Cada día que pasa la esfera pública pareciera estar más colmada de especialistas, sean economistas, cientistas políticos o científicos, como si la autoridad para decir algo solo pudiera provenir de la investigación metódica, del seguimiento en el “campo”, y no de la reflexión, la creación, la contemplación o, simplemente, de la experiencia personal. Pero de esto último está hecha la poesía y la filosofía. De esto y de lenguaje. ¿No sirve para nada? ¿Cuánto se ha enriquecido la conversación —la fogata imaginaria— al restringir el foro a aquellos que tienen más certezas que intuiciones?
por Andrés Anwandter I 30 Diciembre 2021
En un curioso opúsculo publicado en 1959, La voz de la poesía en la conversación de la humanidad, el filósofo conservador británico Michael Oakeshott se pregunta por el futuro de esa actividad tan fundamentalmente humana como es sentarnos a conversar. No dialogar o negociar, sino simplemente “intercambiar experiencias”, sin apremio por llegar a ninguna parte, solo por el gusto de hacerlo. Para Oakeshott, la verdadera conversación de la humanidad es amplia y carece de fin: no es un quehacer meramente instrumental ni tiene un desenlace definido, pero de alguna forma le da continuidad a nuestra especie, porque es el lugar donde los distintos modos de la experiencia humana se encuentran.
¿O solían hacerlo?
Ya en ese entonces, Oakeshott mira con inquietud cómo la ciencia y la política se han ido tomando gradualmente la palabra, y monopolizan los debates públicos. La conversación parece haberse reducido a dos modos aceptables de hablar —dos formas autorizadas de comprender nuestra experiencia— que conversan entre sí, marginando o ignorando otras voces, como la de la poesía. Y al aceptar únicamente como válidos ciertos modos de experimentar el mundo, la humanidad ve reducida su capacidad de entenderse a sí misma.
El coloquio que describe Oakeshott es por supuesto una alegoría, una “imagen” (como el autor denomina el aporte específico que hace la poesía a la conversación humana), pero no está alejado de la realidad. Hoy en día no nos llamaría la atención —ni nos parecería poco razonable— la ausencia de poetas, por ejemplo, en un panel sobre cambio climático o en la Convención Constituyente. Mal que mal, se trata de instancias de discusión especializada, y los poetas, cuya práctica parece concentrarse en el lenguaje en general, son especialistas en nada.
La noción de que la poesía no tiene nada sustancial que ofrecer a la conversación —solo imágenes— es por cierto mucho más vieja que la ciencia misma. Para Platón, uno de sus más famosos exponentes, los poetas son meros traficantes de ilusiones y no solo “no aportan”: corrompen además nuestro entendimiento, porque hablan por hablar, no para decirnos algo útil o verdadero. Por ello, dice el filósofo, deben ser excluidos de la comunidad. Pero tan antigua como este prejuicio es la defensa de la poesía, la reivindicación —generalmente más retórica que empírica— de alguna función social para ella, ya sea terapéutica, recreativa o meramente decorativa. Aunque quizás su modesta contribución sea acostumbrarnos a que nos fijemos un momento en las palabras que usamos, incluso cuando hacemos ciencia.
Ahora bien, que la poesía asegure eventualmente un simbólico puesto en la mesa no significa que su voz sea tomada en cuenta. Así, en la definición de estrategias para enfrentar la pandemia que nos aflige desde el año pasado, no solo se ha insistido en que hay que dejar hablar a la ciencia (para que esta informe a la política), sino también en que es necesario silenciar cualquier otra práctica o disciplina no-científica. Lo último alude en general a discursos pseudocientíficos y teorías conspirativas que prosperan en redes sociales, pero también, por si las dudas, puede referirse a las artes, la filosofía, las humanidades, las ciencias sociales, las religiones. En un extremo caricaturesco, esta actitud se traduce en exigir que cualquier aseveración pública requiera ser avalada por papers publicados en revistas académicas serias. Como si la autoridad para afirmar algo solo pudiera provenir del experimento científico, no de la reflexión, la creación, la contemplación o simplemente la experiencia personal.
A finales de marzo del 2020, la ciencia aún no tenía mucho que decir sobre el covid-19, más allá de proyectar curvas de contagios o muertes y de especular sobre la forma en que actúa el virus en el cuerpo humano. En ese contexto, causó cierta polémica el filósofo italiano Giorgio Agamben: su desprecio inicial de la gravedad de los síntomas de contagio (“una gripe fuerte”, dijo) “canceló” para muchos sus comentarios posteriores —a mi juicio, muy atendibles— sobre las inquietantes consecuencias del confinamiento y el distanciamiento social forzado en nuestra convivencia. Cuando no fue acusado de exageración o paranoia, su cuestionamiento del “despotismo técnico-médico” en la toma de decisiones fue recibido con nuevos emplazamientos a fundarse en la ciencia antes de intervenir en la discusión.
Más allá de que el punto de Agamben es que no podemos separar, así como así, ciencia de política, cabe preguntarse: ¿para qué querríamos leer a un filósofo atenerse al discurso científico en vez de filosofar? ¿Y no sería buena idea que la política también escuchara a la filosofía? ¿O a la poesía? Porque tan importante como adoptar medidas sanitarias adecuadas debiera ser comprender el lugar del virus en el pensamiento, el lenguaje y la imaginación. Como en los versos de Emily Dickinson a propósito de la malaria: “La frase engendra la infección / inhalamos desesperanza”.
Yo comencé recién a tomarme en serio la pandemia luego de leer un ensayo que otra poeta estadounidense, Anne Boyer, publicó en su blog por esa misma época. Boyer concibe la práctica poética como una investigación, indisociable de la política y basada en el “hacer” (un significado de poiesis), una manera de responderle al mundo, no necesariamente en forma verbal. En este caso la respuesta que propone la autora es ponerse a confeccionar mascarillas caseras, con los materiales e implementos que se tengan a mano: diseñarlas, fabricarlas, regalarlas o venderlas, promover su uso. Actuar según una ética del cuidado de sí mismo y del otro, no de la alarma y la reclusión que se impulsaban, en ese entonces, por casi todos los medios.
Para bien o para mal, este texto no tuvo una resonancia como la de Agamben, aunque también nadaba a contracorriente: las autoridades de salud todavía consideraban la mascarilla algo opcional, ya que había serias dudas sobre su eficacia para protegernos, y el consenso científico era que el virus se transmitía al tocar superficies infectadas, no por el aire. Pero Boyer no se basaba en estudios, sino en su experiencia particular de padecer un agresivo cáncer y la indagación en su obra literaria de las formas en que concebimos la enfermedad (notablemente en Desmorir, obra ganadora del premio Pulitzer de No-Ficción en 2020). Entremedio, deslizaba una crítica a la ausencia de preparación de EE.UU. para enfrentar una pandemia —por lo demás, reiteradamente anunciada—, sobre todo en cuanto a la escasez de equipos de protección personal. ¿Era posible que el discurso oficial que desestimaba el uso de mascarillas simplemente buscara cubrir esta imperdonable falencia?
Preguntas como la anterior, que evidencian la imbricación entre política y ciencia, generan airadas reacciones en algunos voceros de la comunidad científica, golpes en la mesa: sea porque ponen en cuestión la supuesta neutralidad de esta última, sea porque parecen ignorar sus demostrables avances en la promoción del bienestar humano, sea porque apuntalan de este modo nefastas posturas irracionalistas. Por ahí al menos van las réplicas que divulgadores como Steven Pinker o Richard Dawkins hacen a cualquier intento de situar el quehacer científico en su contexto político e ideológico, su relación institucionalizada con el poder. Ello va en contra de una noción positivista de ciencia, según la cual esta investiga en forma racional y objetiva, fuera de consideraciones morales, para verificar leyes naturales de aplicación universal, establecer certezas o verdades basadas en evidencia. Y todo esto es justamente lo que le asegura la voz cantante en la conversación humana.
A mi entender, esta última noción tiene poco que ver con muchas prácticas o teorías científicas actuales —desde la física cuántica, pasando por los estudios climáticos, hasta la etnografía—, pero es la que se defiende públicamente todavía, mientras en laboratorios o en terreno se trabaja con la incertidumbre, el caos, los dilemas éticos. Sin contar, desde luego, que la investigación se produce dentro de instituciones concretas, cuyo funcionamiento no se rige por la ciencia pura y desinteresada. Me atrevo a decir que esta manera anticuada de entender lo científico también informa discursos como el antivacunas —que basa “sus propias verdades” en supuesta evidencia alternativa— o incluso la teoría económica clásica (aún vigente en el pensamiento financiero), tan impermeable a las interpelaciones desde otras disciplinas, si no desde la realidad misma.
Una ciencia que jamás se deja interrogar, contradecir o criticar desde fuera, difícilmente va a producir nuevo conocimiento: solo se dedicará a reproducir su propio campo discursivo. Y es justo en esto —en cómo forma su discurso, cómo interpreta y comunica los resultados de sus investigaciones— donde las ciencias más pueden beneficiarse de prestarle oídos a quienes trabajan íntimamente con el lenguaje. De este modo lo entendía la microbióloga Lynn Margulis, quien decía que Emily Dickinson “le hablaba todo el tiempo” y la ayudaba a entender “los ciclos y misterios del mundo natural, la sensación corporal, el significado de símbolos”. No es difícil entender por qué una poética que se ocupa de lo pequeño y concibe la naturaleza como una frágil armonía, podría interesar a alguien que estudia la simbiosis entre bacterias; tampoco cómo este objeto de estudio la llevaría a poner en duda que “la supervivencia del más fuerte” sea un principio natural, algo que dan por sentado los entusiastas del libre mercado. Así, el trabajo de Margulis cuestiona que la competencia entre especies sea el único motor evolutivo —la colaboración resulta de hecho mucho más provechosa para sobrevivir— y también refuta que la evolución sea un tortuoso proceso histórico de mejoramiento de la humanidad que culmina en el hombre blanco liberal, como parece sugerir el neodarwinismo al que ella, como evolucionista convencida, consistentemente se opuso.
Hablar por turnos, escucharse, no interrumpir: nos haría bien tomarse en serio para la conversación de la humanidad lo que juramos enseñarles a los niños más pequeños en la educación preescolar. Colaborar entre distintos modos de experiencia en vez de imponer límites y vetos entre ellos. ¿Qué tipo de conocimiento saldría de una instancia semejante? Un solo ejemplo: en Gathering moss (Juntando musgo), publicado en 2003, la eminente bryóloga Robin Wall Kimmerer pone a charlar su trabajo investigativo con la sabiduría ancestral de su cultura potawatomi y asume su linaje de narradora tradicional, para crear una obra que es a la vez rigurosa monografía científica sobre el musgo y autobiografía poética, atravesada por una profunda reflexión epistemológica: “Aprender a ver el musgo es más parecido a escuchar que mirar. Una ojeada rápida no basta. Comenzar a oír una voz lejana o captar un matiz en el subtexto silencioso de una conversación requiere atención, filtrar el ruido, percibir la música”. Y es de este modo como esclarecemos el complejo tejido del mundo: con apertura y paciencia, dejando entretejerse las distintas historias que nos contamos alrededor de una fogata imaginaria.
Imagen de portada: la bryologa Robin Wall Kimmerer, autora de Gathering moss (Juntando musgo).