La lectura del libro ya clásico de Walter Benjamin, Infancia berlinesa hacia mil novecientos, resuena hoy como un llamado de atención a los afectos que circulan cuando observamos la vida de niños y niñas hiperconectados a redes sociales y pantallas, y pensamos en su futuro. La obra del filósofo alemán es una reserva de experiencias que se conectan con el devenir del mundo moderno; son fragmentos de lo destruido y lo emergente, de antiguos espacios urbanos y nuevas tecnologías disruptivas (como el teléfono), de identidades territoriales y nuevos hallazgos.
por Rosario Palacios Ruiz de Gamboa I 16 Diciembre 2024
En los últimos años, en Chile se ha intensificado la discusión sobre la niñez, más bien sobre las niñeces, término que se acuña para enfatizar la diversidad de las experiencias de niños y niñas. La creación de la Defensoría de la Niñez en 2018, el escándalo que provocó el conocimiento de los abusos cometidos en algunas residencias del Sename al año siguiente, adolescentes y estudiantes universitarios saltando los torniquetes del Metro de Santiago para el estallido social son quizás la cara más política de este foco de atención. Otras temáticas, como el uso de celulares a temprana edad, la baja calidad de la educación escolar, la ausencia de hábitos de lectura en la infancia y espacios públicos inseguros, poco acogedores para el juego y limitantes para la movilidad independiente, también ocupan un espacio en la discusión pública. Pareciera ser que las vivencias de niños y niñas en el Chile de hoy distan mucho de las tardes de pichanga en la calle, la construcción de casas-club en los árboles de la plaza o de los paseos en la bicicleta llevando al amigo de pie en la parrilla. La nostalgia por una niñez más libre, sin miedos (aunque existiera el peligro) y con menos pantallas, se conecta también con la añoranza de un mundo pasado, aunque moderno, menos moderno, y si bien conectado —con imprenta, televisión e internet—, sin redes sociales, wifi ni teléfonos inteligentes.
La lectura de Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin, hoy resuena como un llamado de atención a los afectos que circulan cuando observamos la niñez contemporánea y pensamos en su futuro. La obra de Benjamin, en la que ofrece variadas imágenes de su niñez burguesa en el Berlín de fines del siglo XIX, es una reserva de experiencias que se conectan con el devenir del mundo moderno; son fragmentos de lo destruido y lo emergente, de antiguos espacios urbanos y nuevas tecnologías disruptivas, como el teléfono, de identidades territoriales y nuevos hallazgos. Los recuerdos de Benjamin se leen lentos, con el ritmo de la palabra hablada, del diálogo y el intercambio de detalles. Todo lo contrario al estrépito de las balas, balas disparadas en la calle contigua a una escuela, balas que asustan, balas rápidas, balas que te pueden matar.
La imagen de un recreo con niñas y niños asustados por la balacera recién ocurrida, el helicóptero de Carabineros sobrevolando el patio y las profesoras intentando mantener la calma, se suma a los recuerdos que acompañarán a algunos niños y niñas de hoy. También los mensajes ofensivos enviados por el celular —breves, sin explicación, injustificados—, las tardes frente al videojuego, con prohibición de salir a la calle porque es peligrosa y porque hay que evitar las malas juntas, las plazas enrejadas, las calles repletas de autos, el aire contaminado. La multiplicidad de imágenes de la niñez en la ciudad que podríamos evocar nos habla de lo dinámica e infinita que es la experiencia de la infancia, y profundizar en ellas nos abre una ventana hacia la complejidad de nuestro país.
La inequidad social es quizás uno de los factores que más distancia algunas experiencias de niñez de otras. La infancia acomodada de Benjamin se asemeja en ciertos aspectos a la de niños y niñas de familias chilenas de altos ingresos. Y a la vez, su relato está cargado de lo incierto, de la permanente extrañeza que
le provoca su ciudad y la exploración y los hallazgos que esa condición motiva. Benjamin habita el carácter inesperado y sorpresivo de Berlín, un carácter esencial de lo urbano. Está atento a lo que sucede entre líneas, bajo la superficie, a las interacciones tácitas y a las palabras no dichas.
Benjamin no pretende hablar de su experiencia personal de niño berlinés cuando nos cuenta sobre su pena de sentirse ignorado al llegar tarde a clases. Nos quiere hablar de su mundo, de su sociedad, de las formas que tienen las personas de entenderse, o no, en la modernidad. Sus memorias son parte de una constelación, de una forma de sentido, y no puede sino llevarnos a pensar en cómo se vinculan las vivencias de niños y niñas de hoy con el orden (o desorden) de nuestra sociedad contemporánea.
Una de las angustias de algunos padres y madres es pensar cómo se las arreglarán sus hijos e hijas en un mundo arrasado por el cambio climático, los desastres medioambientales y las plagas. El confinamiento que tuvieron que vivir muchos niños y niñas por causa de la pandemia del covid-19 dominará sus memorias de infancia. Días aburridos sin ver a los amigos, clases por pantalla o ausencia de clases, falta de movimiento en espacios domésticos pequeños y hacinados. Estos recuerdos, ¿se conectarán en el futuro con nuevas energías para el medioambiente o con un camino descendente hacia el fin del mundo?
Hay signos importantes para esperar lo primero, niños y niñas reconocen el mundo para transformarlo. Como dice Benjamin: “Allí, ante un fondo gris, la primavera enhestaba sus primeros retoños, y cuando, más adelante hacía surgir aquí los primeros brotes delante de la fachada posterior gris, y cuando, avanzando el año, un techo de hojas cubierto a lo largo del año, una polvorienta fronda rozaba la pared mil veces al día, la fricción de las ramas me iniciaba en un aprendizaje que aún me venía grande, ya que el patio se me antojaba una señal”.
En el patio, Benjamin descubre y sueña múltiples posibilidades, ve transcurrir el tiempo y las estaciones, busca refugio y encuentra estabilidad. Se vincula con otras vidas, las de los adultos, sacudidores de alfombras, cocheros, y por sobre todo, practica la espera. Los recuerdos de Benjamin dan cuenta de un niño despierto, abierto al mundo, conectado con su ciudad y su época.
El entendimiento de la infancia como un período de la vida humana no puede significar creer que niños y niñas son proyectos de persona, sujetos incompletos sin razón y voluntad. Por otra parte, la reflexión sobre las infancias como un fenómeno particular, aislado, con bordes claros, ha sido superada por una visión que las entiende como el resultado de relaciones con una diversidad de cuerpos, humanos y no humanos; personas y cosas, instituciones y temperaturas; un ensamblaje diverso de elementos posibilita las infancias. Spyros Spyrou, antropólogo que se ha especializado en los estudios de la infancia, explica cómo las niñeces existen en interdependencia, sin una esencia y autenticidad fija. En esta línea, los adultos somos parte de la constitución de las infancias, y la creciente atención en la niñez demanda una mirada hacia los adultos, quienes también se encuentran sumergidos en pantallas, redes sociales y muchas veces violencia. El giro hacia los cuidados que ha permeado los discursos de política pública, pone énfasis en las maneras de adultos para relacionarse con niños y niñas, y debiera ser parte de esta perspectiva, no como una forma utilitarista para favorecer la integración de las mujeres al trabajo, sino como un encuadre que releve la importancia de las relaciones entre adultos y niños en la constitución de la experiencia de la infancia.
Infancia berlinesa, al igual que el Libro de los pasajes, puede comprenderse como una colección de fragmentos. La experimentación como forma de adentrarse en el mundo y develar significados caracteriza la infancia. El antropólogo Tim Ingold se refiere a la experimentación en la vida cotidiana como una forma de integrar la actividad práctica en el proceso del pensamiento, es decir, pensar a la intemperie, no a puertas cerradas. De alguna manera, Benjamin nos ofrece esa forma de experimentación a través de sus fragmentos, que se vuelven experiencia en la narración a través del lenguaje. El niño berlinés explora el mundo, lo descubre e imagina y, sobre todo, lo reconstruye en su memoria, dotándolo de significado.
Hacer espacio para la exploración infantil es esencial si queremos reconocer la niñez en su diversidad. Parte importante de los recuerdos de Benjamin refieren al espacio urbano, a la ciudad desordenada, en la que sucedían desastres e incendios, donde había parques frondosos y luces a gas: “Andar desorientado en una ciudad no significa gran cosa. Extraviarse en ella como quien se extravía en un bosque requiere, no obstante, preparación. Los nombres de las calles tienen que hablar al errabundo como el crujir de ramitas secas, y las callejuelas del centro reflejarle las horas del día con la nitidez de un claro en la montaña. Tardé yo en aprender este arte que, sin embargo, hizo realidad ese sueño cuyas primeras huellas habían sido laberintos en el papel secante de mis cuadernos”.
La exploración de la ciudad requiere autonomía, y para ello, condiciones mínimas de seguridad e infraestructura. Uno de los desafíos para el mayor bienestar de niños y niñas en nuestro país es transformar las ciudades en espacios habitables para ellos y ellas. No se trata de convertir el espacio urbano en un parque de diversiones, sino de permitir la movilidad, el juego y el encuentro con lo no conocido. La niñez no existe por sí sola, como entidad abstracta y aislada, sino que emerge en relación con una diversidad de actores y materialidades que la hacen posible. ¿Cómo son las experiencias de niñez que se conforman en las relaciones con adultos en las familias, escuelas, comunidades y barrios, en las calles de nuestras ciudades? ¿De qué maneras acompañamos a niños y niñas en sus luchas y descubrimientos, en su tejido de constelaciones? Una de las imágenes más dichosas en las memorias de Benjamin es su exploración del lago congelado, con su propio cuerpo al patinar sobre el hielo: “El lago, sin embargo, sigue vivo dentro de mí en el ritmo de los pies entorpecidos por los patines que, tras una incursión en el hielo, volvían a sentir el entablado y entraban retumbantes en una caseta donde una estufa de hierro ardía al rojo vivo. Cerca estaba el banco en el que uno medía la carga que llevaba en los pies, antes de decidirse a desatarla. Luego, cuando el muslo descansaba inclinado sobre la rodilla y el patín se aflojaba, teníamos la sensación de que nos nacían alas en ambos pies y, con pasos que saludaban al suelo helado, salíamos al aire libre”.
La experimentación se vive en el cuerpo y con el cuerpo, y esa vivencia corporeizada se hace parte de lo que somos. Niños y niñas de hoy, dominados por la virtualidad, parecieran menos expuestos al mundo concreto, táctil, sensorial. Las imágenes de la niñez de Benjamin huelen, se gustan y escuchan, casi se pueden tocar. Al leer los recuerdos de Benjamin se entra en un ritmo que acompaña su relato, su narración invita a afinar los sentidos para ser parte de sus vivencias, y en el lenguaje compartimos su experiencia. Para Benjamin, la experiencia empobrecida es aquella que no se comparte ni se comunica a través del lenguaje. La potencia de la experiencia es que se conecte con otros, se vuelva colectiva y parte del mundo social. Es la experiencia relatada, en la que profundiza Benjamin en su famoso ensayo sobre el narrador de historias (1936).
El psicólogo Daniel Stern habla de “afecto sintonizado” (affect attunement) para referirse a comportamientos que realizamos junto a los demás, no para imitarlos exactamente, sino para compartir lo que se vive y los afectos que circulan en torno a ello. Sintonizar nuestros afectos para acompañar la niñez requiere de despojarnos de nuestras visiones adulto-céntricas, no para pretender volver a ser niños; sí para compartir sus exploraciones y ser parte de la necesaria reconquista por parte de niños y niñas del mundo sensorial. La vida cotidiana de las diversas infancias nos abre a un mundo diverso y siempre nuevo de lo que significa ser niño o niña hoy, fuera de esquemas rígidos y definiciones cerradas. La sintonía de los afectos adultos con esas experiencias debiera ser el punto de partida para el desarrollo de acciones que contribuyan a un mayor bienestar de la niñez. Las imágenes de Benjamin, múltiples y novedosas, nos sitúan en ese entramado de relaciones que es cada infancia y nos llaman la atención acerca de su conexión con la posterior experiencia histórica.
Imagen de portada: Sin título (2023), de Antonieta Corvalán, ilustración dígital.
Infancia berlinesa hacia mil novecientos, Walter Benjamin, Periférica, 2021, 136 páginas, $31.000.