Ruinas de mi ciudad

Comprender el paso del edificio al escombro, del escombro a la ruina y de la ruina al edificio patrimonial es el propósito de este ensayo, que gira en torno a la Basílica del Salvador, el Palacio Pereira y la Villa San Luis. La ruina no nace, se hace; se va haciendo desde las prácticas, decisiones y gestos de actores y colectivos en determinados tiempos y espacios de un mundo sometido siempre al cambio. Las ruinas son cuerpos que desordenan e interrogan nuestra historia de progreso y modernidad, cuerpos que incomodan y que también son sinónimo de movimiento y desplazamiento.

por Francisca Márquez I 20 Diciembre 2023

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Mirando a través de la ventana de un altillo en una vieja casona en el barrio La Chimba, en Santiago, descubrí el vasto tejado de zinc y óxido que cubría las precarias viviendas del lado norte del río Mapocho. En el horizonte del cielo gris se dibujaba un mosaico de latas, clavos y alambres. En cada una de esas fonolitas de zinc, pizarreño y asbesto cemento, se abría un sinfín de posibilidades: trizaduras, perforaciones, amarres, grietas, fragmentos, musgo, moho. Durante los años que recorrí las calles de La Chimba, no dejé de tropezar con esas materialidades derruidas, mil veces reutilizadas y siempre desvencijadas. Eran los escombros y fragmentos del otro lado de la ciudad. Sin embargo, fue una fotografía de la fachada del Palacio de La Moneda, quemado y cubierto por andamios de madera, lo que me hizo sospechar que a veces lo derruido puede ser más que un cúmulo de escombros. Esa fotografía tenía la potencia de retrotraerme a la imagen de La Moneda en llamas. No eran escombros, era una ruina que —a pesar de los rastros carbonizados de sus muros y los fragmentos de ventanas, rejas y concreto a punto de caer— operaba como dispositivo de la memoria violentada, remitiéndome a ese instante traumático de la historia nacional: el bombardeo y el fin de un proyecto revolucionario.

Más tarde, comprendí que las ruinas existen por doquier y que, en nuestras derivas por la ciudad, siempre es posible tropezar con ellas. El descubrimiento de otras ruinas en Santiago me sedujo ya no como la evidencia de un estorbo o escombro al que se mira con distancia y temor, sino como ese cuerpo-artefacto misterioso y extraño en sus formas y envolventes. Imponentes cuerpos fisurados, sostenidos a menudo por andamios, que me llevaron a sospechar que, en cada una de esas grietas y estructuras derruidas debían existir, agazapadas y escondidas, un sinfín de memorias, emociones y quehaceres. El término fisura, según el diccionario de la Real Academia Española, es una “abertura alargada y con muy poca separación entre sus bordes, que se hace en un cuerpo sólido, especialmente un hueso o un mineral”. Pero también alude a la “dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o la resolución de una cosa”. Sinónimos de fisura son la grieta, raja, hendidura, hiato.

Entonces emprendí la tarea de recorrer estas fisuras y grietas para pronto comprender que, además de desestabilizar las formas arquitectónicas, ellas operan también como dispositivos de memoria, identidades y afectos. Efectivamente, en torno a las ruinas de nuestra ciudad se anudan prácticas y narrativas que, con resultados diferenciados, moldean nuestras vidas y sus horizontes: la Basílica del Salvador como cuerpo sin esqueleto y en perpetuo movimiento; el Palacio Pereira como cuerpo del desamarre y bello final; la Villa San Luis como el cuerpo doliente del despojo brutal.

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Tarjeta postal del Templo del Salvador editada entre 1911 y 1916, décadas antes de que fuera declarado basílica en 1938. Crédito: Archivo fotográfico de la Biblioteca Nacional.

En la Basílica del Salvador, la profundidad de las grietas y fisuras que acompañan su fachada, sus esculturas y relieves atrapan la imaginación hacia el derrumbe. No es difícil imaginar que si no fuese por las estacas que sostienen el muro y las rejas que impiden circular por la vereda contigua, eso no sería más que un cúmulo de escombros derramados sobre el pavimento. No obstante, la Basílica está allí, de pie como baluarte patrimonial. “La iglesia de oro”, como la llaman por su delicada filigrana dorada, conserva aún la magnificencia y belleza de su porte. Pero las imágenes de su deterioro se magnifican al recorrer las tres naves, sentir el frío y observar el altar vacío, los arcos en deteriorada albañilería, los pilares desgastados, los vitrales que ya no están, las pinturas y revestimientos de yeso que escurrieron con las lluvias; polvo, peñascos y excrementos de paloma por doquier. Al levantar la vista hacia el bello cielo decorado y perforado, un edificio se inscribe en el horizonte, los balcones del vecindario entran como parte del templo abandonado. Sobre la cúpula destrozada, un delicado árbol crece y una pelusa de maleza completa la escenografía del recorte dorado sobre el cielo gris de Santiago. Como toda ruina, la Basílica del Salvador también tiene piel, muchas pieles, costras y cortezas que se adhieren a su cuerpo, envolventes que hablan de un tiempo en que el ejército celebraba y oraba sus victorias; las élites bautizaban a sus hijos; las muchedumbres clamaban por justicia ante el asesinato de Rodrigo Rojas Denegri; las devotas oraban frente al Cristo del Salvador; vagos y tránsfugas se cobijarán bajo sus altares y gárgolas en las noches de la dictadura, y hoy, restauradores, arquitectos y patrimonialistas se afanan en su conservación, impidiendo que ella siga su natural y vital derrumbe.

La historia del Palacio Pereira, en pleno centro de Santiago, da cuenta de las riquezas acumuladas en tiempos del salitre; imponente presencia donde el juego de órdenes jónico y corintio se superponen a balcones, rejas y archivoltas de fierro fundido, importados y adaptados de catálogos franceses. En su interior, los salones y patios comunicados por un amplio eje de circulación, y algunas reminiscencias de arquitectura colonial, permiten imaginar la vida que transcurría en él. Delicada ornamentación basada en los principios de composición clásicos que inspiraba a arquitectos y familias de la oligarquía de fines del siglo XIX, pero donde el mármol y las maderas exóticas contrastaban con el suelo de tierra y los escombros. Desde los años sesenta el palacio se mantuvo como una escenografía derruida. Antes de su restauración, iniciada 40 años después, la fachada chorreada de excrementos de paloma operaba como pizarrón del tiempo: por allí pasaron vagabundos, grafiteros y una fauna diversa que necesitó de algún refugio. Podría decirse que el edificio había sido absorbido por la ciudad y se encontraba, cada día más, a merced de los intereses inmobiliarios que pugnaban por deshuesarlo y engullirlo por completo. Nada de eso ocurrió, finalmente, porque la ruina ha desaparecido para volver a transmutarse en el palacio inmaculado —demasiado inmaculado, quizás— que alguna vez fue. Es la magia de la política urbana y el fetiche patrimonial.

En uno de los terrenos más caros de Santiago, en la comuna de Las Condes, entre grandes edificios espejados, dos amasijos de betón y fierros retorcidos se muestran impúdicos tras las rejas que los resguardan. Son los escombros —hoy transformados en ruinas por una declaratoria del Consejo de Monumentos— de Villa San Luis, conjunto habitacional modernista que encarnó el sueño de justicia social de la revolución socialista de los años 70. Era, o sería, una ciudadela para familias obreras en una ciudad segregada y desigual. Con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, esta ciudadela de la revolución socialista llegó a su fin y los vecinos fueron desalojados violentamente. Transformada en un amasijo de escombros y varillas retorcidas, en una mixtura de materiales polvorientos, poco queda de aquella utopía. Más de 40 años demoraron los pobladores en reorganizarse para demandar lo suyo y gestionar la Declaratoria Patrimonial, instancia administrativa fuertemente contestada por la inmobiliaria que hoy es propietaria, arguyendo la condición de ruina en la que estaba la Villa al momento de adquirir el terreno. Es el lenguaje de la “dislocación”, de la torsión del argumento que aboga por la renta del suelo y niega la posibilidad de su valor como lugar de memoria. Aunque tarde, la declaratoria ha detenido hasta ahora —escribo esto a comienzos de abril— el derrumbe, para desplazar la mirada desde el escombro a la ruina patrimonial, fijando así su sitial en la historia urbana y social del país.

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Cuentan que la Basílica del Salvador siempre ha caído, porque nunca tuvo huesos apropiados para un país sísmico como el nuestro; que el Palacio Pereira fue lenta y progresivamente desamarrado por un dueño que solo quería verlo caer para construir allí su torre espejada, y que la Villa San Luis, tan firmemente construida, en realidad nunca debió caer, pero que su cuerpo fue tan ferozmente golpeado, una y otra vez, que finalmente no pudo resistir.

La vida de las ruinas en nuestra ciudad es larga y compleja. Sus cuerpos desordenan e interrogan nuestra historia urbana de progreso y modernidad. Si en la historia de los imaginarios dominantes de la planificación urbana y la tabula rasa, las ruinas son ignoradas y despreciadas, estas tres obras arquitectónicas arruinadas —o cuerpos, como prefiero llamarlos— permanecen aún vivas. Se rebelan y sacuden. Son incómodas, pero dejarlas y olvidar resulta difícil. Porque las ruinas siempre chirrían y perturban el orden de lo dado. A pesar de su aparente fealdad e incompletitud, la ruina posee, a diferencia del escombro, el poder de mostrarnos la grandeza de un proyecto, de un sueño, de una vida. En los términos de Cornelius Castoriadis, diremos que en este proceso de derrumbe, el significante de cada edificio a menudo transgrede y amplía los horizontes de la imaginación para conducirnos a significados insospechados.

Comprender el paso del edificio al escombro, del escombro a la ruina y de la ruina al edificio patrimonial y las memorias vivas es el propósito de este texto. La ruina no nace, se hace, se va haciendo desde las prácticas, decisiones y gestos de actores y colectivos en determinados tiempos y espacios de un mundo sometido siempre al cambio. La ruina es lugar, figura, construcción, artefacto, movimiento y desplazamiento.

El cuerpo de la ruina hace evidente las leyes de la gravedad, el peso del cuerpo, del nuestro y el de ella. Cuerpos sintientes en su pesadez, en su caída, en sus fracturas, en su modo de estar en el mundo, humano y no humano, material e inmaterial.

Frágiles y siempre cercanos a la muerte, nuestros cuerpos, así como el de la ruina, esquivan la rigidez de la inmovilidad desde la plasticidad de sus formas y movimientos. La ruina, que siempre amenaza con caer, incluso desde el pequeño escombro que rueda cuesta abajo —“No olviden sus cascos”, dice el guía a los turistas que la recorren— nos alecciona desde el trabajo transformador e incesante de su forma.

En su capacidad de transmutación, la ruina indefectiblemente remite a la naturaleza, a la tierra, a la materia prima, a un lugar común. En toda ruina se encuentra la idea de que en un instante esa forma y esa naturaleza se confundieron, aunque pueda ser para dar paso a una renovación de lo viejo. En un país habituado a los temblores de la tierra, la ruina y sus escombros pasan a ser parte del paisaje que anuncia y recuerda la catástrofe, junto a la necesidad de movilizarse para hacerle frente.

¿Cómo caen las ruinas? ¿Y cómo resisten? ¿Qué cae primero? ¿Y qué no cae jamás? Cuentan que la Basílica del Salvador siempre ha caído, porque nunca tuvo huesos apropiados para un país sísmico como el nuestro; que el Palacio Pereira fue lenta y progresivamente desamarrado por un dueño que solo quería verlo caer para construir allí su torre espejada, y que la Villa San Luis, tan firmemente construida, en realidad nunca debió caer, pero que su cuerpo fue tan ferozmente golpeado, una y otra vez, que finalmente no pudo resistir. Edificios que cayeron y se derrumbaron, pero aun así no murieron porque siempre hay alguien que los recuerda, que los observa, que los cuida, que les habla, los venera y los ama en su potencia siempre plástica. Edificios que del escombro transitaron a la ruina, asegurando así la permanencia de su fluctuante legibilidad. Fluctuante porque no todas las ruinas se trizan, erosionan, envejecen y caen de la misma manera. Pero todas ellas tienen en común su capacidad de torcer y dificultar el guion de los tiempos y espacios dominantes. Las ruinas son ruinas, justamente porque en ellas los contornos de su genealogía son aún legibles, solo que, en su movimiento esos contornos se desprenden, se desplazan para reubicarse de otro modo. Obras que rehúyen las formas fijas, rígidas, para abrirnos al movimiento, a la poética y a la potencia de una praxis política lo suficientemente inestable para que dé paso a la creación crítica y transformadora.

En tanto movimiento, espíritu y aura, la ruina posibilita rehabitar lugares compartidos, locales, encantados y tópicos —como diría Donna Haraway. Pero sobre todo, la ruina como cuerpo doliente en nuestras ciudades de la vertiginosidad y el progreso interroga nuestras certezas. Ellas nos abren a formas de pensar y estar en el mundo, a maneras de ser que sorprenden e inquietan la experiencia corporal de quienes las observan, las sienten, las ocupan, las destruyen, las trabajan, restaurándolas y patrimonializándolas.

 

Imagen de portada: La Villa San Luis en junio de 2017. Crédito: Andrés Pérez.

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