Derechos con historia (y con prehistoria)

Los derechos humanos son un invento, mas no en el sentido de una fantasía o ficción, sino en el de una creación o producción humana. Son culturales, no naturales, un producto de la acción conformadora y finalista del hombre —habría dicho Jorge Millas— o, en la hermosa definición de cultura de Gustav Radbruch, algo que la especie humana “supo colocar entre el polvo y las estrellas”. Tuvieron que vencer muchos obstáculos para constituirse y, bueno es recordarlo, es la democracia el régimen político que da mayor garantía a su respeto.

por Agustín Squella I 22 Septiembre 2023

Compartir:

La historia de los derechos humanos demuestra que al final la mejor defensa de los derechos son los sentimientos, las convicciones y las acciones de multitudes de individuos que exigen respuestas con su sentido interno para la indignación”.
Lynn Hunt

Si bien el derecho suele expresar los intereses de los sujetos más fuertes, también puede operar como un instrumento al servicio de los sujetos más débiles”.
Gerardo Pisarello

Cada vez que explico en clases qué es la democracia como forma de gobierno y cuáles son las razones para preferirla, algunos de los jóvenes presentes consiguen a duras penas detener un bostezo y más de uno lo hace abiertamente. Es en ese momento que echo mano de los derechos humanos y pregunto si los estudiantes que se encuentran en la sala dan o no importancia a tales derechos. Por cierto que la respuesta afirmativa es unánime. No falta incluso aquel que hace un gesto de desaprobación, haciéndome ver cómo se me ocurre preguntar algo así. Dejo pasar ese gesto y voy derecho al grano: “Si ustedes dan importancia a los derechos humanos —digo—, tienen que darla también a la forma de gobierno que tiene un evidente mejor rendimiento en cuanto a declaración, garantía y promoción de los derechos”. Y esa forma de gobierno no es otra que la democracia. Si se trata de rendir examen en cuanto a eso —declaración, garantía y promoción de los derechos humanos—, la democracia es la forma de gobierno que saca mejor nota, no la máxima de toda la escala, pero sí la mejor.

Existen los derechos comunes y corrientes, podríamos decir, que se adquieren en virtud de actos jurídicos que se otorgan o de posiciones jurídicas que se ocupan. Así ocurre con el derecho del vendedor de una cosa a que se le pague el precio y con el de un hijo a recibir alimentos de sus progenitores. Derechos que solo tiene ese preciso vendedor y ese determinado hijo, no todas las personas, y cuya titularidad concierne únicamente a ellos. En cambio, los derechos humanos, a veces llamados derechos fundamentales, adscriben a todo individuo de la especie humana, sin excepción, y por lo mismo, no provienen de actos o contratos que se celebren ni de posiciones jurídicas especiales que se tengan. Son derechos de titularidad universal… y tuvieron que vencer obstáculos para conseguirla.

Tales derechos se llaman humanos por dos razones: porque son una creación humana, una de las más afortunadas en la historia, y porque, tal como fue señalado antes, adscriben sin excepción a todo sujeto perteneciente a nuestra especie. Creación humana que, como tal, tiene una historia que la respalda y explica, puesto que estos derechos no fueron dados por una divinidad, ni hallados escritos en el firmamento, ni forman parte de la naturaleza, ni se encuentran esculpidos en la condición racional de hombres y mujeres, ni tampoco ínsitos u ocultos en lo que algunos llaman “naturaleza de las cosas”. Los derechos humanos son un invento, más no en el sentido de una fantasía o ficción, sino en el de una creación o producción humana. Son culturales, no naturales, un producto de la acción conformadora y finalista del hombre —habría dicho Jorge Millas— o, en la hermosa definición de cultura de Gustav Radbruch, algo que la especie humana “supo colocar entre el polvo y las estrellas”.

Una creación humana que tuvo que vencer muchas dificultades y la decidida oposición de quienes se les oponían o querían los derechos solo para los estamentos o sectores de la sociedad a que ellos pertenecían. La famosa Carta Magna inglesa de 1215 no fue dada graciosamente por el rey Juan; le fue arrebatada por los caballeros y nobles de la época que rodearon el palacio real con un gran ejército de hombres a caballo. Muchísimo después, también en Inglaterra, el no menos famoso Bill of Rights fue una imposición que el parlamento hizo a Guillermo de Orange y su esposa antes de asumir su reinado y como condición para llegar al trono. Poco antes de aquella Declaración de Derechos, en 1679, una pieza fundamental para la protección legal —el Habeas Corpus— fue resultado de la fuerte presión ejercida sobre el entonces monarca Carlos II, quien había dispuesto el encarcelamiento arbitrario de sus opositores políticos. Quienes están en el poder suelen no conceder derechos, hay que arrebatárselos. Lo mismo, ahora en el caso de los derechos sociales, quienes tienen el poder económico se van a resistir siempre a ellos porque, quiérase o no, significan nuevas cargas e impuestos para los mayores ingresos y patrimonios.

Los derechos humanos se incorporaron primero al derecho interno de los Estados, desde el siglo XVII en adelante, y, bastante más tarde, a partir de 1948, al derecho internacional, y esto último solo después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Hoy forman parte de un capítulo destacado de las constituciones de los Estados democráticos y en declaraciones, pactos y tratados suscritos a escala mundial y, asimismo, en ámbitos regionales. Esto último es lo que explica, por ejemplo, que exista una Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de 1948, y que poco antes se promulgara una Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Igual en el ámbito estadual como internacional, y en el caso del segundo, tanto universal como regional, lo que tenemos hoy es un auténtico derecho positivo de los derechos humanos, es decir, ordenamientos jurídicos vigentes que les dan una base de sustentación cierta y objetiva, y que establecen órganos jurisdiccionales ante los cuales presentar recursos y reclamaciones cuando los derechos son vulnerados.

Resulta interesante comprobar cómo los derechos humanos se han expandido. Desde meros límites al poder (derechos civiles y personales), se agregaron luego derechos que permiten participar en la génesis y ejercicio del poder (derechos políticos), y más tarde, los derechos económicos, sociales y culturales, que son algo más que límites al poder y participación en este: se trata de exigencias que debe satisfacer cualquiera que se haga con el poder y que tienen que ver con la provisión de bienes básicos sin los cuales nadie podría llevar una vida digna, responsable y autónoma; bienes como atención sanitaria, educación, vivienda, ingresos justos por el trabajo, y previsión oportuna y justa.

Los derechos humanos forman hoy una unidad y son interdependientes unos de otros, pero hace claridad sobre su historia presentarlos como lo que han sido: una auténtica escalada respaldada por distintas doctrinas: el liberalismo en el caso de los personales; la teoría democrática, en el de los políticos, y el socialismo y socialcristianismo tratándose de los económicos, sociales y culturales. Que los derechos sociales vinieran después de las otras dos clases o generaciones de derechos, no significa que vengan después en cuanto a su garantía y realización efectiva. Sostener lo contrario, como advierte Pisarello, equivale a dar una “protección devaluada” a los derechos sociales. Que hayan venido después no significa que los derechos sociales deban ser tratados como derechos segundones.

Quienes están en el poder suelen no conceder derechos, hay que arrebatárselos. Lo mismo, ahora en el caso de los derechos sociales, quienes tienen el poder económico se van a resistir siempre a ellos porque, quiérase o no, significan nuevas cargas e impuestos para los mayores ingresos y patrimonios.

La expansión de los derechos no para donde la acabamos de dejar, y hoy tenemos derechos colectivos. Derechos de pueblos indígenas, por ejemplo, como también derechos específicos de determinados grupos de la sociedad (discapacitados, por ejemplo) que se encuentran en una especial situación de vulnerabilidad. Derechos incluso de los pueblos en general: a la paz, al desarrollo, a un medio ambiente libre de contaminación.

Lo nuevo se teje en lo viejo”, solía recordar Gregorio Peces-Barba, estudioso del tema, y es por eso que la historia de los modernos derechos humanos tiene a sus espaldas lo que hemos llamado “prehistoria” de los derechos. Otro ejemplo: ¿derechos humanos en el antiguo derecho romano? Ni por asomo. Pero en el siglo V a. C. tuvo que ocurrir una sublevación de los plebeyos contra los patricios para que estos consintieran escriturar y hacer público el derecho privado de la época. Tal fue el origen de la famosa Ley de las Doce Tablas, que fueron expuestas a la entrada del foro.

Cuando se pierde la democracia, que es lo que ocurrió en nuestro país el 11 de septiembre de 1973, y se la recupera después de 17 años con fuertes limitaciones, los que sufren son los derechos de las personas. Ocurrió también en buena parte de América Latina, donde los gobernantes pasaron de traje de civil a uniforme militar. Durante la dictadura de Pinochet no hubo claramente derechos políticos y tampoco económicos, sociales ni culturales, mientras que, en el caso de los derechos civiles, se respetó solo el de propiedad privada y el de emprender actividades económicas. Todas las demás libertades fueron canceladas en nombre de la seguridad nacional, que no era más que la seguridad y estabilidad del propio régimen: libertad de pensamiento, de expresión, de prensa, de discusión, de creación, producción y difusión artística, de reunión, de asociación. Se invocó la necesidad de orden para suprimir tales libertades y se logró lo que consigue cualquier dictadura, sea del signo que sea: orden en las calles a punta de metralletas, policía secreta y represión de los adversarios políticos. Como dejó dicho Norberto Bobbio, si la democracia es rápida en la demanda (todos piden) y lenta en la respuesta (que depende de instituciones y no de una sola persona), la dictadura es lenta en la demanda (nadie se atreve a pedir) y rápida en la respuesta (el dictador saca el ejército a la calle para silenciar a los que piden).

Cuando se sacrifica la igualdad en nombre de la libertad, las desigualdades impiden a muchos un ejercicio efectivo de sus libertades, y cuando se sacrifica la libertad en nombre de la igualdad, se pierde la primera y tampoco se consigue la segunda. De igual manera, la tensión entre orden y libertad debe ser manejada con prudencia, sin incurrir en el error de pregonar el primero de esos valores a costa del segundo de ellos.

Junto con recuperar la democracia en 1990, por limitada que haya sido —que lo fue—, Chile retomó el camino de los derechos, si bien lentamente, tan lentamente como avanzó nuestra transición, e incurrió en una abierta pereza constitucional, resignándose a reformas con cuentagotas a la Constitución que había impuesto la dictadura y manteniendo, hasta hace apenas un año, el quórum excesivamente supramayoritario de 2/3 de los parlamentarios en ejercicio para su reforma. A quienes defendieron la Constitución de 1980 y el quórum de 2/3 para reformarla podría preguntárseles lo siguiente: ¿qué pensarían si se acabara de pronto alguna de las dictaduras comunistas que existen todavía en el mundo y los demócratas llegados al poder demoraran décadas en reemplazar la Constitución de la dictadura a la que pusieron término?

Se pueden banalizar los derechos humanos de varias maneras: pasando por encima de ellos, aceptando solo algunos y rechazando otros, o creyendo que todo deseo o expectativa da lugar a uno de estos derechos. Se banalizan también cuando se manejan con la lógica del doble estándar, tan habitual en esta materia, al condenar las violaciones a los derechos por parte de gobiernos que no son de nuestro agrado y celebrar o hacernos los desentendidos con aquellas en que incurren los gobiernos que son de nuestro gusto. Tratándose de derechos humanos, el doble estándar no es solo una inconsecuencia, es una inmoralidad.

Todos sabemos algo de los derechos humanos, pero nunca lo suficiente. En ocasiones no pasamos de decir que se trata de derechos importantes, que son de todos, que las dictaduras los desconocen, y cosas así. Examinar la historia de estos derechos, desde la modernidad hasta nuestros días, y poner atención también a su prehistoria, la cual puede ser rastreada hasta en algún libro del Antiguo Testamento, es una buena manera de saber acerca de ellos, de tomarles el peso y de tomárselos igualmente en serio, y de expandir una cultura de los derechos. Nuestro sistema educativo tiene en esto una gran tarea y, a la vez, una importante responsabilidad. En la educación superior, especialmente en las facultades de derecho, creo que antes de 1973 se enseñaba poco de los derechos humanos, pero a partir de ese año, al menos en mi caso, empecé a dedicarles un número mayor de clases. Cierta mañana llegó a la sala el vicerrector delegado que había en la sede de Valparaíso de la Universidad de Chile, un exmilitar que había sido profesor de Pinochet en la Escuela Militar. Se sentó en primera fila, cruzó las piernas y puso atención. Menos mal que yo ese día explicaba una materia tan abstrusa y políticamente inocua como la estructura lógica de la norma jurídica. Pasados 20 minutos, el vicerrector se retiró con expresión satisfecha. Vueltos a la democracia, y atendido que los derechos se enseñan en varias asignaturas, se convocó en Valparaíso a una jornada sobre cómo enseñar derechos humanos.

Siguiendo el ejemplo de Sócrates, que sostenía que muchas veces no sabemos lo que creemos saber, o que sabemos menos de lo que creemos saber, o que, sabiendo algo, no tenemos el lenguaje suficiente para transmitirlo a los demás de manera persuasiva, deberíamos tomar conciencia de nuestros limitados conocimientos sobre los derechos humanos y su larga y apasionante historia. Es de esa manera que estaremos en mejor posición de reclamarlos y defenderlos, para no tener que volver a lamentar en Chile lo que el poeta Miguel Hernández escribió en una cárcel española de la dictadura de Francisco Franco: “Yo que creía que la luz era mía, precipitado en la sombra me veo”.

 

Imagen: El decenvirato romano durante la creación de la Ley de las Doce Tablas.

Relacionados