Por una memoria no heroica

Pensar que el pueblo se “traicionó” a sí mismo al rechazar el proyecto de nueva Constitución hace retroceder a la autora de este texto 50 años, para pensar en los discursos bipolares y verticales, donde existen traidores y héroes, dominadores y dominados, victimarios y víctimas. Porque si “la traición señalada en el otro nos protege”, como afirma el semiólogo Héctor Schmucler, se vuelve cada vez más urgente dejar ese binarismo e inventar un lenguaje nuevo, que resignifique la derrota, la cobardía y la pérdida.

por Yosa Vidal I 1 Octubre 2023

Compartir:

El sentimiento de fracaso que muchos de nosotros vivimos a 50 años del Golpe encuentra en la derrota de los proyectos revolucionarios un lenguaje común. Este sentimiento se produce, en parte, porque en la misma democracia hay una fuerza renovada de grupos ultraconservadores que han logrado triunfar en las elecciones, al mismo tiempo en que la izquierda se ve signada por populismos cuya autocomplacencia les ha hecho completar su propia caricatura del caudillo totalitario. La escritora Ana María Devaud habla de un “desaliento marcado por una inexplicable decisión popular, en contra de sus propios intereses”. Raúl Zurita dice que ve “ondear en el fondo las banderas negras del fascismo”.

El problema es que la disociación bipolar y vertical entre traidores y héroes en el contexto de la violencia política se vuelve hoy tan obtusa como la que esencializa a dominadores y dominados, hegemonía y subalternidad, lo culto y lo popular. El triunfo de los grupos neoconservadores, como bien indica Néstor García Canclini, “se facilita por haber captado mejor el sentido sociocultural de las nuevas estructuras de poder”. Esta es, en buena medida, la razón por la que hoy, en el contexto de las democracias neoliberales, la derrota se ve como una consecuencia inescapable, como una herencia que no se puede impugnar. Lo que propone Idelber Avelar como una “incorporación reflexiva” de la derrota en nuestro sistema de determinaciones, parece un buen punto de partida para pensar en el complejo panorama político que vivimos. En particular, para desafiar una tendencia mistificadora y reduccionista de los modelos identitarios que utilizamos para entender los procesos políticos que nos exceden, que no somos capaces de leer, porque hay un lenguaje de la política que pareciera no dar cuenta de la singularidad de los eventos del presente.

***

Hemos visto que el rechazo al proceso constitucional en Chile ha renovado las narrativas de la derrota. El movimiento de octubre de 2019 instaló en el espacio público una serie de demandas sociales, principalmente al Estado chileno, en una sociedad en donde el problema de la distribución de la riqueza difícilmente puede ser peor. Chile es uno de los países más desiguales de Latinoamérica, según el World Inequality Report de 2022. Estos versos quizás debiéramos memorizarlos: el 10 por ciento del país posee el 80 por ciento del patrimonio total; el uno por ciento es dueño de la mitad del país; este uno por ciento, durante los últimos 25 años, ha duplicado su patrimonio; la mitad del país posee un patrimonio negativo.

La desigualdad refiere a la distribución de la riqueza, a las inequidades de género y etnia, junto con la destrucción medioambiental: a mayor acumulación de capital, mayor producción de contaminación y de basura que se apila lejos, invisible a los ojos de quien la produce, en poblaciones callampas a orillas de los esteros o en islas flotantes al medio del Pacífico. Aquí no hay disenso: el fin de la dictadura fortaleció las políticas económicas neoliberales que ampliaron estas desigualdades.

El mapa político que dibujó el rechazo es, como el Buenos Aires de Borges, un “plano de humillaciones y fracasos”. Al día siguiente del triunfo del rechazo, un meme con una cita de Roberto Bolaño se viralizó en las redes sociales: “La extraña voluntad de este país por hundirse en vez de volar”. Las razones del rechazo son complejas y aún estamos en el proceso de entenderlas y nombrarlas. En el frontis de una casa de Valparaíso vi un lienzo con una pregunta: “¿Qué rechazaste?”.

Si bien el diálogo entre dos voces en contradicción es un medio para encontrar una verdad (según la dialéctica platónica) o una síntesis (según la dialéctica hegeliana), el diálogo sirve en la obra de Lihn como procedimiento para reconocer que el mundo está constituido por elementos que se resisten a ser reducidos a identidades fijas.

El sentimiento de derrota después del triunfo del rechazo a la nueva Constitución afectó a la generación que vivió su juventud en la dictadura militar, y también a los que nacimos durante y los que vinieron después, quienes heredamos la desesperanza. Muchas lecturas que vinieron luego indicaban que la gente es tonta por defecto, que cómo iban a aprobar una Constitución que no eran capaces de leer, o que la gente es naturalmente fascista. La figura del “pueblo” revivida en la revuelta de octubre se transforma ahora en el “lumpenfascismo” o la “masa logrera” a la que se analiza con asco. El responsable del epíteto de “masa logrera” fue el académico Grínor Rojo, quien en su artículo “La derrota” la sindica como una masa “racista, antifeminista y furiosamente homofóbica”, movida por un deseo “de poseer un cierto estatus y de poseer ciertas cosas, así como también del miedo de no poseerlas”. La filósofa Lucy Oporto habla con una aversión aún mayor sobre esa horda “lumpenfascista”, que destruyó las ciudades no por demandas legítimas, sino porque su “única pertenencia y validación social es su repugnante posicionamiento en el reino indiferenciado de la psicopatía estructural que retroalimenta la peste negra del neoliberalismo”.

Otras lecturas culparon a esa misma intelectualidad de izquierda “obsesionada con la jerigonza de género”, “que entiende poco desde su posición de vanguardia, muy de élite universitaria”, “que cambió a Marx por Foucault, la misma que en la Convención Constitucional representó a los indígenas sin que estos se lo pidieran, y que prefirió derrochar todo su apasionamiento en discusiones sobre la sintiencia animal” (las citas son del profesor de filosofía Mario Sobarzo). Yo misma reenvié un meme en donde un niño sostiene un lienzo en el que se lee “país culiao penca”.

La derrota ante la posibilidad de una nueva Constitución dejó a muchos de nosotros enrabiados, tristes, y también en silencio, mientras seguimos masticando las posibles razones y significados de la decisión de más de un 62% de las y los ciudadanos. Esa tristeza, sin embargo, requiere y está en busca de un cambio de modo de ser narrada, una narración de lo político que, como dice el escritor del fantástico apodo Aniceto Hevia, sea “crítica de su propia soberbia intelectual”.

La derrota, desde hace 50 años, requiere de un lenguaje escéptico de los binarismos en el que los hablantes parecemos a ratos habernos hecho una prueba de la blancura, mientras los otros o son una masa ignorante que se deja llevar por sus pequenas y fútiles ambiciones, o son un grupo de burgueses que nada saben del hambre. Recordemos que la “masa logrera” está conformada por individuos con historias marcadas por una tremenda pobreza económica y una constante negación de derechos básicos, como la salud, la educación y la seguridad. Y también que “la obsesionada jerigonza de género”, o la necesidad de la representación de los pueblos originarios “sin que ellos lo pidan”, responde no a la mera autocomplacencia teórica de un grupo al que “le falta calle”, sino que apela a desigualdades estructurales reales, materiales, que necesitan ser abordadas de manera urgente.

El semiólogo Héctor Schmucler, en un hermoso ensayo sobre la traición, indica que “la impiadosa historia del siglo ha repetido hasta el hartazgo la imagen del traidor como causa de los fracasos colectivos y las decepciones individuales”. Pensar que el pueblo se “traicionó” a sí mismo, o que me traicionó a mí al rechazar la nueva Constitución, me devuelve 50 o 60 años atrás, a esa narrativa cuya frontera delimita claramente dos lados, confirmando mi inocencia. “La traición senalada en el otro nos protege”, concluye Schmucler. En la misma derrota, en el mismo fracaso, hay espacios donde aparece un lenguaje y un ojo distinto al de la repetición impiadosa del siglo XX, un lenguaje que actúa sin sacralizar ni convertir en emblema.

Para que un modo alternativo de lo político sea verdaderamente distinto, debiera partir de una duda de los sistemas identitarios puros, partiendo por el propio. En Respiración artificial, de Piglia, el joven filósofo se debate entre ser fracasado o cómplice. Creo que ahora no nos queda más que asumir las dos condiciones. Como sujetos políticos, como los protagonistas de las memorias de la derrota, debemos partir de la premisa de que no somos autónomos o externos a la violencia, sino que estamos constituidos por ella.

***

¿Qué recordar o qué conmemorar a los 50 años del Golpe? Diálogos de desaparecidos es una obra escrita en 1978 por Enrique Lihn y publicada en 2018 de manera póstuma por Ediciones Overol. La obra, imposible de publicar en la vida del autor por razones obvias, consta de cuatro diálogos cuyos personajes son fantasmas de desaparecidos que regresan para cuestionar y perturbar el orden de los vivos y la memoria de los muertos. Juan Guillermo Alcalde, el desaparecido del primer diálogo, se aparece para convencer a un cura de que lo saque de la lista de los detenidos desaparecidos, pues en sus palabras, “la causa de los desaparecidos va a perder conmigo ese airecito que ustedes le han dado, de cosa edificante”. Como puesta en escena del discurso, el diálogo en esta obra es el lugar para expresar la contradicción, así como el lugar para experimentar la crisis. Y si bien el diálogo entre dos voces en contradicción es un medio para encontrar una verdad (según la dialéctica platónica) o una síntesis (según la dialéctica hegeliana), el diálogo sirve en la obra de Lihn como procedimiento para reconocer que el mundo está constituido por elementos que se resisten a ser reducidos a identidades fijas. Los personajes, al narrar la complejidad de sus experiencias, movilizan su identidad hacia otros roles, particularmente en el caso de las víctimas de la violencia, como son las y los desaparecidos, y las esposas y madres de los desaparecidos. Como la obra de Lihn, hay muchas narrativas de la derrota del proyecto revolucionario, de horizontes utópicos caídos, de desesperanza, que poseen una búsqueda deliberada por encontrar un lenguaje y un sentido distinto a la política. Las historias sobre gente que no resistió poseen una particular fuerza poética y política.

Juan Guillermo Alcalde, el cínico que interfiere en el sistema de pensamiento del cura, dirige también su mirada hacia los lectores/espectadores de su obra. Esta mirada me interroga sobre quién es el beneficiario del sistema de identidades fijas, de los traidores, colaboradores y débiles, de hordas malogradas de lumpenfascistas que están allá, lejos de mí. ¿Acaso nosotros, que nos sentimos traicionados, no olvidamos también a voluntad, a conveniencia?

Para que un modo alternativo de lo político sea verdaderamente distinto, debiera partir de una duda de los sistemas identitarios puros, partiendo por el propio. En Respiración artificial, de Piglia, el joven filósofo se debate entre ser fracasado o cómplice. Creo que ahora no nos queda más que asumir las dos condiciones. Como sujetos políticos, como los protagonistas de las memorias de la derrota, debemos partir de la premisa de que no somos autónomos o externos a la violencia, sino que estamos constituidos por ella.

Existen memorias no heroicas de la dictadura, como los Diálogos de Lihn, que más que ser una herramienta de utilidad o presentar figuras “concientizadoras”, operan como explosiones semánticas, sin juego de sustituciones, con la rebeldía de un amasijo de alambres, fuera de los lineamientos prescriptivos de las narrativas del héroe que precedieron el Golpe. Un trabajo hecho desde la literatura, con las movilizaciones que produce la literatura —el placer entre ellas—, entiende que el trabajo de la memoria es una pelea que se da en el terreno de las palabras.

En la aventura que nos queda por vivir hay un lugar para los vencidos, para la cobardía y para la pérdida, como fracaso de la empresa y como lo que desaparece y no queda. Como se rompe todo en Chile, podemos romper el lenguaje para devolverle su encanto, o su poder como encanto, como conjura.

La revuelta de octubre y el proceso constituyente no fueron solo pérdida y derrota, y no solo despiertan la desesperanza. Como dice Aïcha Liviana Messina, el proceso constituyente no trajo únicamente “nuevas palabras políticas”; también contribuyó a “nuevas formas de ponerlas en circulación”. Elisa Loncon, por ejemplo, desde la presidencia de la asamblea, hizo circular de otro modo las palabras, incluyendo la lengua de los pueblos originarios, desafiando el automatismo del lenguaje. Dice Loncon: “Para los pueblos sus lenguas, las palabras, son parte del aliento de la Tierra, la Tierra respira a través de ellas, dicen los mapuche, las palabras son los cantos, los sonidos y voces que existen en la naturaleza, porque no solo hablamos nosotras/os. Desde esta mirada, cuidar la lengua, revitalizarla, salvarla del exterminio es también salvar la Tierra y sus voces”.

Las palabras de Loncon entraron en el panorama político para conmover la relación entre el poder y la palabra. Entender la revuelta solo a la luz del rechazo restituye una visión teleológica de la historia en donde el pasado queda atrás, como ejemplo de algo perdido. Superar el lamento por la pérdida de sentido, por la derrota, por la falla, debe ser parte de una búsqueda de un sentido distinto, que reflexione sobre los modos en que se construye el conocimiento y las representaciones del mundo, construcciones y representaciones que no son paralelas al mundo, sino que son constitutivas del mundo. Tenemos un enigma por resolver, pero no sabemos cuál es. El trabajo literario consiste en buscar pistas, resolver acertijos, encontrar simetrías, y entiende que la realidad, la historia y la literatura son parte de un mismo entramado. No son lo mismo, pero componen un juego de reflejos, en el que escritura y política se determinan la una a la otra.

El mundo como pesadilla, como un “plano de humillaciones y fracasos” es, en definitiva, nuestro mundo. No se puede restituir la aventura política en los mismos términos de antes, porque los actores han cambiado y el horizonte de expectativas es otro. Carmen Castillo, al pensar sobre la derrota de 1973, dice: “Me pregunto cómo mantener la fidelidad a nuestra historia sin caer en la nostalgia mortífera ni en la caricatura de lo que fuimos”. Y agrega: “Habitada por la energía de la memoria de los vencidos, poco a poco voy aprendiendo que de la derrota surgen derroteros”. Los derroteros de la derrota, un acierto literario de la cineasta, que conversa directamente con el meme de Bolaño cuya cita, he comprobado más tarde, es mucho más larga y compleja de la que leímos ese día triste. Dice Bolaño: “Como se rompe todo en Chile, y en esto quizás resida el encanto del país, su fuerza: en la voluntad de hundirse cuando puede volar y de volar cuando está irremisiblemente hundido”.

En la aventura que nos queda por vivir hay un lugar para los vencidos, para la cobardía y para la pérdida, como fracaso de la empresa y como lo que desaparece y no queda. Como se rompe todo en Chile, podemos romper el lenguaje para devolverle su encanto, o su poder como encanto, como conjura.

Relacionados