
Las antiguas “coordenadas OCDE” dejaron de ordenar el sistema; ahora lo hacen las coordenadas latinoamericanas: fragmentación, personalismo, desconfianza institucional, demandas de orden, informalidad económica, tensiones territoriales, identidades volátiles y un Estado permeado por demandas urgentes. No estamos ante un fracaso, sino ante un baño de realismo. Chile no vuelve a América Latina: reconoce, por fin, que nunca dejó de ser parte de ella.
por Eugenio Tironi I 11 Diciembre 2025
Durante largo tiempo, la élite chilena cultivó la idea de que el país era una excepción dentro de América Latina: un territorio institucionalmente sólido, políticamente predecible y culturalmente “moderno”, con la vista puesta en la OCDE más que en su propio vecindario. Ese imaginario, compartido por economistas neoliberales y tecnócratas concertacionistas, se apoyaba en dos pilares: crecimiento sostenido y un sistema político disciplinado. Pero el ciclo 2019-2025 desmontó esa narrativa. Lo que se interpretó como anomalías —el estallido social, la erosión del sistema de partidos, la inseguridad, las tensiones migratorias— terminó revelando un cambio más profundo: Chile estaba reingresando, sin metáforas, al patrón latinoamericano del que creyó haberse emancipado.
El estallido fue el primer síntoma de ese retorno. Mostró que la distancia entre instituciones formales y ciudadanía era mucho mayor de lo que la élite suponía. La doble derrota constitucional lo confirmó: el país rechazó primero un proyecto refundacional opuesto al neo-liberalismo y luego su réplica conservadora, desahuciando ambos extremos con la misma energía. En ese rechazo no hubo solo cansancio político: hubo la constatación de que los grandes relatos —tanto los orientados al futuro como los restauradores del pasado— ya no lograban articular al país. Lo que emergió fue una sensibilidad más inmediata, desconfiada, pragmática y centrada en problemas cotidianos.
Aquí el análisis de Danilo Martuccelli adquiere una fuerza especial (ver revista Santiago 23, diciembre 2024). Su tesis de las “individualidades ingobernables” describe un rasgo profundo de América Latina: individuos que se mueven a pesar de las instituciones, no a través de ellas; que confían más en la familia o en los amigos que en reglas impersonales; que hacen de la astucia una herramienta vital; que consideran la independencia una protección contra el abuso. Esa matriz nunca desapareció del todo en Chile: estaba presente —contenida, latente— en ese Estado relativamente eficiente nacido de las guerras del siglo XIX, en los proyectos revolucionarios fracasados y en la dictadura, en la prosperidad y la inclusión social tras 1990. Pero cuando esos factores se debilitaron, reapareció con una naturalidad sorprendente.
Tres fuerzas empujaron este giro. La primera fue la informalización de la política. El sistema de partidos, que durante décadas fue la columna vertebral de la democracia chilena, perdió cohesión, identidad y autoridad. Liderazgos sin anclaje doctrinario, como el de Franco Parisi, encontraron un terreno fértil para crecer: su oferta directa, desconfiada, pragmática y digital encaja con un electorado que ya no cree en intermediarios. La segunda fuerza fue el estancamiento económico. El país no logró dar el salto hacia una economía más compleja e innovadora, y ese límite desnudó la fragilidad de un modelo que había prometido movilidad social ascendente a cambio de orden. La tercera fue la inmigración masiva, que tensionó normas urbanas, sistemas públicos y percepciones de seguridad, revelando que el Estado chileno no era tan robusto como se creía.
La campaña de 2025 cristalizó estos cambios. El debate público giró casi exclusivamente en torno a seguridad, migración, corrupción y orden: la misma gramática que domina en buena parte de América Latina, así como los Estados Unidos. La derecha dura encontró un lenguaje afinado para ese clima; la izquierda moderó su ambición programática y adoptó un tono más sobrio pero sin horizonte; y el centro tecnocrático se vio desplazado por un centro desconfiado, volátil, con una relación instrumental con la política. Nada de esto es accidental: es el resultado de un reacomodo estructural.
El error sería interpretar estas transformaciones como efecto de líderes particulares. La política chilena ha tendido a personalizar sus crisis, pero las figuras que hoy dominan el espacio público —ya sea desde la derecha, la izquierda o la antipolítica— son sobre todo expresiones del nuevo clima social. Como en otros contextos internacionales, los liderazgos no crean el estado de ánimo: lo encarnan.
Queda en evidencia que la política se mueve al ritmo de fuerzas más profundas, estructuras más densas, procesos subterráneos que los líderes solo encarnan o amplifican. Esto son más bien síntomas de una reconfiguración sociológica mayor. El poder que se ha desplazado hacia territorios, redes informales, emociones políticas intensas y vínculos directos. Las antiguas “coordenadas OCDE” dejaron de ordenar el sistema; ahora lo hacen las coordenadas latinoamericanas: fragmentación, personalismo, desconfianza institucional, demandas de orden, informalidad económica, tensiones territoriales, identidades volátiles, y un Estado permeado por demandas urgentes.
No estamos ante un fracaso, sino ante un baño de realismo. Chile no vuelve a América Latina: reconoce, por fin, que nunca dejó de ser parte de ella.