En 1997 García Márquez vaticinaba que la humanidad entraría al tercer milenio “bajo el imperio de las palabras”. Por entonces, sin embargo, nadie imaginaba la irrupción de las redes sociales ni el impacto que tendrían en la escritura. La asimilación de un lenguaje basado en íconos, sobre todo dentro de las generaciones nativas digitales, ha dejado en evidencia un deseo de instantaneidad en la comunicación. En ese contexto, vale la pena preguntarse sobre el devenir de la lengua y cómo la educación se hará cargo del aprendizaje cuando los estudiantes se formen más intensamente en las redes sociales que en el aula.
por Consuelo Sáizar I 16 Noviembre 2020
“Sabemos que hay que hacer algo inmediatamente lo sabemos
pero naturalmente es demasiado pronto para hacerlo
pero naturalmente es demasiado tarde para hacerlo lo sabemos”.
Hans Magnus Enzensberger, Poesías para los que no leen poesías
En su monumental Historia del siglo XX: una historia del mundo contemporáneo, Eric Hobsbawm afirmó que “a la hora de hacer un balance histórico, no puede compararse el mundo de finales del siglo XX con lo que existía a comienzos del período”. Y señaló tres diferencias cualitativas entre el inicio y el término del siglo: en cuanto a la primera, afirma que en ese período el mundo había dejado de ser eurocéntrico; la segunda diferencia, dice Hobsbawm, “es la más significativa. Entre 1914 y el comienzo del decenio de 1990, el mundo ha avanzado notablemente en el camino que ha de convertirlo en una única unidad operativa, lo que era imposible en 1914”. Y la tercera –“la más perturbadora”, señala– “es la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los vínculos entre las generaciones, es decir, entre pasado y presente”.
Si bien el notable historiador alcanzó a percibir la irrupción de las redes sociales y a escribir sobre ellas, su fallecimiento en 2012 –¡hace solo siete años!– interrumpió su incipiente análisis y ya no alcanzó a ser testigo de lo que ha ocurrido a 20 años de iniciado el nuevo siglo: el protagonismo de las redes sociales en la esfera pública: la vorágine y la emocionalidad, sus principales características; la brevedad, su mayor exigencia; descifrar el papel que actualmente desempeñan como agentes que inciden en la educación, nuestro mayor desafío.
Alrededor de 1880 se empieza a popularizar el uso del teléfono en todas las latitudes: 75 años después había alcanzado la cifra de 50 millones de usuarios en el mundo; el teléfono móvil –cuyo uso común comienza alrededor de 1980, es decir, un siglo después– llega a la cifra de 50 millones de usuarios en solo 15 años, contra los 75 que le había tomado al teléfono fijo. Ya en este siglo, en 2004, se lanza Facebook, red social que en solo cuatro años y medio llega a ese mismo número de usuarios: 50 millones. La aplicación WhatsApp se pone a la venta en iTunes Store en 2009 y en apenas tres años y cuatro meses ya la estaban utilizando 50 millones de personas; Instagram es lanzada en 2010 y, en dos años con cuatro meses, había alcanzado ya los 50 millones de cuentas registradas.
El vértigo en la popularización del uso de estas nuevas formas de comunicación nos habría parecido imposible hace unos años. Me detengo para caracterizarlas en lo pertinente para este texto, de manera sucinta: el teléfono fijo y el teléfono móvil son instrumentos básicamente de transmisión de voz, en tanto que WhatsApp es un servicio de mensajería instantánea multiplataforma; Facebook es una plataforma para intercambiar información, datos, imágenes, videos; Twitter, una herramienta de microblogging que permite compartir mensajes e imágenes; Instagram es una red social que permite subir fotos, videos y textos breves en una cuenta personal a través de una aplicación.
Todas, es preciso decirlo, funcionan a través de aplicaciones, trabajan en tiempo real y pueden ser utilizadas en cualquier lugar del mundo a través de internet, la red de redes. He elegido estos ejemplos porque me permiten hablar de tres dimensiones de la comunicación: a través de la voz, de la escritura y de la imagen.
Instagram, la más reciente de las redes sociales aquí mencionadas, utiliza mayormente imágenes: fotos y videos, con escasos mensajes escritos; en Facebook se intercambian mensajes, confesiones, información publicada en revistas, periódicos, libros, así como fotos, videos o gráficos que dan cuenta de la vida propia o de las ajenas. Es en Twitter y WhatsApp donde se intercambia un mayor número de mensajes escritos. En dichas plataformas se presentan diferentes niveles de exigencia: Twitter ha auspiciado un diálogo público y denuncias masivas que, en palabras de Umberto Eco, tal vez habrían contribuido a que la existencia de Auschwitz no hubiera sido posible, “porque la noticia se habría difundido viralmente”. Pero, subraya Eco, por otra parte “da derecho de palabra a legiones de imbéciles”. WhatsApp, por su parte, es una red entre personas que –en su mayoría– han intercambiado inicialmente sus números de teléfono; es, pues, una red con cierto grado de privacidad.
Al ser una red pública, Twitter tiene una observación –o vigilancia, si se quiere– mayor, dependiendo, por supuesto, del número de seguidores que tenga la cuenta personal, y requiere de mayor rigor escritural. Los participantes en una polémica sobre determinados temas son, en su mayoría, automáticamente descalificados si escriben el máximo de 280 caracteres permitidos con faltas de ortografía o de redacción. La brevedad del espacio, a su vez, exige precisión, cuidado gramatical y claridad en las ideas.
En cambio, WhatsApp es una red de uso personal e intercambios –básicamente– bilaterales (aunque en fechas recientes las comunicaciones grupales han empezado a proliferar). Por ello, presenta una mayor laxitud en términos de ortografía y redacción. Esta red, también, está sustituyendo la comunicación telefónica hablada. Sí, se escribe muchísimo más que antes, aunque de maneras muy peculiares y muchas veces con descuido; y se redacta un mayor número de mensajes en WhatsApp, por ejemplo, que el que se hace de llamadas telefónicas.
Y es WhatsApp (la red que en enero de 2019 registró más de 1.500 millones de usuarios) la que más ha auspiciado eso que se ha dado en calificar como nuevas variantes escriturales: el emoji y los emoticonos.
Quisiera comenzar esta parte con palabras de uno de los grandes orfebres del idioma; dice así:
“A mis 12 años estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ‘¡Cuidado!’.
El ciclista cayó a tierra.
El señor cura, sin detenerse, me dijo: ‘¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?’. Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas”.
Gabriel García Márquez leyó las líneas anteriores durante el discurso inaugural del primer Congreso Internacional de la Lengua Española en Zacatecas, México. Fue entonces cuando propuso jubilar la ortografía, “terror del ser humano desde la cuna”, afirmó. “Enterremos –dijo– las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.
La polémica que envolvió la propuesta de Gabo no vislumbró que 23 años después, en 2020, la esfera pública de la escritura sería más amplia que nunca en la historia de la humanidad; no imaginó, por supuesto, que los emojis, jeroglíficos modernos –o posmodernos–, darían paso a una nueva dimensión de lo gráfico; o que el déficit del dominio de la ortografía habría pasado –de manera preocupante– a un segundo plano, ya que, en un giro a lo propuesto por García Márquez, las palabras son sustituidas o abreviadas por los usuarios de emojis, y la ortografía es ignorada en aras de la economía escritural. Además de insertar en las frases emoticonos, emojis, memes y GIF, se sustituyen letras o palabras completas: la k –por ejemplo– sustituye a la palabra “que”, o se deja de lado la h; los acentos son absolutamente ignorados, al igual que los signos de puntuación.
Me pregunto si podría hablarse de un nuevo lenguaje o es solo el uso particular y temporal del idioma en solo este medio.
En ese 1997 tampoco se advertía que la educación sería impartida en el siglo XXI por una generación que se formó sin la existencia de esos códigos gráficos ni de las herramientas tecnológicas que prevalecen en quienes se han incorporado a las aulas en este siglo.
Nunca antes una generación fue educada por otras teniendo de por medio una brecha tecnológica tan amplia como la que se está observando ahora.
En ese 1997, insisto, era impensable imaginar que al año siguiente, en 1998, surgiría una empresa que lograría que una palabra se transformara en verbo, en sustantivo, en calificativo: Google, googlear, googling, y que una dirección electrónica de multicontenidos y soluciones prácticas –mapas, fotos, libros– sería consultada con mayor frecuencia que el Diccionario de la Real Academia Española o la Encyclopaedia Britannica. En 2006, ocho años después de su fundación, la palabra “google” se añadió al Oxford English Dictionary como verbo. Aunque esta palabra y sus derivados aún no están incluidos en el Diccionario de la RAE, entidades como la Fundéu los consideran como neologismos válidos.
Y aquí es válido preguntarse, ¿qué es un emoticono? ¿Qué es un emoji? Confieso que los uso a diario, pero cuando empecé a escribir este ensayo no tenía claridad sobre sus características ni sus diferencias. Admito, también, que los uso de manera aislada y, a diferencia de muchas personas, me declaro incapaz de redactar frases completas sin utilizar letras o palabras, es decir, utilizando solo imágenes, como lo hace la nueva generación.
El emoticono, también llamado emoticón, es la suma de las palabras “emoción e ícono”. Es posible rastrear su origen hasta el año de 1857; hay datos que muestran que la revista estadounidense Puck publicó en 1881 cuatro emoticonos, haciendo uso de una variable del Código Morse, pero fue alrededor de 1997, con la explosión de los escritos por internet, cuando los emoticonos –realizados inicialmente con signos de puntuación– evolucionaron gráficamente buscando un uso más interactivo en el mundo digital, dando lugar a los emojis. En Japón, Shigetaka Kurita –con una fuerte influencia cultural proveniente del manga y el kanji– diseñó 176 caracteres de 12 por 12 pixeles, a los que se han ido incorporando paulatinamente varias decenas. Así se pretendió agilizar la redacción de los chats de conversación personal; disminuir los retos de escribir en un idioma específico, ya que los símbolos son universales; olvidarse de la complejidad de la ortografía, y reducir el tiempo que requiere la precisión gramatical.
El manual de ortografía de la Real Academia Española enuncia que “la correcta escritura, el buen uso del léxico y el dominio de las reglas gramaticales constituyen los tres grandes ámbitos que regula la norma de una lengua”.
Entonces, ¿cómo combinar esos propósitos con unos íconos insolentes pero llenos de color, que aparecen en casi todos los escritos informales transmitidos por vía electrónica y que –todo parece indicarlo– pretenden sustituir a la palabra escrita y suplir con gestos gráficos las emociones que requieren de al menos dos líneas para ser expresadas?
Voy más allá: los niños que nacieron en el umbral de la segunda década de este siglo estarán sometidos a un proceso de “aprendizaje” más intenso en las redes sociales que en el aula; en las pantallas que en el pizarrón; con imágenes, más que con letras. Y, es preciso admitirlo, la academia a nivel internacional va rezagada tanto en los estudios de estas nuevas variables de aprendizaje escritural como en las propuestas alternativas para utilizar o establecer protocolos de enseñanza que muestren al educando que el mundo le ofrece muchas más posibilidades de comunicación que solo una carita amarilla a la cual acudir para enviar un mensaje.
George Steiner lo advierte en Un largo sábado, su libro de conversaciones con Laure Adler: “La lengua se empobrece, bastan 34 palabras para comunicarse a través del planeta”, y añade que a raíz de ese empobrecimiento del lenguaje, a nuestro pensamiento le falta oxígeno. Y vale la pena preguntarse: ¿estamos frente a un nuevo idioma? ¿Frente a un lenguaje digital, global, alternativa del esperanto, que plantea resolver el laberinto de la torre de Babel, sin reglas ortográficas ni gramaticales?
Giovanni Sartori alertó ya en 1997, en su libro Homo videns. La sociedad teledirigida, sobre el fenómeno de los “cibernautas prácticos”, analfabetos culturales que tendrán la tentación de confundir la adquisición de información con una verdadera educación. “El problema –dijo– es si internet producirá o no un crecimiento cultural”.
Aún no transcurre el tiempo suficiente como para pronunciarse al respecto. Desconocemos aún su efecto en la calidad de la educación. Lo que sí sabemos –gracias a estudios como el de 2018 de Daniel Fernández Vítores para el Instituto Cervantes– es el creciente protagonismo del idioma español en internet, y el advenimiento de nuevas posibilidades, como los audiolibros y aplicaciones electrónicas de libros, gracias al desarrollo de los dispositivos inteligentes.
Pero, sea como sea, frente a estos desafíos los habitantes de la patria de la Ñ tenemos la fortuna de contar con la persistencia y el profesionalismo de las Academias de la Lengua para cultivar, alimentar y observar la patria común que es nuestro lenguaje; para seguir intercambiando términos y enriqueciendo el vocabulario con las aportaciones de otras latitudes. Gran reto el de las Academias, el cuidado de las palabras; quiero, por cierto, citar un poema en las que el premio Nobel mexicano Octavio Paz las celebró:
Las palabras
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
Nunca, estoy segura, ningún emoticono podrá transmitir una emoción siquiera semejante a la del poema de Paz; pero el nuevo lenguaje digital está cada vez más presente, y será de una manera u otra, también bienvenido e integrado, como ha ocurrido con otras lenguas, en la patria de la Ñ.
Nota
Una primera versión de este texto fue presentada en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebró el año pasado en Córdoba, Argentina. Luego, en el XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, realizado en Sevilla, España, se incorporó el tema: “Internet, ¿una amenaza para la unidad del idioma?”. La necesidad de discutir lo que parece ser una nueva dimensión del lenguaje había sido reconocida por una Academia que, hasta hace muy poco, había sido catalogada de conservadora.