Marcia Scantlebury: “Hay un antes y un después de la tortura”

La plantación de dos mil árboles nativos en espacios públicos y privados —los árboles de la memoria— trajeron de vuelta a la periodista a Tres y Cuatro Álamos, donde estuvo presa, y a recordar Villa Grimaldi, donde fue torturada. “Yo sabía que había tortura, pero una cosa es saberlo y otra cosa es vivirlo”, cuenta en esta entrevista. “Los gritos que oí nunca los había sentido. Yo dije: estos tienen que ser animales, no gente. Un horror”.

por Paula Escobar Chavarría I 8 Septiembre 2023

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Viene llegando de Tres y Cuatro Álamos, los centros de tortura —junto a Villa Grimaldi— donde la periodista Marcia Scantlebury pasó meses de su vida durante 1975. Allí estuvo presa, allí fue torturada. Allí hay un antes y un después. Allí sonaba, mirando los caballitos de mar del desagüe, allí pensaba en sus hijos, en sus padres. Miraba el pasto y pensaba en si volvería a ser libre, si iba a sobrevivir a ese infierno.

Este mes volvió allí, para ser parte de la plantación de árboles, los árboles de la memoria, dos mil árboles nativos que serán plantados en espacios públicos y privados, como parte de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado.

Cuenta que fue impactante: que no había vuelto antes a ese lugar. Recibió el cariño de las y los ministros, de otras presas presentes.

Con un té cargado, en su departamento, empieza a recordar los años más duros de su vida y el sentido de esta conmemoración de los 50 años. Destacada periodista, ganadora del Premio Lenka Franulic, exvicepresidenta de TVN, exdirectora de Cultura en el gobierno de Frei, curadora del Museo de la Memoria, que hoy preside, su estampa elegante y su enorme dignidad siempre la anteceden.

Usted estaba en su casa con sus hijos cuando llegó la Dina a detenerla, el año 75. ¿Cómo fue ese día?
Fue en dos días, lo que ellos hacían era un sistema de dos partes. Primero llegaban y te decían que te venían a chequear por cualquier otra cosa, me dijeron que era porque había habido un choque en la rotonda de Vitacura y que aparecía involucrado mi auto, que si podían hacerme unas preguntas. No me dijeron nada y se fueron. Al día siguiente volvieron a buscarme. Yo me di cuenta, entonces llamé a unos vecinos, que eran del PC, y les dije que me estaban tomando presa y que por favor se quedaran con los niños. Me quedé tranquila de que los niños estaban ahí, cerré la puerta para que no se dieran cuenta de lo que estaba pasando afuera. Nosotros teníamos detrás de la casa un sitio vacío y por ahí me podía escapar, pero cuando quise hacerlo ya estaban todos ahí. Me llevaron tres tipos. Me dicen que tengo que ir a declarar a la comisaría, que ellos me iban a llevar.

¿Quiénes eran?
Era la Dina. Me dijeron que querían que yo fuera a declarar; yo no tenía ninguna posibilidad de decirles que no. Me metieron en la camioneta y me pusieron una tela plástica, un pañuelo encima de una venda y partimos. Había dos atrás. Yo estaba al medio y vendada, entonces nunca supe adónde iba. Mi nana me dijo que había visto a los tipos antes, en la esquina, observando.

¿Qué pensaba en ese minuto?
Bueno, tampoco fue una gran sorpresa. Yo colaboraba con el MIR y había estado clandestina un tiempo atrás, poquito tiempo, un mes. Pero como no me fueron a buscar, pensé que estaba libre de polvo y paja. Y salí porque era el cumpleaños de un hijo mío, de Maximiliano, el 2 de junio. Entonces yo pensé que como no me habían ido a buscar en esos días, quería decir que podía salir o, por lo menos, salir y volver. Yo tenía órdenes de no salir en ese tiempo, de seguir como clandestina, pero ahí cometí el error y fui, y ahí me pasó todo esto.

Marcia Scantlebury plantando uno de los árboles de la memoria, en julio de este año.

¿Cómo era el lugar donde la llevaron?
Me di cuenta de que era un lugar muy frío, cerca de la cordillera, y yo iba con las botas que me había alcanzado a poner y un chaquetón, que todavía tengo. Me bajaron y me metieron en una casucha, me sacaron la venda y ahí me empezaron a registrar dos mujeres muy amablemente. Me desnudaron, revisaron las cosas de mi cartera e hicieron un inventario: una cruz de plata, mi billetera, una foto de mi mamá, de los niños. Las iban contando y dejando al lado supuestamente para cuando te liberaran. Yo pensé: bueno, esto no está tan mal, porque si me están examinando mujeres es como una consideración. Bueno, resulta que eran las mismas mujeres que después gritaban, que participaban en la tortura y no eran para nada consideradas. Pero ahí, mientras estaba esperando para que me hicieran el allanamiento, empecé a escuchar unos gritos horrorosos, y ahí me di cuenta.

¿Qué pensó?
Yo sabía que había tortura, pero una cosa es saberlo y otra cosa es vivirlo. Los gritos que oí nunca los había sentido. Yo dije: estos tienen que ser animales, no gente. Un horror. Yo hasta entonces pensaba que el odio era un sentimiento intelectual, pero ahí me di cuenta de que existía el odio y que era feroz. Había un tipo que me decía: no trates de mirarme a través de la venda, y yo le dije que no tenía ningún interés en mirarlo, porque una persona que es capaz de hacer ese tipo de cosas, yo no quiero mirar la cara de alguien que tiene esa amargura y ese odio, así que no, no lo voy a mirar.

¿Estaba en la Villa Grimaldi, no?
Sí, en Villa Grimaldi. Me di cuenta por el frío, me di cuenta de que había llegado al infierno, porque nosotros sabíamos que la Villa Grimaldi era el infierno. Que era lo peor que a uno le podía pasar. Ellos me empezaron a torturar. Me tendieron en una pieza chica con un catre, una especie de somier, pero con estas huinchas de acero. Ahí me encontré con una de las amables mujeres que me habían recibido al comienzo. Era sin piedad. El que dirigía esto era Marcelo Moren, el jefe de la Villa Grimaldi, y por supuesto Miguel Krassnoff. Aplicaban la electricidad en los lugares más húmedos, en la vagina, en la boca. Había una señorita, muy peinada, con un escritorio pequeño, muy maquillada, que era la que recibía las declaraciones después, y era como la testigo de fe de lo que pasaba ahí. Te daban la instrucción de que si tú llegabas a sentir mucho dolor y quisieras hablar, levantaras el dedo, y que te dieras cuenta de que no tenías alternativa. Es un dolor indescriptible. Yo siempre me imaginaba esas películas antiguas, como de la Greta Garbo, en que llegaba un momento de tanto dolor que ella se desmayaba. Entonces yo pensaba: es tanto el dolor que me voy a desmayar, pero nunca me desmayé.

¿Siempre estuvo consciente mientras todo esto pasaba?
Totalmente consciente y con mucho dolor. Ellos querían que yo delatara, que les dijera dónde estaba cierta gente, dónde estaba la comisión política del MIR —en ese tiempo estaban fugados. Yo no era tan importante, pero se supone que tenía conexiones ahí. Era feroz, me ponían corriente, diciéndome: ¿no quieres hablar? Bueno, nunca hablé… Los tipos me tenían en el día en Villa Grimaldi y me mandaban a dormir a Cuatro Álamos, y me devolvían al otro día limpia, lista para la tortura.

¿Su familia sabía dónde estaba?
No. Estaban desesperados. En ese tiempo estuve con una chica muy joven que se llamaba Miriam Silva, y cuando la soltaron fue a hablar con un sacerdote y le pasó un papelito mío. Yo le había regalado una medallita a ella, que había comprado en la iglesia de la Merced, y cuando se conectó con el sacerdote, este llamó a mis papás y fueron. Cuando vieron esta medallita y el papel, ellos tenían miedo de que fuera una trampa de la Dina. Y ahí Maximiliano, mi hijo menor, vio eso y dijo: eso es de la mamá. Porque yo iba con él cuando compré esa medallita. Ahí se dieron cuenta de que era verdad, que esta chica había estado conmigo y que su versión era real. Así que fue un alivio enorme para ellos saber. Ella les contó que se me había caído el pelo.

¿Se le cayó el pelo en la Villa?
No, fue desde antes de caer presa, desde que estuve en la clandestinidad. Yo creo que era por miedo. Después me dijeron que sí, que se llama alopecia areata. Una vez uno de los torturadores me ofreció ponerme una inyección para que me volviera a salir el pelo. Entonces pensé: qué miedo, me va a poner esta inyección y a lo mejor voy a decir todo lo que no he dicho. A mí me disminuía mucho estar sin pelo, porque lo único seguro que he tenido siempre es el cabello. Pero yo sabía también que en esos casos nada puede doblegar tu voluntad. Si tú tienes la convicción de que no vas a hablar, no lo vas a hacer. Al día siguiente, le dije: póngame la inyección, y fíjate que me creció el pelo.

Tenía una tristeza honda pensando en que yo había salido pero que las otras estaban adentro y, al mismo tiempo, darme cuenta de que afuera, después de todo lo que yo había vivido, afuera no había pasado nada. La gente seguía su vida con una indiferencia absoluta… Sentí entre pena, rabia, nostalgia, me daban ganas de entrar corriendo de nuevo a Tres Álamos, donde había construido un espacio afectivo.

¿Y se planteó alguna vez hablar para que la soltaran, porque tenía hijos y por el horror de lo vivido ahí?
No, nunca. Luego, la gente con la que colaboraba me solicitó que hiciera un informe sobre eso y sobre por qué no había hablado. Yo dije: por miedo, el terror de que uno se daba cuenta de que quienes hablaban y delataban a otros vivían para siempre con esa culpa. Porque a esa persona (delatada) la iban a matar, la iban a desaparecer, la iban a torturar por tu culpa. Entonces nunca hablé, y fue terrible también.

¿Por qué?
Yo estaba detenida y luego llegué a libre plática. En esos días se había producido el montaje de los 119 desaparecidos, un falso enfrentamiento entre miristas inventado por la Dina. Yo creo que casi el 70% de las mujeres que estaban ahí tenía a un hermano, a un marido, a un hijo desaparecido.

¿Qué fue lo peor que le tocó ver y vivir?
Lo peor es subjetivo, pero para mí lo peor fue percibir el odio, es una cosa que se te queda atrapada bajo la piel. Nunca vuelves a ser la misma. Cuando me dicen que yo nunca he demostrado odio, es porque el odio te contamina y yo me he defendido mucho de eso, porque soy una persona que ha tenido muchos privilegios, mucho afecto de mis amigos, de mi familia, de mis hijos, entonces he podido retomar mi vida. Pero hay un antes y un después de la tortura, de presenciar la complacencia frente a tu dolor. Hay una parte de lo que hacían que era parte del libreto, del guion y que implicaba tortura, que implicaba atropellos, implicaba todo, pero dentro de ese horror estaba el doble horror. Por ejemplo, había una de las gendarmes que mientras me venían a buscar de Cuatro Álamos a la Villa me rompía la cara con las llaves. Pero eso no era parte del libreto, eso la gratificaba. Lo que pasa es que tú estás ahí y estás en el infierno. Es verdad, porque el infierno también te transforma a ti.

¿Cómo logró salir, finalmente?
Fue rarísimo. Todas nos leíamos el I Ching, y preguntábamos quién salía, quién no, porque en ese tiempo estaban los rumores de que se venía una amnistía para hombres y mujeres en Navidad. Hablábamos y nos leíamos el I Ching y a algunas les salía: “Usted va a cruzar la gran corriente”. Pero a mí me acababan de sacar de nuevo para torturarme… todos pensaban que me iba a quedar para siempre. Entonces empezaron a leer la lista y cuando dicen mi nombre, todas las compañeras se tiraron encima mío porque fue emocionante. Ese día nos hicieron hacer una fila. De esa fila me sacaron para tomarme fotos, con lentes, sin lentes, de frente o de perfil, como delincuente. Adelante mío estaba Shaira Sepúlveda, la compañera con la que habíamos entrado, y para mí fue muy emocionante porque a ella le preguntaron: ¿Usted tiene militancia? Y ella respondió: yo soy militante del Partido Comunista de Chile. Ese gesto de valor y dignidad hizo que me quebrara y lloré.

¿Entonces salió libre?
Salimos todos y estaban las familias esperando, pero a mi familia nunca la llamaron para avisarle, como a las demás. Quedé sola afuera. Esto era en Tres Álamos. La gente de las casas adyacentes salió a servirnos cosas de comer, y llamaron a mi madre. Además, los otros liberados se quedaron hasta que me vinieron a buscar. Esa noche yo dormí en la casa del cónsul de Colombia y al día siguiente volé a Bogotá.

¿Y pudo por fin ver a sus hijos?
Sí, pude ver a mis hijos, y esa noche salimos. Fuimos al München, y yo debería haber estado feliz, porque después de no haber comido nada bueno, era una maravilla, pero no fue así. Tenía una tristeza honda pensando en que yo había salido pero que las otras estaban adentro y, al mismo tiempo, darme cuenta de que afuera, después de todo lo que yo había vivido, afuera no había pasado nada. La gente seguía su vida con una indiferencia absoluta… Sentí entre pena, rabia, nostalgia, me daban ganas de entrar corriendo de nuevo a Tres Álamos, donde había construido un espacio afectivo. Una vez alguien me preguntó cuál ha sido el peor momento de mi vida y el mejor, y yo respondí: Los dos pasaron en el mismo lugar; el peor, por esto de tomar conciencia del odio y del horror de vivir eso, y el mejor, porque también esa fue una historia de amor y solidaridad. Si hay algo que se puede parecer a lo que sonábamos —que era un cambio de la sociedad, una vida con más generosidad— fue esa vida, porque ahí compartimos todo. Y muchas presas nos seguimos juntando, compartiendo alegrías y dolores y acompañándonos hasta el día de hoy.

 

Imagen de portada: Marcia Scantlebury durante el aniversario del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en enero de este año. Fotografía: cortesía del MMDH.

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