Juan Rodríguez Medina: “El verdadero héroe es el que saca la vuelta”

Aunque imaginar una vida liberada del trabajo resulta prácticamente imposible, “no siempre fue un destino”, sostiene Juan Rodríguez Medina en Recobrar el tiempo. Para el autor de este ensayo, las “pequeñas resistencias” del trabajador contemporáneo pasan por no comulgar con el relato de la productividad incesante: “El ser humano necesita estar activo, necesita hacer algo, ¿pero no hay otro quehacer posible, otra actividad que no sea el trabajo asalariado? Hoy no, obvio, hoy es evidente que el trabajo articula nuestro tiempo, o sea, nuestra existencia, a nosotros; por eso no es una actividad más, y menos un medio, es el orden del mundo”.

por Juan Íñigo Ibáñez I 28 Diciembre 2022

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Se habla de “ganarse la vida”, de “forma de ser” y de “surgir”. El trabajo ha seteado a tal punto nuestras vidas que “si no trabajas y no estudias, no eres nadie: eres un nini”, ejemplifica Juan Rodríguez Medina (Santiago, 1983), autor de Recobrar el tiempo, un ensayo filosófico en el que piensa contra el trabajo, y contra sí mismo, explorando como horizonte de posibilidad una vida liberada del tiempo del capital.

Pero, ¿será capitalismo todo ese manto de moralidad con el que está investido el trabajo? Rodríguez cree que sí, al punto de llegar a ser una “metafísica” y “orden de mundo”. “Toda esa culpa porque se hace tarde y hay que dormir. El apuro. Pensar en irse (al sur, por ejemplo). Huir de Santiago, o de donde sea que esté tu trabajo, tu casa, cuando hay feriados y vacaciones. Llegar pronto a casa, o a juntarse con los amigos”, se lee en Recobrar el tiempo.

¿Podría ser de otra manera? Según Rodríguez, de hecho, la novedad (moderna) es que la vida se articule en torno al trabajo: “Es recién con el capitalismo, hace unos dos siglos, cuando comienza a transformarse en el quehacer predominante”, asegura. “Antes, las personas defendían su derecho a la subsistencia, o sea, a depender de sí mismas. Hasta la mendicidad era mejor vista que trabajar por un sueldo. Eso lo cuenta Iván Ilich en El trabajo fantasma”.

Imaginar el fin del trabajo —o al menos limitarlo— sería, entonces, recuperar la “temporalidad que somos”, creando zonas o esferas libres en las que, como dijeron Marx y Engels, “yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico”.

¿No será que para afrontar el horror vacui de una vida liberada del trabajo necesitemos un temperamento filosófico o medio zen, tipo Claudio Bertoni? ¿Estaremos realmente dispuestos a liberarnos de ese yugo que es también un articulador de nuestra vida?
Comparto esa duda, de si realmente queremos liberarnos, y creo que a medida que avanza mi libro se hace más evidente. El asunto es si el trabajo asalariado, el chantaje del sueldo, ese yugo que incluso puede ser placentero, es la única manera de articular nuestra vida. O dicho de otro modo: aceptemos que sí: el ser humano necesita estar activo, necesita hacer algo, ¿pero no hay otro quehacer posible, otra actividad que no sea el trabajo asalariado? Hoy no, obvio, hoy es evidente que el trabajo articula nuestro tiempo, o sea, nuestra existencia, a nosotros; por eso no es una actividad más, y menos un medio, es el orden del mundo.

¿Por qué son así las cosas?
No por designio divino. Probablemente sea porque dependemos del sueldo. Imaginemos, eso lo podemos hacer con toda libertad, que nos liberamos del chantaje del sueldo, ¿se acabaría la actividad humana, los quehaceres? ¿La única razón para hacer algo, para trabajar es que, como dice una canción, “te manejen con un sueldo”? ¿Qué pasa con el reconocimiento, la búsqueda de sentido, el querer apuntalar y agasajar a tu familia? ¿No son, esas u otras, motivaciones suficientes? ¿Necesitamos que nos chantajeen para trabajar? Para trabajar en algo desagradable o para que nos subordinen, sí, pero ¿para llenar el vacío? Imagino que, antes del capitalismo, las personas también llenaban los días de alguna manera.

¿Constituirá la pregunta por el trabajo algo así como el “retorno de lo reprimido”? Lo digo porque se ha culpado a cierta izquierda de perder el asidero material de sus reivindicaciones. ¿Se podrá conciliar la preocupación por las condiciones materiales de existencia con las demandas identitarias, o se trata de una falsa dicotomía?
Es una falsa dicotomía. Por de pronto, apelar a los trabajadores es, de hecho, apelar a una identidad, y qué decir de quienes apelan a la nación. Las mal llamadas luchas identitarias no son más, y perdona lo bruto, que personas diciendo: yo también soy humano; es la misma lucha por la igualdad y la libertad de siempre. La lucha por la igualdad y la libertad siempre fue y siempre es, será, una lucha por el reconocimiento, una lucha “identitaria”: así como me ves, así como soy o como llegue a ser, como me muestre, yo también soy humano.

¿Y en el caso chileno?
En el caso chileno la izquierda se subió a última hora al feminismo, ecologismo, etc.; antes de este siglo e incluso ya entrado en él eran reivindicaciones bien arrinconadas, de modo que es difícil que sean responsables de una desafección que, según yo, comenzó en los 90, a más tardar a fines de los 90. Y ahí, si hubiera que culpar a alguna izquierda, es a la izquierda neoliberal, o de tercera vía y hasta cosista, que se compró entera la consigna “resolver los problemas de la gente”. Además, no sé hasta qué punto se puede distinguir tan taxativamente entre reivindicaciones materiales y posmateriales.

¿En qué sentido?
Las sufragistas estadounidenses pedían “pan y rosas”. Luego ese pasó a ser el lema del movimiento obrero. Y es que, claro, ¿para qué quiere alguien seguridad en su vida y la de los suyos, sustento material? Pues, para poder disfrutarla, para liberarse, en lo posible, de las cargas innecesarias que ponen aún más cuesta arriba la vida. Si tengo asegurado el pan, seguro será más fácil que disfrute de las rosas, o que me las invente. El asunto se podría poner en estos términos: la lucha por el sustento, por la sobrevivencia, nunca es solo por el sustento o la sobrevivencia. La lucha material siempre fue y siempre es una lucha posmaterial, si es que hay que seguir usando esas palabras.

Por supuesto nos hemos liberado de algunas labores pesadas y mecánicas, pero tampoco sé si todos. Un trabajador de estos almacenes de Amazon probablemente no opinaría lo mismo. Tampoco las mujeres que trabajan en las maquilas en el norte de México. Pero incluso si todos esos trabajos se eliminaran, si viviéramos como los seres humanos en Axiom, la nave espacial de Wall-E, o como en algún capítulo de Black Mirror, igual estaríamos trabajando, digitalmente, produciendo datos para que los capitalicen los grandes señores y señoras de la economía digital.

Resulta sugerente que te posiciones contra el “chantaje del sueldo”, pero no demonices el consumo, algo que para muchos constituye una de las características más alienantes del neoliberalismo.
Creo que evito demonizar el consumo porque, dicho en chileno, tiene aroma a roteo, o, dicho en filosófico, tiene gusto a andar distinguiendo entre vidas auténticas e inauténticas. Y claro, rotos e inauténticos son siempre los otros, el que juzga está siempre del lado correcto. Pero además, no sé si el consumo es una actividad, y hasta una identidad, solo enajenante. Y hasta da lo mismo. Quiero decir, ¿no es más sugerente pensar, indagar qué deseos, qué anhelos están operando ahí? No olvidemos que el mall, esa infraestructura o esa tecnología, la diseñó un socialista. ¿Por qué no imaginar que en los pasillos del mall, por los que vamos y venimos solos, con amigos o en familia, habita algo así como un deseo de socialismo?

Tan inescapable parece ser el trabajo asalariado, que incluso ante un horizonte inminentemente automatizado —que según algunos liberaría a los trabajadores de las tareas más arduas y mecánicas—, a cierta izquierda parece costarle sobremanera imaginar su fin…
El capitalismo viene prometiendo eso desde la Revolución Industrial y aquí seguimos, trabajando más y mejor. Por supuesto nos hemos liberado de algunas labores pesadas y mecánicas, pero tampoco sé si todos. Un trabajador de estos almacenes de Amazon probablemente no opinaría lo mismo. Tampoco las mujeres que trabajan en las maquilas en el norte de México. Pero incluso si todos esos trabajos se eliminaran, si viviéramos como los seres humanos en Axiom, la nave espacial de Wall-E, o como en algún capítulo de Black Mirror, igual estaríamos trabajando, digitalmente, produciendo datos para que los capitalicen los grandes señores y señoras de la economía digital.

¿No habremos llegado al punto en que es más fácil imaginar el fin del capitalismo que el del trabajo, entendido como una metafísica y una moral?
Quizá, si entendemos que el trabajo del que hablo en mi libro es el trabajo asalariado, venderte por plata, y que esa manera de subsistir surge o se convierte en hegemónica con el capitalismo, entonces el fin del capitalismo sería lo mismo que el fin del trabajo. Imagino que por eso hay gente, como quienes adscriben al “aceleracionismo”, que imaginan que, de la mano de las tecnologías digitales, conducidas políticamente, se podría poner fin al capitalismo y entonces al trabajo.

Cuentas que en nuestro país existiría una tradición bastante arraigada de sacar la vuelta y cultivar la flojera. ¿Por qué crees que el aburrimiento es una emoción reactiva e incluso revolucionaria?
Porque cuando estamos aburridos nos podemos poner a pensar y hasta puede que dejemos de creer; por eso la pereza es un pecado capital, porque cuando uno está flojeando se te puede meter el diablo. En la moral del trabajo, la virtud es el esfuerzo y el defecto, la flojera. Y por eso los ricos son ricos, porque se esfuerzan, y los pobres son pobres, porque son flojos. Por supuesto no es así, pero esa es la lógica. También son flojos los homosexuales, los mapuches y los comunistas. O sea, todo lo raro o lo que no cuadra bien. Eso ya debería darnos una señal de que algo de subversivo hay en la flojera. De hecho, pienso ahora, el verdadero héroe de la clase trabajadora, y si no héroe al menos figura, es el trabajador que saca la vuelta, llega tarde, toma desayuno en el trabajo, da menos de lo que puede dar; pequeñas resistencias, flojeras, que probablemente no van a cambiar el mundo, pero que ponen ciertos límites, y que antes que hacernos sentir culpa, como dicta la moral del trabajo, deberían ser motivo de orgullo —el orgullo flojo—, porque no es más que la sustancia humana resistiéndose al control; y sobre todo, buscando gozo, porque al final de eso se trata, de poder gozar.

¿Habrá escapatoria a la ubicuidad del trabajo en tiempos de capitalismo de la atención? Incluso cuando flojeamos generamos datos…
No lo sé. Ahí es cuando al reformista y poco arrojado que habita en mí se le ocurre pensar en la ley, en poner límites, en regular, o sea, en no dejar hacer al capitalismo. En ponerle un freno. Pero no sé si es suficiente o siquiera posible a estas alturas. Walter Benjamin, creo que era él, quien frente a la revolución vista como una locomotora (la imagen es de Marx), dijo que, en realidad, de lo que se trataba, o lo que queríamos, era bajarnos del tren. Esa es la revolución.

 


Recobrar el tiempo, Juan Rodríguez Medina, Taurus, 2022, 220 páginas, $14.000.

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