En la época del ocaso de la televisión, en estos días donde la vieja farándula luce como un museo de lo absurdo, el caso del hijo que acuchilla a su padre se exhibe como el mejor escándalo de la prensa rosa de los últimos tiempos, pero también como una cosa tardía, acaso un epílogo revenido y sucio, como un árbol podrido que se derrumba de noche y en el centro de un bosque sin que nadie lo escuche. Nos gustaría ser el país de Raúl Ruiz, pero el caso del frustrado parricida que quiere vengar la honra de su pareja (el padre habría abusado de ella) y que vemos tanto en matinales como en audiencias en vivo, demuestra que en realidad somos el país de Carlos Pinto, el del Mea culpa.
por Álvaro Bisama I 21 Agosto 2020
Un hombre apuñala a su padre y escapa. Pasa en un departamento en Las Condes. El hombre tiene 23 años y estudia derecho. El padre, de 67 años, es abogado. Los dos se llaman igual. El arma que usa para acuchillar al padre es un corvo: le destroza las manos y los antebrazos. Ya lo ha agredido antes. Hace unos meses se lanzó contra él mientras se daba un baño de tina. Lo amenazó con una pistola en el pecho y terminó disparándole al muro; también le rajó una decena de trajes y destruyó buena parte de los cuadros de la casa. No lo denunciaron. Pero esta vez el asunto pasa a mayores, esta vez quiere amputarle la mano. No alcanza. Lo deja herido, sangrando en la puerta. Luego desaparece. Lo pillan una semana después en una clínica psiquiátrica en La Reina. Buena parte de los que hablan se refieren a él como si fuese un niño. Hernán Jr., Nano, Hernancito esto, Hernancito lo otro, repiten. Mientras, la policía allana su departamento y encuentra armas que estaban inscritas y una cantidad de munición impresionante. Puro poder de fuego. Mientras, el país explota o finge explotar con la historia. Nadie esperaba este reality, este lío doméstico que es un tema país para la prensa del corazón, pues se dice que el hombre ha atacado al padre para defender la honra de su novia, quien después se querellará contra el suegro por abusos sexuales reiterados.
Pero hay más. Todo suma, todo se mezcla, todo se enturbia. La madre del hombre es una figura televisiva: una estrella de la farándula (animadora, actriz, panelista, presentadora de noticias, jurado) que ha sostenido a ultranza el compromiso con un glamour ochentero (acaso una de las máscaras más frívolas del pinochetismo) que devino con los años en una suerte de alcurnia trucha, un clasismo esgrimido como una ideología televisiva. Si sabemos todo esto es porque las vidas del hombre, sus padres y su hermana han sido públicas en todas las formas posibles, a tal punto que el año 2012, TVN produjo y exhibió un reality que quería vender a la familia como los Kardashian criollos, pero que a nadie le interesó; su exceso de falsedad lo hacía parecer un publirreportaje del vacío.
Al igual que su madre, el hombre también ha querido ser todo, aunque su carrera es una versión degradada de sus aspiraciones. Ahí no le ha quedado otra cosa más que ser un artista de sí mismo y posar con armas de todo tipo, aparecer en Instagram entrenando en polígonos de tiro, correr autos deportivos en carreras clandestinas o fotografiarse con camas llenas de dinero y rodeado de muchachas en ropa interior. Antes, cuando era un adolescente, le inventaron un tongo con una modelo argentina para presentarlo en sociedad; antes, varias entrevistas lo presentaron como el rebelde de la familia mientras probaba suerte como cantante de música urbana con unos resultados más bien patéticos: un par de clips del montón, con tomas que parecían el saldo de algún video mejor o grabado en Miami, otra lista interminable de lugares comunes. Antes, el padre había salido a defenderlo con orgullo, como si lo autorizase a hacer de todo o casi todo.
Ahora mismo, aquello vuelve y se acumula en una infinidad de capas de telebasura. La historia del hombre que quería matar a su padre ya está en todos lados, es fácil de seguir, se convierte en el culebrón de este invierno. Mientras, las cosas se vuelven aún más escabrosas. La novia del hombre dio una entrevista acerca de la querella de abuso contra su suegro y detalla el acoso que sufrió. Hace unos días, la madre habló en el matinal de Canal 13, donde es rostro y panelista. Ese programa no había abordado el tema en una semana y ella no había estado en pantalla. La entrevista, no podía ser de otra forma, fue extraña, terrible y demoledora, no solo por las confesiones familiares, sino porque el programa la trató con un respeto que nunca le ha dispensado a otras víctimas cuyos derechos han sido vulnerados en aras del rating, como Nabila Rifo o Ámbar Cornejo, la niña asesinada hace un par de semanas de Villa Alemana. Hace un par de semanas, de hecho, fueron capaces incluso de meter un técnico forense a la propiedad donde aún estaba escondido su cuerpo y permitieron que hablara del caso hasta Joaquín Lavín, quien a pesar de tener trabajo como alcalde de Las Condes, participa de modo incomprensible como panelista estable del programa.
Pero me desvío. Porque ahora mismo todos ganan, todos tratan de coger la información que chorrea como un grifo abierto desde varios frentes. Todo es un chiste, una chacra. De hecho, la audiencia con la jueza de garantía del martes fue por lejos uno de los mejores programas de tevé de este invierno. En ella, el hombre aparecía con una mascarilla en un zoom mientras los abogados peleaban por el caso. Su padre miraba desde la otra esquina de la pantalla y entre ellos estaban los abogados, cuyas intervenciones podían verse por YouTube como una versión precaria de esos shows que David E. Kelley perpetró durante la década del 90: Se hará justicia, Ally McBeal, Los practicantes. La inaudita decisión de la jueza de permitir que Hernan Jr. o Hernancito cumpliese la prisión preventiva dentro del psiquiátrico en el que se había escondido solo aumentó la sensación de irrealidad catódica que ha definido el caso, pues confirmaba que los procesos de la justicia chilena podían ser vistos como otro capítulo más de una serie más bien mediocre, preocupada de sorprender a la audiencia con un final insólito.
Por supuesto, puede que el caso del atacante del corvo no termine en meses o años. Sus detalles, estampados ahora en las querellas, los despachos en vivo y en la ola de murmullos que atraviesan las redes sociales, cruzan el aire: la tina de hidromasaje del padre, los paisajes del campo chileno de los cuadros, las bolsas llenas con balas, los twitter de la hermana donde trata al hombre de “parricida”, la funda del arma, las interminables grabaciones de autos deportivos atravesando la ciudad de noche, como los sueños de colores de una película de acción.
Entre ellas hay una secuencia que se eleva sobre las otras, porque quizás permite hilar el conjunto. Es la que corresponde a la grabación del hombre en un ascensor, en los instantes que siguieron al acuchillamiento. Dura unos pocos segundos y es pavorosa. En ella el hombre viste una polera amarilla y lleva el celular en la mano. También tiene el pelo teñido y uno de sus brazos está cubierto de sangre. La polera también está manchada en la espalda y las mangas. Las paredes del ascensor son espejos. Entonces ahí pasa algo extraño. El hombre levanta el celular y se mira en la pantalla y aguanta un segundo o medio segundo y luego dispara y se hace un autorretrato. Después le manda la foto a alguien y eso es lo último que sabemos de él hasta que lo descubren escondido en la clínica de La Reina. Pero es imposible volver de esa selfie, pues en el video los espejos multiplican su imagen y quizás se vuelve un laberinto inexplicable. Esa foto es todo lo que hay en el mundo del hombre: un rostro reflejado hasta la extenuación, en una cárcel infinita hecha de sí mismo.
¿Tiene sentido todo esto? Lo más posible es que no, pero la pandemia y el estallido han cambiado el modo en que consumimos historias y noticias a diario. El coronavirus es también una medida del tiempo, marca una sucesión de días idénticos donde vemos todo a través de pantallas que no parecen apagarse jamás y que cambian nuestra percepción de lo real, el modo en que nos entretenemos y el valor de novedad que le otorgamos a lo que nos cuentan los medios. Y sí, sí quisiéramos todos que este fuese el país de Raúl Ruiz pero en realidad es el de Carlos Pinto y su Mea Culpa, un territorio de horror infinito, vuelto un espectáculo sensacionalista hecho de una violencia ciega y doméstica.
También es posible percibir una paradoja terminal acá. Una última broma, tal vez. En la época del ocaso de la televisión, los diarios y las revistas; en estos días donde la vieja farándula luce como un museo de lo absurdo, el caso del hombre y su padre se exhibe como el mejor escándalo de la prensa rosa pero también como una puesta en escena tardía, un epílogo que llega a destiempo, revenido y sucio, algo que nos recuerda a un árbol podrido que se derrumba de noche y en el centro de un bosque sin que nadie lo escuche.
por Ricardo González T.