Lo que dio cohesión a la segunda mitad del siglo XX fue un aparato que ya no existe. Desde lados opuestos, audiencia y acontecimientos convergían en el plano único de la pantalla, que se erigía como el principal instrumento en la creación y circulación de nuestro imaginario. En el rostro de Jimi Hendrix, de la princesa Diana o de Karol Wojtyla, la televisión urdía en una sola trama memoria y actualidad. Por ello, plantea el autor de este ensayo, podría refutarse a Hobsbawm, quien dio por terminado el siglo XX con la caída de la URSS, para fijar su término en ese gran espectáculo audiovisual que fue el ataque a las Torres Gemelas. Ahí comenzó el siglo XXI y nació la generación impaciente, la de aquellos que, como dice Jean-Luc Nancy, quieren acelerar la llegada del futuro.
por Alejandro Grimoldi I 26 Abril 2022
Para quienes comenzamos a transitar la juventud a principios del nuevo milenio, el siglo XX nunca fue más que la segunda mitad del siglo XX. El llamado “siglo XX corto”, que Hobsbawm traza entre la Primera Guerra Mundial y la disolución de la URSS, es demasiado largo. O, en rigor, tiene un origen demasiado remoto y una conclusión demasiado temprana. Hobsbawm nació en 1917 y su tarea era, en parte, “una empresa autobiográfica”, pero para nosotros la berlina y el biplano —no menos que el sombrero y el corsé, el gramófono o el cine mudo— eran parte de una realidad del todo obsoleta. Nuestra memoria colectiva había fijado su comienzo más acá, no con la trinchera sino con la bomba, el primer ítem de un imaginario que dejaba afuera casi todo lo anterior. Detrás quedaba propiamente la Historia: un tiempo ajeno que solo podía recomponer el estudio y que, por lo demás, no nos había legado casi ningún símbolo que gravitara sobre el nuestro. Hitler, en todo caso, era el fundamento negativo de una nueva eticidad: la nuestra. Con él, las primeras décadas de la centuria se consumían en la catástrofe que habían gestado. Nosotros teníamos color donde antes había grises, teníamos plástico en lugar de madera, electricidad en vez de vapor y, en general, una fisonomía del todo distinta a la que había conocido el periodo de las dos guerras. La primera mitad del siglo XX no estaba —y por lo tanto no era— presente.
Y así como nuestro siglo había comenzado recién a la mitad, solo pudo terminar una vez entrado el nuevo milenio, es decir, no con la caída del Muro sino con la de las Torres Gemelas, el último gran acontecimiento televisivo. He ahí una clave: el sentido de lo que el joven lego llamaba siglo XX no derivaba de ninguna dinámica política, sino de una cultura audiovisual. Nosotros crecimos en un tiempo atravesado por las imágenes, los aparatos y personajes de la posguerra, de modo que nuestro pasado se volvía en cierto modo idéntico a nuestro presente. Por eso se equivoca Hobsbawm al decir que, para quienes cursaban la universidad en los 90, “Vietnam era la prehistoria”: Vietnam era una guerra continuamente reactualizada por la industria del entretenimiento, al punto que podíamos imaginar sus combates con más precisión que cualquiera de la guerra del Golfo. Vietnam revivía tanto en Coppola, Malick u Oliver Stone como en sus invocaciones indirectas: en Rambo, el veterano atormentado, o en Depredador, donde un pelotón se bate en la jungla contra un enemigo extraño e invisible. Parte del espanto de las Torres fue ver en los hechos lo que solo nos había acostumbrado a ver el cine. El acto de violencia simbólica que había dado origen a nuestro siglo volvía ahora para darle su cierre.
Las Torres, sin embargo, solo sirven de anclaje para el cambio general que tuvo lugar con la llegada del nuevo milenio. El umbral simbólico del año 2000 terminó siendo exactamente eso: un verdadero umbral, el paso a una época que, aunque no pareciera del todo distinta a lo que habíamos imaginado, era una época nueva.
Es fácil hacer una lista de acontecimientos que se acumulan ahí como las burbujas que ascienden a la superficie, anticipando el hervor: Google fue fundado en 1998, dos años antes de que Putin llegara al poder y tres antes de que, justo cuando aparecía el primer teléfono con 3G, China entrara en la Organización Mundial del Comercio. Ejemplos sobran y, sirvan o no a una periodización histórica en sentido estricto, lo cierto es que ya perfilaban muy de cerca el mundo que conocemos hoy. No es casualidad que en esos años, nuestra generación comenzara a adolecer de un patetismo nostálgico que, en parte, arrastra todavía hoy. Un mal modo de aferrarse al pasado, sí, pero la moda de la nostalgia era síntoma del cambio, de la tristeza ante el fin de la era que nos había criado y de la que nosotros quedaremos, alguna vez, como últimos testigos. Nace ahí nuestra encrucijada actual, la de las “impaciencias contrapuestas” que mencionaba Nancy: “La impaciencia de los que echan de menos el pasado y la de los que quieren acelerar la llegada del futuro”.
Si el año 2000 todavía nos es vagamente familiar, el 1998, en cambio, queda ya del otro lado de la frontera. Hay, en ese salto, un movimiento de fondo: un cambio en el modo en que se gesta el presente y, de ahí, un cambio en su relación con su pasado y su futuro. El siglo actual parece no tener lo primero ni poder imaginar lo segundo. Incapaz de distenderse en la historia, en una historia, el presente se vuelve a la vez más ensimismado, pero menos consistente, más breve pero menos pasajero. Quizás es lo que corresponde a una revolución cuyo instrumento reduce todo a su propio código: que toda experiencia quede diluida en una única sustancia.
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Lo que dio cohesión al segundo siglo XX fue un aparato, la televisión, que ya no existe. Era lo que hoy es imposible: una emisión unilateral a un universo de espectadores aunados en su incapacidad para mediar con el contenido. En el canon audiovisual del siglo XX —desde el asesinato de Kennedy hasta el escándalo Lewinsky- Clinton, pasando por el gol de Maradona a los ingleses y los tanques de Tiananmen—, el punto de vista es solo uno: el de la TV. Desde lados opuestos, audiencia y acontecimientos convergían en el plano único de la pantalla, que se erigía como el principal instrumento en la creación y circulación de nuestro imaginario. En el rostro de Jimi Hendrix, de la princesa Diana, en el rostro de Karol Wojtyla, siempre el grano tricolor, el material con el que la televisión urdía en una sola trama la memoria y la actualidad. Decir que la tele circulaba imágenes no es solo decir que las distribuía, sino que las recuperaba de los anales de su propia historia para volver a hacerlas presente. Esa era la dimensión televisiva: la extensión temporal de su reinado, que podía hacer del ayer un hoy, porque todo lo que había sido alguna vez televisión seguía siendo –seguía haciendo– televisión. Nosotros crecimos en los 80 viendo al Zorro en blanco y negro, y a Batman manejando un Ford Lincoln. El gran archivo televisivo cargaba con los 70, los 60 y hasta los 50, se detenía diariamente en cada década, reviviendo sus hazañas y tragedias, sus modas y su arte, sus protagonistas y su imaginación; haciendo que, de una u otra manera, ese universo fuera también el nuestro. “Siglo XX, cambalache”, decía, citando el tango, Fernando Bravo. La televisión lo había hecho parte de nuestra cultura audiovisual y, por extensión, de nuestra cultura a secas.
Pues bien, ese es el orden que estalla con la caída de las Torres, cuyo registro “oficial” se confunde ya con una miríada de registros individuales, con la fragmentación del evento por y para un público ya atomizado. Repartida a mitades entre un televisor y una computadora, la del 9-11 es la última imagen del viejo mundo y la primera de un mundo nuevo. La TV perdía la prioridad para testimoniar una época. De ahí en adelante, ningún hecho llegaría a fijarse en nuestra memoria colectiva con la firmeza que le había dado la tele; cada vez se haría más difícil resumir los acontecimientos en una única toma, en una sola e indiscutida imagen capaz de atajar la vorágine con la solemnidad del emblema. Con las Torres se desmoronaba también la estructura visual y mnemónica de lo que había sido nuestro tiempo. El siglo XXI fue creando otro modo de producir y circular, de ver, recordar y vivir las imágenes y los sonidos de una época; fue forjándose un mundo ajeno al universo y al ritual televisivo y, por eso, ajeno a lo que nosotros llamamos, aun hoy, “siglo XX”.
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La televisión fue desapareciendo a medida que desaparecía como objeto: la pérdida de su espesor material era también la pérdida de su espesor simbólico. Plenamente digitalizada, la tele ya no preside la estructura del espacio público (ni privado). Ella es meramente un insumo dentro de una trama más extensa a la que damos el nombre de Red, una dimensión sin centro que creamos y recreamos nosotros mismos. El espectador se convierte en usuario. Un cambio que, por lo pronto, inyecta algo de trabajo en el ocio: si la tarea estática de ver la tele tenía como contrapunto la sucesión de imágenes, ahora el orden se invierte y toca a nosotros animar el desfile. Quizás por eso, hasta el aburrimiento —que era un aspecto esencial del “ver tele” y al que la tele parecía dar forma con sus repeticiones— se ha vuelto más trabajoso. A ello nos constriñe el paso de la tele al video, un formato que desgrana la imagen en meros “clips” dentro de una pantalla que ya no discurre, sino que dispone. Una forma, también, de introducir lo personal en lo común. Lo saben quienes caen por el acantilado en busca de una selfie o quienes filman —en el documental, en el deporte, en la pornografía— su propio “punto de vista”: el nuevo panorama audiovisual se alimenta de nuestros cuerpos, es fruto de nuestra labor. La lente se vuelve espejo. Vuelve su mirada hacia sus propios operadores, a los usuarios que, en definitiva, son ahora espectadores de sí mismos. ¿No padecemos todos esa misma sensación? Adonde quiera que miremos, siempre volvemos a aparecer nosotros. Ya no podemos dirigir nuestra mirada hacia el mundo, hacia un mundo, porque ante nuestra visión ya no se abre ninguna distancia, ninguna lejanía o, como decían los griegos, porque ya no funciona la τηλε, la tēle.
Una vez destronada pudo irrumpir en la TV la discordia. El consenso era antes una necesidad objetiva. “Una ley que se conoce a la perfección”, decía Bourdieu en Sobre la televisión: “Cuanto más amplio es el público que un medio de comunicación pretende alcanzar, más ha de limar sus asperezas, más ha de evitar todo lo que pueda dividir, excluir (…), más ha de intentar no ‘escandalizar a nadie’”. La TV se veía obligada a “fabricar consenso” (la fórmula es de Chomsky), más no fuera para saldar los enormes costos económicos que, por otro lado, podrían interpretarse como la medida de su tarea: la de ser los ojos y los oídos de su tiempo.
Librada de esa obligación, hoy la tele se presta de buena gana a la polémica, no tanto porque quede subordinada a la lógica de las redes, sino porque acompaña la desventura de la sociedad toda. Lo que, en Three Variations on Trump: Chaos, Europe, and Fake News, Žižek identifica como “comunidades definidas por intereses ideológicos específicos”, donde es posible “intercambiar noticias y opiniones por fuera de un espacio público unificado y donde las conspiraciones y otras teorías pueden proliferar sin ataduras”. En su versión más ligera, más “consensuada”, los intereses ideológicos amplios (conservadurismo vs. progresismo, populismo vs. republicanismo, aborto vs. “vida”, identidades tradicionales vs. identidades fluidas; en una palabra, las “impaciencias contrapuestas”) acaparan la TV y desunen el espacio público desde adentro, al punto que el logo de un canal puede ser hoy una prenda identitaria. Uno podría objetar que la prensa siempre funcionó así, que allí el posicionamiento ideológico es la regla y no la excepción, pero la fundación de un diario siempre fue más política que comercial. La politización de la pantalla, en cambio, solo es posible una vez que ha perdido —como la política misma— su antigua autoridad.
¿No había en ella, en todo el sistema televisivo, en la verticalidad y el consenso, en el contenido y la historia, y hasta en el peso y la magnitud del aparato, un reflejo del orden mundial que había dominado las cinco décadas de la posguerra? Como es bien sabido, el reinado cultural de la televisión concordaba con el imperio político de Estados Unidos. Sergio Leone dijo alguna vez que “Estados Unidos era la negación determinada del viejo mundo, del mundo adulto”, y que “era propiedad del mundo entero y no solo de los estadounidenses”. Era nuestra misma sensación: de una parte, la tele marcaba un corte con el pasado y, de la otra, era equivalente a la primacía estadounidense.
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Nosotros, últimos especímenes del siglo XX, vivimos como un gran cambio algo que, en cierto sentido, no es más que la nueva articulación dentro de un viejo y largo movimiento. La reunión de lo efímero y lo permanente, de lo actual y lo pasado, es algo que podemos predicar de la tele, pero también algo que el siglo XIX ya predicaba de “la modernidad”, que para Baudelaire expresaba “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente (…) cuya otra mitad era lo eterno y lo inmutable”. Los pistones y poleas eran entonces lo que el algoritmo y el autómata son ahora; modulaciones de promesas y temores que hace tiempo cobija una realidad más vieja que cualquiera de nuestros siglos.
Con todo, la cultura audiovisual de la era digital ni siquiera puede apoyarse, como lo hacía la TV, sobre su propia historia. El siglo XXI no tiene Greatest Hits: sus hitos no tienen donde ubicarse, donde encaramarse, donde permanecer. O, más bien, permanecen como una memoria sin densidad, sin presente. Si continuamos la dialéctica de la modernidad que describía Baudelaire, lo único “inmutable” termina siendo “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”. ¿No lo era ya, para quienes habían nacido en la primera mitad del siglo XX, la propia televisión? Quizás sea la prueba de que esta historia avanza en espiral, de modo que cada momento vuelve a encontrarse consigo mismo unos pasos más adelante, en una curva más cerrada, a un ritmo más veloz y con un final, quizás, más inminente.