La voz nacional: cuando los canales se cortan

Un viaje a Chile desde Argentina a comienzos de este año le dio pie a la escritora para reflexionar sobre la nacionalidad, el ser chilena o chileno. “Me encantaría —escribe— exhibir como prueba una radiografía, una ecotomografía, aunque sea un ultrasonido. Pero el puro Chile es tu cielo azulado puras brisas te cruzan también, es invisible a los ojos”. Con todo, una fila para ingresar al país basta para que la nacionalidad se sienta sobre el cuerpo, ya sea en la forma de la espera, de la indolencia o de ese poder que todo burócrata despliega cuando le entregamos nuestros documentos.

por Cynthia Rimsky I 20 Diciembre 2022

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Cuando arranco la maleza alrededor de la huerta, no lo hago como chilena o argentina; cuando escribo no lo hago como mujer. Si la suerte se puede ver en las líneas de la mano, al arrancar los yuyos queda en mi palma una capa de piel verde amarilla, granos de tierra atrapados bajo las uñas y alrededor. Transpiro, los dedos me duelen, bajo la maleza la tierra es negra, fértil, los bichos bolita huyen molestos con la intromisión. No tengo cómo saber si esto le ocurre a una chilena o a una argentina, hombre, mujer, no binario, joven, vieja. La única luz proviene de una reflexión que escribió la editora argentina en el archivo del libro que va a publicarme. Curiosamente, ella tampoco tiene una explicación, aunque es capaz de ver las dos orillas: “Me pareció un hallazgo el lenguaje fluido, tan parecido y lejano al nuestro. Me quedo pensando…”.

No me atrevo a preguntarle qué piensa, si la apuro dirá lo que no piensa todavía.

Cuando llego a Chile, no hay duda de que soy chilena. Me encantaría exhibir como prueba una radiografía, una ecotomografía, aunque sea un ultrasonido. Pero el puro Chile es tu cielo azulado puras brisas te cruzan también, es invisible a los ojos.

Hay que tener fe.

El aeropuerto ha sido remodelado varias veces y siempre queda chico, se llueve, con los terremotos se fractura. Esta vez hay que caminar 15, 20, 30 minutos con maletas y bolsos, hasta llegar a una puerta o a un control de aduana. Como ahora las líneas aéreas cobran extra por el equipaje, todos y todas transitamos como equecos por esas soledades; maldecimos la blusa, la falda, que empacamos con ilusión y que ahora nos descoyunta las muñecas. Quienes se cansan no tienen cobijo a la vista, quedan atrás como frutas defectuosas en la cadena interminable. La nacionalidad no encontró necesario poner un bus o un tren, aunque sea por los pasajeros con dificultades motoras. Me pregunto qué inspectores, consultores, autoridades designadas para velar por lo humano, vieron el video animado del proyecto y no el esfuerzo que iba a requerir entrar y salir de la nacionalidad. Me gustaría saber sus nombres para buscarlos en la red y mirar la foto de su casa, de la esposa, la mesa en la que comen el sushi, sus gestos al tragar. Los imagino satisfechos de haber tapado la boca a las críticas permanentes sobre la pequeñez del aeropuerto. Es lo que siento, cansada, muda, junto a los demás pasajeros, los ancianos, desfallecientes, que nos taparon la boca.

La nacionalidad nos conduce por un pasillo ciego.

No permite que te devuelvas. Si te da pánico, controlas la respiración, caminas junto a los demás.

Sabemos por experiencia que en una de las vueltas del pasillo encontraremos las mesitas individuales donde un batallón de empleados mal pagados, sin previsión, con sobreturno, van a controlar que nadie engañe a la nacionalidad.

Hasta que me mudé a Argentina, me pareció natural que en los fondos concursables hubiese que presentar TODAS las boletas de gastos y que no estuviese incluida ni una copa de vino. Las exigencias desmedidas traslucían la sospecha de que los creadores somos ladrones, vagos, aprovechadores. En Argentina me di cuenta de que no es natural que la nacionalidad piense así de sus integrantes.

La nacionalidad chilena sospecha de nosotros. Eso les da la facultad para meterse en los celulares de los y las agotadas pasajeras con un software que nos obligará a reportarnos, dependiendo del estadio de la pandemia, cada 7 o 15 días. Nadie lo sabe hasta llegar. Los comunicados del Ministerio de Salud en la prensa son opacos, el lenguaje burocrático trata de ocultar algo, los periodistas no preguntan qué.

Algo falla adelante. La fila se traba. Permanecemos en el pasillo, a medida que llegan los rezagados, más y más nos apretujamos. De un lado, el muro es ciego y, del otro, nos achicharramos bajo el moderno ventanal inclinado. Seremos unas 300 o más personas. Nadie dice por qué estamos en un lugar cerrado y sin distancia, con un aforo mayor al permitido en un teatro o en un recital.

La nacionalidad pica como esas medias de lana que de chica me obligaban a usar en invierno. Me gustaría saber si es la lana chilena o la lana en general.

Corre el rumor de que no hay personal para tomar el PCR, se acabaron los test, están en un cambio de turno. Los pasajeros, que siguen llegando de otros vuelos, se estancan en el pasillo, algunos se quitan el barbijo.

La nacionalidad no escucha, igual que cualquier compañía privada, los canales directos están cortados. Si escuchara, estaría obligada a aceptar que es irracional tenernos aquí. Es imposible que los subordinados no hayan transmitido lo que ocurre, a menos que lo sepan y los canales internos, con el Ministerio de Salud, con Migraciones, también estén cortados. Únicamente nosotros creemos que el Estado existe. Cuando los funcionarios de un nuevo gobierno entran y lo descubren, callan. Es su secreto, y así nos dejan afuera.

La lana pica el doble con el calor.

Transpiramos.

Esperamos que nos tomen un PCR en circunstancias de que todos los que estamos aquí traemos un PCR negativo, digo en voz alta. Nadie me toma en cuenta. Recuerdo la primera vez que estuve detenida en una larga fila de automóviles en un peaje de una carretera argentina. Los conductores se pusieron a tocar las bocinas hasta que levantaron la barrera y pasamos gratis. Podríamos hacer lo mismo, la razón está de nuestro lado, digo en voz alta. Nadie contesta. Debe ser que sigo hablando en una lengua lejana.

Aguantar el picor domestica.

¿No hay una autoridad que considere riesgosa esta aglomeración?

Busco en la web una radio que se promociona por escuchar a sus oyentes, tardo varios minutos en encontrar un lugar improbable donde poner mi reclamo. Chequeo frecuentemente a ver si tengo una respuesta. Un auditor dice que estoy exagerando y me manda a la mierda.

La nacionalidad no escucha, igual que cualquier compañía privada, los canales directos están cortados. Si escuchara, estaría obligada a aceptar que es irracional tenernos aquí. Es imposible que los subordinados no hayan transmitido lo que ocurre, a menos que lo sepan y los canales internos, con el Ministerio de Salud, con Migraciones, también estén cortados. Únicamente nosotros creemos que el Estado existe. Cuando los funcionarios de un nuevo gobierno entran y lo descubren, callan. Es su secreto, y así nos dejan afuera.

La nacionalidad se ha quedado tan sola como nosotros en este pasillo.

Una persona a mi lado comenta que esto no es nada; viernes y domingos la demora es de tres horas. Y a veces más. Lo que dice es: aguantemos, podría ser peor.

Casi dos horas después, la fila comienza a avanzar. Le pregunto al funcionario que controla los documentos dónde puedo estampar un reclamo. Me mira como si no entendiera qué anda mal. En la página del aeropuerto, contesta, como si existiera.

En las compañías y en el Estado no encuentras a nadie que sepa, la responsabilidad siempre la tiene otra oficina que tiene caído el sistema.

La toma del PCR es rápida, avanzamos exhaustas por los pasillos ciegos que alguien construyó y aprobó sin pensar en lo humano del ser. Entonces los veo venir hacia mí. Sé inmediatamente que son la autoridad y, al mismo tiempo, dudo de que los dos hombres de traje negro, camisa blanca y protuberantes estómagos, que caminan con la mirada en alto, el paso avasallante, rodeados por tres guardaespaldas o funcionarios de segundo nivel, sean los que tienen a su cargo velar por la nacionalidad. Se ven tan seguros, fuertes, importantes, inmaculados. Los y las pasajeras que van adelante, domesticados bajo la letra de que podría ser peor, no hacen la relación entre el espanto que acaban de vivir y los que podrían dar una solución. Yo sí los veo, puedo detenerme, detenerlos, explicarles que la nacionalidad no puede tratarme así; mejor conversar con ellos amablemente, les daré a entender la irracionalidad de someternos a una situación de alto riesgo para tomarnos un PCR que ya traemos; contarles que en Argentina, cuando aumentaron los contagios y no hubo suficientes test o personal para hacer los PCR, se optó por liberar el requisito. Les voy a decir: estimados señores autoridades nacionales. Sin duda se detendrán a escuchar. Tendría que arreglarme el pelo pegoteado por el sudor, volver a abrocharme los botones, no hay tiempo, les diré, sin ofender, que tienen que pensar en una solución bienhechora, tocarles su lado emocional, contarles que vengo a ver a mi madre enferma, hacerles sentir el terror que viví durante una hora y media de contagiarme y contagiarla; ellos también tienen madres. Están pasando, veo el costado de sus trajes negros entallados, el cuello duro de la camisa, tengo que decírselos ahora, abro la boca y lo único que sale es un grito, enrabiado, entrecortado: “Vayan a ver, cómo puede ser, PCR, por qué”.

Por el rabillo del ojo advierto sus miradas, dicen quién es esta loca desarreglada, encogida por el peso de los bolsos y la maleta que no tiene dinero para despachar, que nos grita como si no fuera humana, y siguen adelante.

La nacionalidad pica tanto que me rasco y me hago daño.

Le preguntaré a mi editora argentina qué se quedó pensando tanto sobre el lenguaje, tan parecido y lejano al nuestro.

 

Imagen: Histeria privada / Historia pública (2002, óleo sobre bandera chilena), de Voluspa Jarpa.

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