Junto con repasar la serie de síntomas que se habían observado antes del estallido social (la pérdida de confianza en las instituciones, la sensación de injusticia en salud y educación, la creciente violencia registrada en diversos ámbitos), este texto, leído en el seminario “Volver a mirar(nos): A cinco años de octubre 2019”, pone el foco en los cauces que abrió la propia revuelta, con toda su furia, destrucción, rabia, performatividad y algarabía. Con sus alegrías, miedos y polarizaciones.
por Raimundo Frei I 17 Octubre 2024
Roland Barthes decía que la mirada tiene tres funciones. Una de ellas es informacional. Miramos para obtener información del entorno, como cuando cruzamos la calle y nos aseguramos de que ningún auto nos pasará por encima. La mirada busca señales en el espacio para habitarlo. La segunda función es relacional. A través de la mirada establecemos relaciones, formamos lazos sociales: de complicidad, de afectividad, de civilidad. Simmel mostró que la forma más primigenia del lazo social es la reciprocidad que se da en la mirada: no podemos ofrecer nuestra mirada sin recibir la mirada del otro. Pero, Barthes también sospechaba de la mirada, y denotaba una tercera función: su dimensión táctil. La mirada nos toca, nos puede atrapar y dejar helados. Una mirada menospreciativa u hostil nos puede intimidar y afectar.
En este sentido, mirar el estallido social y sus causas implica un esfuerzo por observar los indicios que lo precedieron en el pasado, en la sociedad que construimos y experimentamos en las últimas décadas. Implica mirar las relaciones que forjamos y que perdimos antes y durante los eventos de 2019, y las posibilidades efectivas de volver a mirarnos y reconocernos en un espacio común. También implica reflexionar cómo lo que vivimos esos meses nos tocó y nos afectó, o cómo aún nos afecta e inmoviliza la reflexión.
En ese esfuerzo tuve que volver a agosto de 2019. Dos meses antes del estallido, ante el claustro de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica, presenté 10 tesis que había elaborado a partir de lecturas, estudios y trabajos realizados en el PNUD, donde trabajaba en aquella época. Lo titulé “10 trayectorias y desafíos del cambio social en Chile”. No había vuelto a mirar sistemáticamente esa presentación, en parte por el propio efecto del estallido social en mí y en parte porque el nacimiento de dos hijos te obliga a redirigir la mirada. Sin ánimo de volver a cada una de esas tesis, me quiero limitar a responder a través de ellas dos preguntas: ¿qué es lo que estábamos observando en aquel tiempo en términos de cambios sociales y culturales? (Y digo “estábamos”, porque aquí también resumo parte de lo que elaboraron mis colegas de las ciencias sociales en aquel tiempo). Y luego, ¿cómo algunos de esos aspectos se relacionan con los eventos del estallido social de hace cinco años?
Veíamos que en 10 años la confianza en las instituciones había decaído profundamente. Desde 2008 a 2018 casi todas las instituciones sufrieron una caída en sus índices de confianza. La confianza en las instituciones políticas, en particular, se encontraba en el suelo el 2019, pero también los casos de colusión, corrupción y abusos alcanzaron a instituciones como Carabineros y la Iglesia Católica.
Veíamos que esta evaluación no era una toma de posición distante, como de espectadores de un drama ajeno. Ya en 2012 Araujo y Martuccelli mostraron que las personas, a la hora de evaluar sus relaciones concretas con diferentes espacios institucionales, privados y públicos, se encontraban con malos tratos. A esa experiencia común la llamaron “menosprecio institucional”. En una línea similar, diversos estudios mostraron que las personas sentían que todo recaía en sí mismas para salir adelante, dado que las instituciones no funcionaban como soportes efectivos para la vida social.
Veíamos en torno a eso que había aumentado la sensación de injusticia en aquellos ámbitos sociales más apreciados para las trayectorias de las personas: educación y salud. Que unas personas tuvieran una mejor salud y educación que otras por el solo hecho de tener más recursos se consideraba más injusto que años atrás. En la última encuesta Bicentenario antes del estallido social, aumentó con fuerza la percepción de que había un conflicto entre ricos y pobres. La evaluación de que la sociedad debía moverse hacia relaciones más horizontales, permeadas de un trato más digno, inundó la conversación de esos años.
Veíamos una sociedad cuyos integrantes solían reconocer en las historias de sus familias narrativas de ascenso social, dejando atrás historias de marginalidad y pobreza. No obstante, veíamos que aumentaban también los miedos a caer. Caer en la drogadicción, el alcoholismo o la cárcel para unos. Caer en la pobreza por perder el empleo o verse sumido en una enfermedad para otros. Caer por no pagar las deudas, para muchos. Caer por jubilarse y recibir pensiones mínimas. Y en los nuevos profesionales se veía el miedo a no poder sostener la posición alcanzada luego de tanta expectativa puesta en la educación obtenida. Muchas inseguridades rondaban en aquel entonces, en un contexto de profusa difusión de una gramática del esfuerzo individual, no tanto porque imperara el individualismo sino porque detrás de esas historias familiares se veían largas jornadas laborales, sacrificio y esfuerzo. Se percibía rabia cuando las lógicas del privilegio reemplazaban a las lógicas del mérito.
Veíamos que era una sociedad que experimentaba profundos cambios culturales. Por ejemplo, en algunas décadas pasamos de ser una sociedad densamente tradicional a otra más liberal, lo que se demuestra si miramos cómo aumentó la tolerancia a la homosexualidad o a la interrupción del embarazo. Decayeron también con fuerza imágenes tradicionales de lo que significa ser hombre y ser mujer. Nada de ello era fruto de un proceso lineal de modernización. Los años previos al estallido estuvieron marcados por la emergencia de decenas de organizaciones que ponían el foco en relaciones de género abusivas, especialmente en el ámbito universitario. Diversos grupos empujaban cambios en un sentido y otro. También los datos mostraban que era una sociedad que empezaba a polarizarse frente a estos temas, distanciándose cada vez más las posiciones, con pocas posibilidades de alcanzar algún consenso mínimo.
Veíamos un acelerado proceso de digitalización, con la invasión de los smartphones y las redes sociales. Y esto sucedía en un período en que la evaluación inicial positiva de las redes sociales mutó para mostrar su lado más sombrío: violencia digital, algoritmos que refuerzan las propias imágenes de mundo y nos encapsulan en ciertos grupos, y la propagación de las fake news. Una sociedad más conectada, sí, pero en un ecosistema digital que a nivel mundial venía transformándose de modo muy acelerado, con muchas consecuencias negativas imprevistas.
Veíamos antes del estallido que el problema de la violencia había inundado diversos ambientes sociales, desde la escuela hasta los hospitales. Vimos crecer la violencia en las protestas en paralelo a la cada vez más cruda respuesta policial. Vimos una Araucanía llenarse de conflictos de nuevo tipo. Sabíamos que en las poblaciones de las grandes capitales ya no se podía salir de noche por miedo a morir, y los videos de música urbana nos mostraban el nuevo poder simbólico de las armas. La pregunta por la violencia se instalaba con fuerza y en muchas ocasiones no sabíamos qué hacer con ella.
Por último, en agosto de 2019 veíamos una atmósfera que podríamos llamar “el principio del fin”, especialmente en torno a la discusión sobre la crisis climática. Una pequeña búsqueda de libros acerca de la temática abundaba en la idea del fin: fin del hielo, del agua, del Antropoceno, fin del modo como hemos vivido hasta ahora. Y empezaba a formularse una épica del todo o nada: “Esto lo cambia todo”, decía Naomi Klein. Y si bien en estos asuntos las relaciones no son causales, en una encuesta que hicimos en el PNUD un año antes del estallido era muy impresionante constatar cómo había aumentado la preocupación ecológica. Repito, esto era solo una atmósfera de época, pero un amigo hace pocos días me dijo que una de las primeras imágenes que recuerda del estallido era un mural donde alguien había escrito “Otro fin de mundo es posible”. De modo similar, no pocos vieron en la película Joker —estrenada el 3 de octubre de 2019 en Chile— un sentido de fin de época.
Al momento de recorrer estas trayectorias me parece que las ciencias sociales y humanas sí veían algo venir. Ya muchas alarmas se habían prendido, y cabe preguntarle al mundo político por qué no existía (ni existe) la capacidad de escucha ni de reacción ante todas estas señales.
Cabe observar además que estas trayectorias no hablan solo de la falta de crecimiento económico. Tampoco aluden exclusivamente a la desigualdad económica o al neoliberalismo. Tampoco se explican por una trayectoria lineal de movilizaciones que fueran in crescendo. La propia magnitud de los eventos que vivimos —y de todo lo que se estaba observando en aquellos años— creo que no permite reducir el estallido a todos estos factores ni al mal manejo del gobierno de turno (aunque todos sean factores que contribuyeron a lo vivido).
Pero tampoco creo que sea correcto solo entender el estallido social desde sus causas. También algo abrió la propia revuelta, con toda su furia, destrucción, rabia, performatividad y algarabía. Con sus alegrías, miedos y polarizaciones. Con su irrefutable violencia policial. Con sus perdigones y las miradas dañadas para siempre. Al respecto, me gustaría enfatizar tres aspectos.
1) El estallido fue un mar de demandas fragmentadas, múltiples, sin posibilidad a primera vista de reunirlas. Todos los temas ya observados aparecieron, pero en un coro heterogéneo, incapaz de encontrar un aglutinador. Habrá que recordar que las personas marchaban solas, o con amistades y familiares, más que junto a organizaciones de base. Ciertamente, la semántica de la dignidad fue un paraguas posible en la medida que abarcaba todo, toda una vida digna. Pero las vidas que llegaban a las calles también expresaban miedos muy disímiles. Si bien algunos lo quieren recordar como un momento de cohesión, incluso de confianza entre desconocidos, todo lo que vino después —desde cómo vivimos la pandemia (con las diferentes formas de encierro, con las diferentes necesidades por estar afuera) hasta los procesos constitucionales— nos recuerda que se unieron vidas con trayectorias divergentes. Es muy difícil en términos empíricos encontrar una supuesta unidad de todo lo vivido, antes y ahora.
2) Es un error pensar que el estallido fue el momento exclusivo de los sectores populares. Por ejemplo, es muy difícil examinarlo sin lo que implica la demanda por restructurar las relaciones de género y finalizar con sus múltiples abusos. En esto hay líneas transversales que cruzan generaciones y diversas sensibilidades sociales, lo que hacía de los eventos de octubre un espacio múltiple, policlasista. Pero no se puede negar que, por un lado, gran parte de las clases altas experimentó con terror lo sucedido y allí vio solo barbarie (lo que se reflejó en el primer referéndum constitucional). Por otro lado, no hay que confundir transversalidad con la instalación de mayorías. Muchos temas de particular interés para ciertos grupos no encontraron luego una resonancia tan alta como esperaban, es decir, no siempre hubo un intercambio generalizado de expectativas.
3) Antes del estallido la pregunta por la violencia era acuciante para muchos, porque se desplegaba en múltiples espacios: dentro de las familias, en escuelas, en hospitales, en el sur y en el norte, en las poblaciones invadidas por el narcotráfico. Creo que en muchos casos no sabíamos qué hacer o no había una respuesta común para enfrentarla. El estallido nos dejó igual. No supimos cómo afrontar el nivel de destrucción que implicó. No supimos qué hacer con la reemergencia de la violencia estatal. Todo lo que creíamos haber logrado con las políticas públicas de derechos humanos se puso en duda. Al igual que en el pasado, la sociedad se dividió y muchos legitimaron la represión policial, así como muchos legitimaron la destrucción de espacios cívicos. No supimos qué hacer con la violencia.
Tras el entusiasmo y la legitimidad inicial del estallido, terminó predominando el sinsentido o la futilidad de la violencia. Y no es solo un efecto de los medios de comunicación o de la acción de la extrema derecha que el recuerdo del estallido haya mutado. En sectores populares se quedaron con menos supermercados y menos empleos, pero también con una sensación de que todo lo movilizado había derivado en un sinsentido. Quizás por ello han canalizado su frustración no hacia el apoyo de quienes se movilizaron en octubre sino hacia los que no fueron capaces de canalizar los deseos de cambio.
Creo que volver a mirar el estallido implica expandir y no reducir las hebras que tejieron sus hilos, como desde un principio nos propusieron Kathya Araujo y su equipo. También implica pensar que no existe solo una separación que nos divide. Hoy estamos tensionados por múltiples problemas y muchas veces nos obnubilamos por grupos que representan únicamente a minorías. Hay que reconocer la pluralidad de miradas en juego. Pero también hay que reconocer que una forma de mirada hostil ha permeado nuestras interacciones, se expandió con violencia y nos tiene detenidos, sin capacidad de imaginar ni visualizar horizontes de futuro. La mirada se sigue retrotrayendo hacia uno mismo, al hogar, y lo que prima son posturas más bien pragmáticas, con poco horizonte. Afuera parece que no retrocede la mirada hostil.
Habrá que preguntar en el campo cómo rehuir tanto mal de ojo.
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El encuentro “Volver a mirar(nos): A cinco años de octubre 2019” fue organizado por el Centro de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y el Instituto Milenio para la Investigación en Violencia y Democracia (VioDemos).