trabajaron como profesores de música y criaron a sus tres hijos. Ottessa aprendió a leer las notas musicales antes que palabras y a los cuatro años ya tocaba el piano. También estudió clarinete. Sin embargo, en la adolescencia su inclinación por la música empezó a ceder ante la literatura.

Su libro más famoso es Mi año de descanso y relajación, (…) una novela estática brillante, sobre alguien que piensa que después de pasarse un año en cama, durmiendo un sueño inerte, se convertirá en otra persona. La prosa de Moshfegh, seca y apegada al realismo, tiene a su vez algo de esos sueños pegajosos de los que no se logra despertar. Por momentos, incluso se siente que el aire es distinto. Y eso ocurre cada vez menos en la literatura contemporánea.

La disciplina necesaria en la música fue trasladada a la literatura como si de una plantilla se tratara. En un estupendo perfil que le hizo The New Yorker, la manera de trabajar de esta mujer (que vive con su pareja y cinco perros, que padece una escoliosis severa que la obligó a usar un corsé durante tres años, que tuvo problemas de alimentación desde muy joven y pasó por Alcohólicos Anónimos, que tras estudiar en Barnard College vivió dos años en China, donde enseñó inglés y trabajó en un bar punk) fue calificada como monacal. Y sí, el régimen de abstinencia y aislamiento se ha traducido en cinco novelas y un volumen de cuentos extraordinario. Se llama Nostalgia de otro mundo y está poblado de individuos ligeramente desesperados y solitarios, muchos de ellos entrañables.

El señor Wu” es la historia de un hombre en extremo pudoroso, que en sus visitas a un prostíbulo se desviste debajo de las sábanas. Está enamorado de la mujer que atiende en el cibercafé al que acude a diario, y buena parte del relato consiste en los devaneos de un hombre extremadamente tímido, incapaz de escribirle un mensaje para invitarla a salir. Pero cuando tiene la opción de conocerla, el asco y el placer se mezclan en sus fantasías, y Moshfegh, con iguales dosis de descaro y ambigüedad, combina un último encuentro de sexo pagado con la noche en que finalmente se cita con la mujer del cibercafé. “Me estoy cultivando” narra el encuentro de una profesora con su exmarido, entregando pistas de lo alejada que está la autora de cierta comprensión (militante) del feminismo. Y en “Una carretera oscura y sinuosa”, Moshfegh adopta la voz de un abogado que quiere disfrutar de un último fin de semana solo antes de que nazca su hijo. Va a la casa de veraneo familiar, conoce a la amante de su hermano y, junto con seducirla, se hace pasar por homosexual.

Su libro más famoso es Mi año de descanso y relajación, que también rompe el molde: una mujer que ha perdido a sus dos padres y recibido una herencia, decide tomarse un año sabático. No es una “nueva rural” que aspira al contacto con la naturaleza, ni una devota del turismo ni un alma caritativa. Su pausa consistirá, literalmente, en borrarse por completo, ingiriendo dosis cada vez más fuertes de pastillas que la hagan dormir durante la mayor parte del día. Fenobarbital, Zolpidem, Seroquel, Trazodona, Risperdal, Valium, Orfidal, Lunesta… son parte del cóctel que le receta una de las doctoras más delirantes de la historia de la literatura. Es una novela estática brillante, sobre alguien que piensa que después de pasarse un año en cama, durmiendo un sueño inerte, se convertirá en otra persona. La prosa de Moshfegh, seca y apegada al realismo, tiene a su vez algo de esos sueños pegajosos de los que no se logra despertar. Por momentos, incluso se siente que el aire es distinto. Y eso ocurre cada vez menos en la literatura contemporánea.

 

Ilustración: Daniela Gaule.

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