El autor de este ensayo discute el último libro de Pablo Ortúzar Madrid, Sueños de cartón, que trata sobre la desvalorización de las credenciales académicas en el Chile de hoy. A juicio de Orellana Benado, los problemas son anteriores a la liberalización del mercado educacional en la dictadura de Pinochet. Pero subraya que la degradación producida en esos años “equiparó a la educación con la visión liberal de la prostitución. Si quien vende y quien compra están de acuerdo en el precio del servicio, nadie tiene nada que opinar. Es un asunto privado”.
por M. E. Orellana Benado I 29 Julio 2024
Recomiendo la lectura de este libro, más allá de mis desacuerdos teóricos y sus desprolijidades formales. Su asunto es el análisis, la denuncia y el lamento por la desvalorización de (las credenciales académicas que otorga) la actual educación superior chilena. También pondera su impacto en el Chile de hoy, que con cierto optimismo describe como “un país estancado”. Es un libro escrito por un chileno y para chilenos. Y para chilenas, por cierto. Su autor pertenece al pueblo chileno, más allá de las diversas naciones o formas de vivir que este contiene, se identifica con él y le importa su futuro. Nada más ni nada menos.
Solo en Chile usamos el “ruido”, término o palabra “cartón” para referirnos a documentos impresos en dicho material y que certifican grados académicos o bien títulos, tanto profesionales como técnicos. Este es un ejemplo paradigmático del fenómeno mismo que examina este libro. .Cuándo comenzó el desmoronamiento de la educación chilena? Me temo que mucho antes de lo que cree el antropólogo y novel doctor oxoniense Pablo Ortúzar Madrid, quien es, hasta donde sé, el más reciente integrante de un exclusivo club cuyo primer integrante fue el Dr. Julio Retamal Favereau: gente chilena doctorada en Oxford, la más antigua universidad de habla inglesa. Ortúzar Madrid fue mi alumno durante su fugaz paso por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y le tengo aprecio, además, por otras fundadas razones. Aclaro este punto para evitar una lectura maniquea de mis críticas, la opción favorita entre los adictos a la pornografía moral maniquea que empapa nuestra convivencia en la era digital, gracias a las redes “anti-sociales”. Como dicen varios mafiosos en la película El Padrino para justificar sus ejecuciones: “No es nada personal, es solo un asunto de negocios”.
De la argumentación de Ortúzar Madrid, aunque él no lo señala, se sigue que el origen estructural reciente de dicha desvalorización estaría en el sistema educativo forjado por la “revolución silenciosa”, según la bautizó Joaquín Lavín Infante en 1987, y, añado de mi cosecha, que hiede a terrorismo de Estado: el degüello de la educación pública, la que si bien cubría solo a parte de la juventud ofrecía a esos privilegiados una experiencia formativa de calidad internacional. Con la Constitución de 1980, la dictadura del autoproclamado “Capitán General” Augusto Pinochet Ugarte impuso la “liberación del mercado educacional” y de muchos otros, desde el de los seguros de salud hasta el de los servicios fúnebres. Esta desvalorización de la educación chilena se habría desplegado más tarde, bajo los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia (1990-2010). En este período, Chile ingresó al 20% más acaudalado de la humanidad. Y por primera vez en su historia fue legal amasar fortunas vendiendo productos y servicios educativos universitarios.
Sin embargo, en rigor, la desvalorización de la educación chilena —y en especial la universitaria, que es a la que me referiré acá— es un fenómeno mucho más antiguo que la “revolución silenciosa”. Según la actual verdad oficial, a la que denomino “el mito Bellocéntrico”, don Andrés (de Jesús, María y José, tal fue su nombre de pila completo) habría fundado la Universidad de Chile en 1842 y habría sido su primer rector. Estas fake news las difundió el abogado y rector Juvenal Hernández Jaque recién en 1942. Pero la Universidad chilena nació en 1622, a petición del rey de España y su fundamento jurídico fue un breve papal.
La institución universitaria chilena fue pontificia desde su origen, carácter que heredó la Universidad de Chile según lo estipulan las leyes que fijan sus estatutos hasta fines del siglo XIX. Su sede fue conventual y su primer apellido fue “Dive Thome de Santiago de Chile”. En sendas sedes estuvo a cargo de los dominicos y los jesuitas, y su espectro curricular solo cubría filosofía de la moral y teología. Formaba curas, los profesionales de la fe. Casi siglo y medio más tarde tuvo una sede real, fundada a raíz de una petición al monarca del Cabildo de Santiago.
A partir de 1758, ya con su segundo apellido, “San Felipe de Santiago de Chile”, comenzó a dictar también lecciones de derecho. He aquí un ejemplo deslumbrante del impacto que, para bien y para mal, tiene la educación. Medio siglo después, el 18 de septiembre de 1810, comenzó el proceso que zanjaría la independencia política definitiva de España en 1818. Ese día los vecinos de Santiago eligieron por aclamación al primer criollo que ejerció la jefatura del Estado, don Mateo de Toro Zambrano y Ureta, conde de la Conquista. Dicho proceso culminó entre abril y octubre de 1818, con la victoria primero del general correntino José de San Martín en Maipú y luego, en Talcahuano, del entonces capitán de navío Manuel Blanco Encalada, hijo de un abogado gallego que se desempeñaba como oidor de la Real Audiencia de Buenos Aires y de una encumbrada madre chilena, hija del marqués de Villa-Palma.
La emancipación de la corona española enfrentó a curas y abogados (entonces no había ni mujeres en el sacerdocio ni abogadas en el foro). De un lado estuvieron quienes se rebelaron contra España en nombre de la patria y, del otro, quienes se mantuvieron fieles a la corona. .Podría tal cosa haber ocurrido sin criollos habilitados para ejercer el derecho?
La sede republicana temprana se llamó Universidad San Felipe de la República de Chile. Un decreto que firmó en 1839 el presidente Joaquín Prieto Vial junto con el abogado Mariano Egaña, su ministro de Justicia, Educación y Culto, la declaró “extinguida” y reorganizó por segunda vez la institución universitaria chilena, la que recibió su tercer apellido “de Chile”. La Universidad de Chile data de 1839 y Prieto Vial es su fundador. El decreto de marras dispuso además que quien era rector “de la antigua universidad” fuera su primer rector, es decir, el abogado, doctor en derecho y canónigo Juan Francisco Meneses Echanes.
Entre 1839 y 1843, durante cuatro años, el Dr. Meneses Echanes se desempeñó como el primer rector de la Chile. Pero la Universidad prefiere esconder al cura en un clóset de factura masónica. El desmoronamiento de la educación universitaria chilena comenzó un siglo más tarde, en 1942, cuando la institución cuya función es la preservación, la transmisión y el incremento del conocimiento, comenzó a olvidar su propia historia, se transformó en una señora mayor que padece de Alzheimer y que mendiga fondos del Estado que forjó. Hasta la primera mitad del siglo XX, la media docena de instituciones universitarias chilenas que entonces existían entregaban a sus graduados “diplomas” y no “cartones”. .Se fija? El “apicantamiento” comenzó mucho antes de la “revolución silenciosa”.
Según Ortúzar Madrid, la masificación de la educación superior habría sido un mecanismo político utilizado por los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia para procesar la aspiración por ascender de las clases sociales infradotadas en términos económicos: “La principal sombra del Chile de los treinta años es que la clase política trató de resolver en el sistema educativo casi todos los problemas y contradicciones del desarrollo capitalista, produciendo una inflación de certificados académicos… y creando las condiciones para una profunda erosión del pacto social”.
Y, en un “país estancado”, esas masas de personas que recibieron credenciales académicas que, se suponía, garantizaban un ascenso social, pero que al egresar no encuentran empleos remunerados con generosidad suficiente para satisfacer sus aspiraciones, bien podrían convertirse mañana en un actor social revolucionario. Esta es una tesis digna de consideración entre personas a quienes importa el futuro de Chile. Por ese motivo, y hay otros relacionados con su documentación en libros recientes de autores tanto chilenos como extranjeros, vale la pena conocer la argumentación de Ortúzar Madrid.
.Cuál es mi principal desacuerdo teórico con la propuesta de Sueños de cartón?
Entender la masificación de la educación superior solo en términos del referido mecanismo gubernamental, sin decir una palabra respecto del papel jugado en ella por la legitimación legal de la codicia de personas individuales que buscan enriquecerse vendiendo productos y servicios universitarios. .Que la educación es un negocio? .Que su financiamiento supone recursos? .Y que el paso por ella supone beneficios para sus egresados? No lo dudo. Pero la peculiaridad del “negocio educacional” es que forja las condiciones necesarias para asegurar a largo plazo la cohesión social y la productividad tanto material como espiritual o intelectual de la sociedad. Por eso, dejar su orientación en las manos de quienes persiguen su enriquecimiento material en el corto plazo es un error fatal. La “liberalización” del mercado educacional por la dictadura de Pinochet Ugarte equiparó a la educación con la visión liberal de la prostitución. Si quien vende y quien compra están de acuerdo en el precio del servicio, nadie tiene nada que opinar. Es un asunto privado.
La prosa académica del Dr. Ortúzar Madrid, aunque irregular, tiene momentos vívidos. Por ejemplo, un párrafo magistral que comienza con el “enardecido discurso” de un dirigente estudiantil de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Para expresar su oposición a una ley, ya aprobada en el Senado, a punto de ser promulgada por Ricardo Lagos el Grande y que ofrecía financiamiento de los estudios universitarios con aval del Estado (CAE), señala a gritos: “Esa ley no será promulgada, así tengamos que esconder todos los lápices de La Moneda”. Y el párrafo culmina cuando Felipe Melo Rivara, entonces presidente de la Federación de Estudiantes de Chile, más tarde mi colega como integrante del Senado Universitario elegido por el claustro estudiantil, firma el acta que pone fin a la ocupación del Palacio de la Universidad, ubicado en el número 1058 de la antigua Alameda de las Delicias. Un estudiante exaltado se abalanza sobre él y rompe el papel, buscando así impedir su devolución a las autoridades universitarias. Exudando prudencia, Melo Rivara saca una copia del acta y firma por segunda vez entre vítores de sus partidarios. La escena tiene lugar en el edificio que con el desmoronamiento de la educación chilena comenzó a ser denominado “Casa Central”.
El texto de Ortúzar Madrid fue escrito a la rápida. Este método es inevitable cuando se redactan cartas al director y columnas de opinión, géneros literarios que nuestro autor también cultiva. Pero no sirve para ensayos con pretensiones académicas. Se sabe: ni en el examen de orina el primer chorro sirve. Pasar por una sucesión de borradores que introducen sucesivas rectificaciones y destilan el texto es un proceso indispensable, al menos en los autores que no tenemos la capacidad de “pensar en párrafos”, como habría sido el caso del tercer conde Russell, según alguna vez me comentó en Oxford sir Isaiah Berlin.
Hay gran intensidad en la emoción, pero también múltiples infelicidades de estilo. Una de ellas es espolvorear el texto con notas a pie de página. Este defecto se expresa de dos maneras. Pegar los superíndices numéricos de las notas a pie de página a la palabra o al conjunto de palabras que motivan la nota y no al final de la oración. También en insertar más de una nota a pie de página en una y la misma oración, como si las distintas referencias no pudieran aglutinarse todas en una nota al final de la oración pertinente (pp. 13, 15, 21, 27, 28, etc.). Palabras y números compiten por la atención y hacen difícil la lectura.
Para bien y para mal, la cultura occidental fue la primera en usar signos distintos para CONTAR en el sentido de relatar (“En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…”) y en el sentido de enumerar (“Este libro tendrá centenares de lectores”). Ni en árabe ni en hebreo ni en griego ni en latín hay dos sistemas diferentes de símbolos para cada uno de dichos propósitos. Con una nota al final de cada oración, cuya extensión puede variar, es suficiente. Y el superíndice va después del punto, que cierra las palabras de una oración. El punto que buscan quienes ubican el superíndice antes del punto está al finalizar las palabras en la nota a pie de página. Así lo hace Ortúzar Madrid cuando ubica los suyos al final de la oración, y no in media res. Los lectores de ensayos tienen la capacidad de esperar al final para saber a qué componente sub-oracional se refiere cada nota.
Otro defecto, por lo demás frecuente en múltiples autores que redactan en prosa académica, es comenzar una oración con el casi siempre superfluo y horroroso “Lo que”. .Será un mudo homenaje al gran filósofo liberal oxoniense John Locke? .Acaso en vez de “Lo que críticos y defensores de la política identitaria no destacan lo suficiente es…” no hubiera sido menos torpe decir “Críticos y defensores de la política identitaria no destacan lo suficiente…”?
Ortúzar Madrid es una figura naciente en un mercado aún nuevo y que surgió en Chile en las últimas dos décadas, el de los “opinólogos”. .Por qué entrecomillo este término? Porque es lo que corresponde hacer en prosa académica con los chilenismos que no figuran en el Diccionario de la Lengua Española y tampoco en el Diccionario Panhispánico de Dudas, a pesar de los esfuerzos de la Academia Chilena de la Lengua. Más allá del tono sarcástico con el que este “ruido” fue incorporado al habla cotidiana, el “opinólogo” es un vocero y forjador de opinión en la sociedad.
Entre quienes piensan con poca documentación y de manera veloz, está de moda presentar y tratar a tales personas como “investigadores”, que están asociados con diversos centros con determinadas orientaciones políticas. El “ruido”, palabra o término “investigación” adquirió incomparable prestigio durante la modernidad, gracias a los asombrosos logros de la ciencia experimental, que hizo a la cultura occidental la más poderosa que ha existido. De ahí que quienes se dedican a reflexionar e influir en los fenómenos normativos (entre otros, económicos, humorísticos, jurídicos, morales y políticos) quieran también vestirse con esas sedas. Y ser reconocidos como “investigadores”. Es un argumento de autoridad.
La investigación sobre fenómenos naturales, sin embargo, produce discursos que versan sobre el mundo físico, cuyos procesos constan de etapas que se suceden de manera necesaria y con total independencia de cómo hablemos de ellos, de nuestras preferencias y de los intereses de los patronos que financian la “investigación”. Pero en el caso de los fenómenos normativos, se trata más bien de discursos sobre discursos y que afectan los intereses de distintos sectores de la sociedad. Por esta razón hay grupos de empresarios, filántropos individuales y partidos políticos que financian la promoción de sus particulares puntos de vista en la sociedad. Presentar a los voceros de opinión como “investigadores” es una señal definitiva de la decadencia tanto de la educación chilena como del debate público en nuestra sociedad: vestirse con ropa estupenda y elegante, pero ajena. En suma, Sueños de cartón es un texto audaz y documentado que, aunque fue escrito a la rápida, vale la pena leer.
Sueños de cartón. Sobreoferta de credenciales académicas y sobreproducción de elites en un país estancado, Pablo Ortúzar Madrid, Ariel, 2024, 138 páginas, $17.900.
por Juan Íñigo Ibáñez