La epidemia vista por Agamben

Recién iniciada la crisis del coronavirus en su país, el filósofo italiano Giorgio Agamben reflexionó en una columna sobre la relación entre el miedo a la epidemia y la aceptación generalizada de medidas que limitan la libertad personal. El texto desató polémicas, pero el teórico de los estados de excepción, la vida desnuda y el homo sacer no se ha amilanado y continuó publicando artículos sobre la confusión ética que ha generado. A continuación reproducimos los cuatro textos aparecidos hasta ahora en su columna “Una voz”, de la página de la editorial italiana Quodlibet.

por Giorgio Agamben I 4 Abril 2020

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1- La invención de una epidemia (26 de febrero de 2020)

Ante las frenéticas, irracionales y del todo injustificadas medidas de emergencia para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario comenzar con las declaraciones del CNR (Consejo Nacional de Investigación), según las cuales no solo “no existe una epidemia de SARS-CoV2 en Italia”, sino que “la infección, según los datos epidemiológicos disponibles en la actualidad sobre decenas de miles de casos, provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90% de los casos. En el 10-15% puede desarrollarse una neumonía, cuyo curso, sin embargo, es benigno en la absoluta mayoría de los casos. Se estima que solo el 4% de los pacientes requieren ingresar a cuidados intensivos”.

Si esta es la situación real, ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, causando un verdadero estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del normal funcionamiento de las condiciones de vida y trabajo en regiones enteras?

El otro factor, no menos inquietante, es el estado de temor que en los últimos años se ha extendido evidentemente en las conciencias de los individuos y que se traduce en una verdadera necesidad de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal.

Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento tan desproporcionado. En primer lugar, se manifiesta una vez más la creciente tendencia a utilizar el estado de excepción como un paradigma normal de gobierno. El decreto-ley aprobado inmediatamente por el gobierno “por razones de higiene y seguridad pública”, resulta en una verdadera militarización “de los municipios y áreas en las que resulte positiva al menos una persona respecto de la cual se desconoce la fuente de transmisión o de cualquier forma en las que exista un caso no reconducible a una persona proveniente de un área ya afectada por el contagio del virus”. Una fórmula tan vaga e indeterminada permitirá extender rápidamente el estado de excepción a todas las regiones, ya que es casi imposible que no ocurran otros casos en otros lugares. Consideremos las graves restricciones a la libertad previstas en el decreto: a) prohibición de alejamiento del municipio o del área en cuestión por parte de todas las personas que todavía están presentes en el municipio o área; b) prohibición de acceso al municipio o área en cuestión; c) suspensión de manifestaciones o iniciativas de cualquier naturaleza, de eventos y de cualquier forma de reunión en un lugar público o privado, incluidos los de carácter cultural, recreativo, deportivo y religioso, incluso si se llevan a cabo en recintos cerrados abiertos al público; d) suspensión de los servicios educativos para niños y de las escuelas de todos los niveles y grados, así como la asistencia a las actividades universitarias y de educación superior, excepto las actividades de formación a distancia; e) suspensión de los servicios de apertura al público de museos y otros institutos y lugares culturales a que se refiere el artículo 101 del Código de bienes culturales y del paisaje, conforme al decreto legislativo del 22 de enero de 2004, n. 42, así como la eficacia de las disposiciones reglamentarias sobre el acceso libre y gratuito a tales instituciones y lugares; f) suspensión de todos los viajes de estudio, tanto en territorio nacional como extranjero; g) suspensión de procedimientos de quiebra y de las actividades de las oficinas públicas, sin perjuicio de la provisión de servicios esenciales y de utilidad pública; h) aplicación de la medida de cuarentena con vigilancia activa sobre los individuos que han tenido contacto cercano con casos confirmados de enfermedad infecciosa transmitida.

La desproporción frente a lo que según el CNR es una gripe normal, no muy diferente de las que se repiten cada año, llama la atención. Se diría que una vez agotado el terrorismo como causa de medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para ampliarlas más allá de todos los límites.

El otro factor, no menos inquietante, es el estado de temor que en los últimos años se ha extendido evidentemente en las conciencias de los individuos y que se traduce en una verdadera necesidad de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un perverso círculo vicioso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos, es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerlo.

 

2- Contagio (11 de marzo de 2020)

¡Al untador! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí, al untador!

Alessandro Mazoni, Los novios

Una de las consecuencias más inhumanas del pánico que se busca propagar por todos los medios en Italia con motivo de la llamada epidemia del coronavirus es la misma idea de contagio, que está a la base de las excepcionales medidas de emergencia adoptadas por el gobierno. La idea, que era ajena a la medicina hipocrática, tiene su primer precursor inconsciente durante las plagas que devastaron algunas ciudades italianas entre 1500 y 1600. Se trata de la figura del untador, inmortalizada por Manzoni tanto en su novela como en el ensayo Historia de la columna infame. Un “grito” o pregón milanés por la peste de 1576 los describe de esta manera, invitando a los ciudadanos a denunciarlos:

“Habiendo escuchado del gobernador que algunas personas con apagado celo de caridad y para aterrorizar y asustar al pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para incitarlos a algún alboroto, están ungiendo con untos, que se dicen pestíferos y contagiosos, las puertas y los cerrojos de las casas y las esquinas de los distritos de esta ciudad y otros lugares del Estado, con el pretexto de llevar la peste al privado y al público, de lo que han resultado muchos inconvenientes y no poca alteración entre las gentes, mayormente de quienes son fácilmente persuadidos de creer tales cosas, se debe hacer entender por su parte a toda persona cualquiera sea su calidad, estado, grado y condición, que en el plazo de 40 días denunciara a la persona o personas que han favorecido, ayudado o sabido de esta insolencia, se le darán 500 escudos…”.

Es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente aquella que quienes nos gobiernan han muchas veces buscado realizar: que las universidades y las escuelas se cierren de una buena vez y que las lecciones se den solo en línea, que dejemos de reunirnos y de hablar por razones políticas o culturales y que solo intercambiemos mensajes digitales, que siempre que sea posible las máquinas reemplacen todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.

Hechas las debidas diferencias, las recientes disposiciones (tomadas por el gobierno con decretos que nos gustaría esperar —pero es una ilusión— que no fueran confirmados por el parlamento con leyes en los términos previstos) en realidad transforman a cada individuo en un potencial untador, exactamente como aquellas sobre el terrorismo consideran de hecho y de derecho a cada ciudadano como un terrorista en potencia. La analogía es tan clara que el potencial untador que no se atiene a las prescripciones es castigado con prisión. Particularmente invisible es la figura del portador saludable o temprano, que contagia a una multiplicidad de individuos sin que puedan defenderse de él, como uno podía defenderse del untador.

Incluso más triste que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los hombres que se pueden producir. Al otro hombre, quien quiera que sea, incluso una persona querida, uno no debe acercarse ni tocarlo y, de hecho, debe colocarse una distancia entre nosotros y él que, según algunos, es de un metro, pero de acuerdo con las últimas sugerencias de los llamados expertos debería ser de 4,5 metros (¡interesantes aquellos 50 centímetros!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que estas disposiciones sean dictadas a quienes las tomaron por el mismo miedo que pretenden provocar, pero es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente aquella que quienes nos gobiernan han muchas veces buscado realizar: que las universidades y las escuelas se cierren de una buena vez y que las lecciones se den solo en línea, que dejemos de reunirnos y de hablar por razones políticas o culturales y que solo intercambiemos mensajes digitales, que siempre que sea posible las máquinas reemplacen todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.

 

3- Aclaraciones (17 de marzo de 2020)

Un periodista italiano se ha aplicado, según el buen uso de su profesión, a distorsionar y falsificar mis consideraciones sobre la confusión ética en la que la epidemia está arrojando al país, en la que ya no se tiene consideración ni siquiera por los muertos. Así como no merece mencionar su nombre, tampoco vale la pena rectificar las manipulaciones obvias. Quien quiera puede leer mi texto Contagio. Más bien publico aquí algunas otras reflexiones que, a pesar de su claridad, presumiblemente también serán falsificadas.

El miedo es un mal consejero, pero hace aparecer muchas cosas que se fingía no ver. Lo primero que muestra claramente la ola de pánico que ha paralizado al país es que nuestra sociedad ya no cree en nada sino en la vida desnuda. Es evidente que los italianos están dispuestos a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas ante el peligro de enfermarse. La vida desnuda  —y el miedo a perderla— no es algo que une a los hombres, sino que los ciega y los separa. Los otros seres humanos, como en la peste descrita por Manzoni, ahora son vistos únicamente como posibles untadores que se deben evitar a toda costa y de los cuales uno debe mantenerse al menos a un metro de distancia. Los muertos —nuestros muertos— no tienen derecho a un funeral y no está claro qué sucede con los cadáveres de los seres queridos. Nuestro prójimo ha sido cancelado y es curioso que las iglesias guarden silencio al respecto. ¿Qué llegan a ser las relaciones humanas en un país si se acostumbra a vivir de esta manera por no se sabe cuánto tiempo? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor que la supervivencia?

Lo primero que muestra claramente la ola de pánico que ha paralizado al país es que nuestra sociedad ya no cree en nada sino en la vida desnuda. Es evidente que los italianos están dispuestos a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas ante el peligro de enfermarse.

La otra cosa, no menos inquietante que la primera y que la epidemia hace aparecer con claridad, es que el estado de excepción, al que los gobiernos nos han acostumbrado durante mucho tiempo, se ha convertido realmente en la condición normal. Han existido epidemias más graves en el pasado, pero nadie había pensado en declarar por esto un estado de emergencia como el actual, que nos impide incluso movernos. Los hombres se han acostumbrado tanto a vivir en condiciones de crisis perpetua y de perpetua emergencia, que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y han perdido todas las dimensiones, no solo sociales y políticas, sino incluso humanas y afectivas. Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetuo no puede ser una sociedad libre. En realidad, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad por las llamadas “razones de seguridad” y que se ha condenado por esto a vivir en un estado perpetuo de miedo e inseguridad.

No es de extrañar que por el virus se hable de guerra. Las medidas de emergencia efectivamente nos obligan a vivir en condiciones de toque de queda. Pero una guerra con un enemigo invisible que puede acechar en cualquier otro momento es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está afuera, está dentro de nosotros.

Lo que preocupa no es tanto el presente (o no solo el presente), sino lo que viene después. Así como las guerras han dejado como un legado a la paz una serie de tecnologías nefastas, desde el alambre de púas hasta las centrales nucleares, de la misma manera es muy probable que se buscará continuar, incluso después de la emergencia sanitaria, los experimentos que los gobiernos no habían conseguido realizar antes: que las universidades y las escuelas están cerradas y las lecciones solo se impartan en línea, que de una buena vez dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y que solo intercambiemos mensajes digitales, que siempre que sea posible, las máquinas sustituyan todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.

 

4- Reflexiones sobre la peste (27 de marzo de 2020)

Las reflexiones que siguen no se refieren a la epidemia, sino a lo que podemos entender como las reacciones de los hombres a ella. Se trata, en otras palabras, de reflexionar sobre la facilidad con la que toda una sociedad ha aceptado sentirse apestada, aislarse en casa y suspender sus condiciones normales de vida, sus relaciones de trabajo, de amistad, de amor e incluso de sus convicciones religiosas y políticas ¿Por qué no hubo, como era posible imaginar y como suele ocurrir en estos casos, protestas y oposiciones?

La hipótesis que me gustaría sugerir es que, de alguna manera, aunque inconscientemente, la peste ya estaba allí, que evidentemente las condiciones de vida de la gente se habían vuelto tales que ha bastado una señal repentina para que aparecieran como lo que eran, es decir intolerables, justo como una plaga. Y esto, en cierto sentido, es el único dato positivo que se puede extraer de la situación actual: es posible que, más tarde, la gente comience a preguntarse si la forma en que vivía era la correcta.

Es como si la necesidad religiosa, que la Iglesia ya no es capaz de satisfacer, buscase a tientas otro lugar en el que apoyarse y lo encontrase en lo que de hecho ya se ha convertido en la religión de nuestro tiempo: la ciencia. Esta, como cualquier religión, puede producir superstición y miedo o, en cualquier caso, ser usada para difundirlos.

Y aquello sobre lo que necesitamos reflexionar es acerca de la necesidad de religión que la situación hace aparecer. Es un indicio, en el discurso martillante de los medios de comunicación, la terminología tomada en préstamo del vocabulario escatológico que, para describir el fenómeno, recurre obsesivamente, sobre todo en la prensa estadounidense, a la palabra “apocalipsis” y que evoca, a menudo explícitamente, el fin del mundo. Es como si la necesidad religiosa, que la Iglesia ya no es capaz de satisfacer, buscase a tientas otro lugar en el que apoyarse y lo encontrase en lo que de hecho ya se ha convertido en la religión de nuestro tiempo: la ciencia. Esta, como cualquier religión, puede producir superstición y miedo o, en cualquier caso, ser usada para difundirlos. Nunca como hoy habíamos asistido al espectáculo, típico de las religiones en momentos de crisis, de pareceres y prescripciones diversas y contradictorias, que van desde la posición herética minoritaria (también representada por prestigiosos científicos) de quienes niegan la gravedad del fenómeno hasta el discurso ortodoxo dominante que lo afirma y, sin embargo, difiere a menudo radicalmente en cuanto a la forma de enfrentarlo. Y, como siempre en estos casos, algunos expertos o autodenominados tales logran asegurarse el favor del monarca, quien, como en los tiempos de las disputas religiosas que dividieron al cristianismo, toma partido según sus propios intereses por una corriente o por otra, e impone sus medidas.

Otra cosa que da para pensar es el evidente colapso de toda creencia y fe común. Se diría que los hombres no creen ya en nada (excepto en la existencia biológica desnuda que debe salvarse a cualquier costo). Pero sobre el miedo de perder la vida solo una tiranía puede fundarse, solo el monstruoso Leviatán con su espada desenvainada.

Por esta razón —una vez que la emergencia, la peste, se declare terminada, si es que lo será— no creo que, al menos para aquellos que han mantenido un mínimo de lucidez, sea posible volver a vivir como antes. Y esto es hoy lo más desesperanzador, incluso si, como se ha dicho, “solo para aquellos que ya no tienen esperanza se ha dado la esperanza”.

 

Estos cuatro artículos han aparecido en la columna “Una voz” de Giorgio Agamben, recogidos en la página de la editorial italiana Quodlibet. Se traducen con la amable autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.

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