El príncipe ruso

La destacada periodista de Le Monde Sylvie Kaufmann postula en su libro Les aveuglés (Los cegados) que, a pesar de que Putin había entregado diversas señales de que Rusia haría todo lo posible por restablecer su área de influencia, los países europeos de Occidente prefirieron no actuar. Creyeron que el comercio —sobre todo los acuerdos energéticos— sería suficiente para conservar la paz. Pero, por supuesto, no fue así. El libro es una investigación espléndida, que se lee como novela de intriga y en la que la Alemania de Merkel es la que queda peor parada.

por Daniel Mansuy I 19 Marzo 2025

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El 24 de febrero de 2022, cuando las fuerzas rusas invadieron Ucrania, la sorpresa en las cancillerías occidentales fue total. No se trataba solo del inicio de un conflicto armado en el Viejo Continente, ni del regreso en gloria y majestad del imperialismo ruso, ni de una demostración de fuerza más de Vladimir Putin. La invasión fue todo eso, pero también algo más: el abrupto fin de un modo de comprender el mundo. La decisión de Putin hizo añicos la ilusión según la cual era posible alcanzar la paz definitiva en el Viejo Continente. Si los europeos, durante más de dos décadas, hicieron todo lo posible por contemporizar con el líder ruso, ese día debieron tomar nota de su fracaso. Surge entonces una pregunta: ¿Por qué motivo los gobernantes europeos cometieron un error de apreciación tan profundo sobre el régimen de Putin?

Responder esa interrogante es el objetivo que se propone la destacada periodista de Le Monde Sylvie Kaufmann en su reciente libro Les aveuglés. Comment Berlin et Paris ont laissé la voie libre à la Russie (Los cegados. Cómo Berlín y París dejaron la vía libre a Rusia). Se trata de un trabajo espléndido, que se lee como novela de intriga. La autora despliega uno a uno los distintos hilos de una historia alambicada, que se parece a un juego de máscaras. Mientras los países de Europa occidental pretendieron urdir una trama en la que Rusia estuviera tan implicada que cualquier medida de fuerza le resultara impensable, Putin urdía la misma trama en sentido inverso, buscando avanzar en sus objetivos al mismo tiempo que fingía cierta moderación. Haciendo suyas las palabras de Maquiavelo, el caudillo ruso combinó la astucia del zorro con la fuerza del león, de modo que nadie lo creyera capaz de concretar su gran anhelo: restaurar la primacía rusa en Europa oriental. El extravío occidental es especialmente enigmático si recordamos que Putin nunca escondió del todo sus intenciones, ni en palabras ni en hechos. Por mencionar un ejemplo, el año 2007 Putin —a la sazón, primer ministro de Medveded— pronunció un encendido discurso en un encuentro sobre estrategia y seguridad en Múnich. Allí estaban Angela Merkel, el secretario general de la OTAN y parlamentarios norteamericanos, entre muchos otros dirigentes. Putin habló en ruso, y criticó severamente el modelo unipolar impuesto tras la caída del Muro, modelo que, según él, contaba con la complicidad europea. La traducción práctica de la hegemonía norteamericana era, desde luego, la ampliación de la OTAN que, según Putin, amenazaba directamente los intereses rusos. El mensaje era claro para quien quisiera escucharlo: Rusia no estaba dispuesta a someterse a la unipolaridad y haría todo lo posible por restablecer su área de influencia.

No eran solo palabras. Al año siguiente, el 2008, Rusia invadió Georgia y solo aceptó negociar una vez que pudo aplicar la lógica de los hechos consumados (con el gentil auspicio del entonces mandatario francés, Nicolás Sarkozy). En 2014 acontece la anexión de Crimea, violando un principio elemental del sistema internacional: la intangibilidad de las fronteras.

Nadie presentó resistencia. Hay que medir bien la importancia de esos momentos, en los que Putin usa la fuerza bruta y encuentra escasa oposición de Europa y Estados Unidos. Desde luego, sobran las palabras indignadas, los discursos condenatorios y una que otra medida de retorsión, porque en último término no ocurre… nada. En rigor, los occidentales quisieron evitar la confrontación abierta con una política de diálogo. Esa actitud le daba a Putin una pista interesante respecto de la debilidad estructural de sus adversarios, poco dispuestos al enfrentamiento. Jugaba con ventaja. Cabe mencionar, para comprender bien esta cuestión, que el papel de Estados Unidos está lejos de ser anecdótico. Cuando Crimea fue anexada, el mensaje de Washington a Ucrania fue tajante: no traten de resistir. La decisión norteamericana de no intervenir en Siria el año 2013 también fue ilustrativa. En esa ocasión, Washington había advertido que el uso de armas químicas era una línea roja que no sería admitida. Sin embargo, Bachar Al-Assad empleó ese recurso… y no hubo reacción.

Se creía que el mejor modo de integrar a Rusia al orden mundial era a través del comercio. La vieja tesis de Montesquieu —el comercio conlleva la paz— fue enarbolada por Berlín y avalada por sus aliados. Acabar con los sueños imperiales de Rusia pasaba por algo tan elemental como comprarles gas, mucho gas. Así, la poderosa industria germana quedó a merced de los vaivenes de Putin.

Al mismo tiempo, Rusia desplegaba una exitosa política energética que constituye la contracara de sus avances militares. En efecto, Putin ofreció a los alemanes lo que más necesitaban: energía a buen precio. Si en 2013 el gas ruso representaba un 33% del consumo germano, en 2018 alcanzaba un 55%. El dato es fundamental, porque da cuenta del modo en que la poderosa industria alemana se volvió dependiente de la provisión rusa de gas (también en carbón y petróleo).

Desde luego, esta dependencia se vio favorecida por la decisión germana de abandonar la energía nuclear, lo que redujo drásticamente su autonomía. Aquí se empiezan a mezclar los motivos, y es precisamente donde Putin urde pacientemente su trama. Por un lado, los alemanes toman la decisión estratégica de alimentarse principalmente de energía rusa, a pesar de la robusta evidencia en contra. La convicción reinante en la nación germana era que el intercambio económico con Moscú no podía sino comprometer a Rusia en el orden global. Este, pienso, es el meollo del asunto. Alemania se volvió dependiente de Putin movida por una idea. Mejor, por un espejismo. Se creía que el mejor modo de integrar a Rusia al orden mundial era a través del comercio. La vieja tesis de Montesquieu —el comercio conlleva la paz— fue enarbolada por Berlín y avalada por sus aliados. Acabar con los sueños imperiales de Rusia pasaba por algo tan elemental como comprarles gas, mucho gas. Así, la poderosa industria germana quedó a merced de los vaivenes de Putin.

Berlín llegó lejos en esta lógica e impulsó la construcción de colosales gasoductos para evitar que el preciado combustible pasara por Ucrania. Los alemanes estuvieron dispuestos a sacar a Ucrania de la ecuación, para entenderse directamente con Moscú, contribuyendo así al debilitamiento de Kiev. Y la cuestión no era solo ideológica; también incluía motivos menos confesables. El excanciller Gerard Schroeder ocupó altos puestos —muy bien pagados— en el conglomerado energético ruso, mezclando los planos sin pudor alguno. En cualquier caso, es menester agregar que Angela Merkel se sumó alegremente al proyecto durante su largo reinado. Sobra decir que, con su política, los alemanes no consiguieron ni la paz ni la energía barata (una vez desatada la guerra, tuvieron que salir a comprar gas a precios mucho más elevados). El legado político de Merkel fue aniquilado en cuestión de horas y la excanciller apenas ha esbozado tímidas (y absurdas) explicaciones. Para la anécdota queda que la última etapa de esta estrategia fue apoyada con entusiasmo por el gobierno de Biden, pues su secretario de Estado —Antony Blinken— había escrito en 1987 un libro (Ally Versus Ally) sobre la cuestión del gas ruso durante la Guerra Fría. Una de las conclusiones de su trabajo era que Estados Unidos no debía presionar para que los europeos renunciaran a la energía rusa.

Un aspecto interesante, examinado con detalle por Sylvie Kaufmann, guarda relación con la actitud de los países que formaron parte de la órbita soviética durante la Guerra Fría, sobre todo Polonia y los países bálticos. Estas naciones no se sumaron al optimismo occidental y nunca dejaron de temer a su vecino.

Entonces se produjo al interior de la Unión Europea una división estratégica profunda. Unos soñaban con la construcción de una paz duradera en Europa, que requería la integración progresiva de Rusia. Para edificar ese mundo, resultaba indispensable dar muestras de confianza a Moscú. A esa política se sumaron alemanes (por los motivos ya mencionados), pero también franceses (que siempre han anhelado una gran alianza con Rusia), británicos (que reciben con brazos abiertos a los oligarcas rusos) e italianos (que buscan sacar su tajada).

El libro de Kaufmann no puede sino recordar el trabajo del historiador Tim Bouverie, Cómo apaciguar a Hitler, donde se relatan los esfuerzos occidentales por domesticar al nazismo antes de la Segunda Guerra Mundial, con los resultados que sabemos.

Sin embargo, los vecinos de Rusia no piensan lo mismo, e intentaron hacerlo ver una y otra vez. Para comprender bien esta cuestión, cabe recordar que esos países fueron sometidos por décadas a un régimen particularmente despótico, que los hace muy escépticos respecto de Moscú y de las auténticas posibilidades de paz. Así, mientras los países de Europa occidental estaban dejando de creer en la idea de nación, los países del este iban en sentido contrario: necesitaban reivindicar el sentimiento nacional para sacudirse de la larga dominación soviética. Son países que temen por su existencia, y Kaufmann trae a colación el célebre artículo de Kundera (“Un Occidente secuestrado”), que recuerda por qué las naciones del centro de Europa siempre se han sentido amenazadas por el coloso ruso. De hecho, el himno polaco arranca con estas palabras: “Polonia aún no ha desaparecido”.

Polonia aún no ha desaparecido: eso significa que en cualquier momento podría evaporarse. Kundera nota cuán difícil es para un francés o un británico comprender ese sentimiento de fragilidad extrema, que irriga toda la cultura, incluyendo la política. Con todo, los principales líderes de Europa occidental nunca quisieron escuchar esos resquemores; es más, los despreciaron sistemáticamente: a sus ojos, eran una rémora del pasado.

Como puede verse, el libro de Sylvie Kaufmann es particularmente duro con los principales gobernantes europeos de las últimas décadas, sin importar el color político: todos se dejaron llevar por la ilusión del fin de la Historia. El libro de Kaufmann no puede sino recordar el trabajo del historiador Tim Bouverie, Cómo apaciguar a Hitler, donde se relatan los esfuerzos occidentales por domesticar al nazismo antes de la Segunda Guerra Mundial, con los resultados que sabemos.

Quizás el aspecto más interesante del libro es el siguiente: toda acción política está fundada en ciertas categorías intelectuales más o menos implícitas, que son decisivas a la hora de tomar decisiones. Si usted cree que la paz es posible y que el comercio es el camino hacia ella, entonces tomará un determinado camino. De allí la importancia de comprender bien el mundo y de juzgarlo prescindiendo de cualquier espejismo: la realidad es siempre más porfiada que nuestros más bellos sueños. Quien olvida aquello es un niño políticamente hablando, y nadie lo ha entendido mejor que Vladimir Putin.

 

Imagen: Vladimir Putin y Angela Merkel (costado derecho) en la Feria de Hannover, Alemania, en 2013.

 


Les aveuglés. Comment Berlin et Paris ont laissé la voie libre à la Russie, Sylvie Kaufmann, Stock, 2024, 440 páginas, €23.

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