Viva Chile (de) mierda

Socializar el odio al país, convertirlo en un lugar común, es uno de los paradójicos logros del Chile actual. Al hacerse más frecuentes los viajes y las becas para estudiar en el extranjero, la idea de que “el país es una mierda” se extendió a sectores cada vez más amplios de la sociedad. La satisfacción, la gratitud, la objetividad para mirar, sostiene el autor de este ensayo, son características demasiado proletarias y también aristocráticas, como para ser asumidas por esa clase media intelectual que acaba de descubrir el placer de la incomodidad, el inconformismo y la rebeldía.

por Rafael Gumucio I 15 Julio 2021

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De todos los hashtag que intentaron llamar a los chilenos a votar Apruebo en el plebiscito del 25 de octubre de 2020, quizás el más exitoso fue: #ganasdecambiarestepaisculiao

El plebiscito demostró la madurez política de los chilenos, su capacidad de convertir el malestar subjetivo en elecciones, candidatos y debates. Sin embargo, la idea de que este es un país de mierda o una mierda de país que hay que cambiar de raíz, es parte esencial del discurso de no pocos constituyentes y la razón por la que un grupo de encapuchados sigue indignándose en Plaza Italia.

Que Chile pudiera ser un país de mierda o una mierda de país, es algo que aprendí recién cuando volví a los 14 años. “Patria o muerte, compañero”, era la frase de los carteles del MIR que poblaban no pocos departamentos que visitaba entonces, cuando mi familia estaba exiliada en París. “Chile o muerte” intituló Germán Marín un panfleto de exiliados cuya portada cuelga todavía en la nueva Tate Gallery de Londres. Poder viajar a cualquier parte menos a Chile, como decía el pasaporte de mis padres, era considerada la peor de las maldiciones, porque, como cantaba Isabel Parra, “ni toda la tierra entera, será un poco de mi tierra”.

En mi casa había otro disco que quizás permitía adivinar una fisura en ese amor sin barreras que sentíamos por nuestra patria. Se trataba de “Viva Chile M…”, de Fernando Alegría, recitado por Roberto Parada. El poema lo escribió Alegría en Estados Unidos, donde vivió casi toda su vida, como una alabanza y una denuncia a la patria lejana, con sus poblaciones callampas y la explotación minera, pero también con su belleza, paisaje y dolor. La “M…” de mierda que la separara al “Viva Chile”, era en la voz nerudiana de Parada una exclamación de horror, una denuncia en voz baja y un grito de alegría huaso. El actor elegía en una estrofa no agregarle la coma que le faltaba al texto, así el mierda se volvía una forma de acentuar el viva o de calificar a Chile, una exaltación, un “por la mierda” o un “qué mierda” o por “la misma mierda”.

Alegría, profesor de literatura en California, escribió novelas, cuentos y ensayos sobre Chile y Latinoamérica, al mismo tiempo que hacía de puente con la generación beatnik, esa que maldecía a los Estados Unidos, pero nunca se habría atrevido a ponerle la palabra shit a su patria (en parte, porque tendrían que ir a una corte a responder por la ofensa).

El de Alegría era otro tipo de exilio que el de mis padres. Uno que tenía que ver con la condición provinciana de Chile respecto al conocimiento, como el de Arrau, el de Matta y de todos esos científicos que no pudieron seguir con sus carreras en un país pobre y apartado. Pero la chilenidad en Alegría era especialmente problemática. Su tema era esa tierra y una política de la que solo podía participar en forma lateral. Incluso en Chile pesaba sobre él la acusación de ser agente del imperialismo gringo, mientras en Estados Unidos lo creían agente del comunismo internacional.

A los hijos de los exiliados nos llamaban ‘los retornados’, con una mezcla de desprecio y envidia. Nuestro exilio fue llamado ‘la beca Augusto Pinochet’, y a pesar de todo el esfuerzo que los exiliados hicimos para explicar nuestra tragedia, nunca dejaron los chilenos del interior de vernos como unos privilegiados a los que les regalaron un pasaje para escapar de este ‘país de mierda’.

Los exiliados no teníamos, en razón de nuestra expulsión forzada, derecho a esa relación neurótica con el país que tenían los autoexiliados, los viajeros, los bohemios, los huidos por voluntad propia. De vuelta al país, los exiliados adquirieron la costumbre de comparar Chile con esos lugares a los que llegaron sin un peso y asustados. Descubrían con un asombro, digno de mejor causa, que Santiago no era París, Estocolmo, Roma, que no era ni siquiera Ciudad de México.

A mí me gustaba justamente que Santiago no fuera París y que pudiera bajarme y subirme de las “liebres” en cualquier momento y que todo fuera más o menos nuevo, peligroso, absurdo y esperanzado. Era una segunda oportunidad sobre la tierra: no comparaba lo incomparable, pero podía comprender que alguien que había aprendido a comer en Francia, a pensar en Alemania, a gozar en Italia y a tolerar en Holanda, pudiese añorar esas experiencias. Pero me resultaba más difícil comprender por qué mis compañeros de curso del colegio, que nunca habían salido de Chile, encontraban ellos también que este era un país de mierda. Si se tiene más de una tetera, más de un auto o más de un país, es normal comparar y elegir el mejor. ¿Pero si no?

A los niños en Francia no se les ocurría comparar su patria con nada más, y quizá eso los volvía insoportables: creían que habían nacido en el mejor lugar del mundo. Su fe era absurda, pero al menos era consoladora. Mis compañeros de curso chilenos, que defendían su país a brazo partido si un extranjero los ofendía, consideraban que nacer aquí era un castigo, como estar preso en Alcatraz.

A los hijos de los exiliados nos llamaban “los retornados”, con una mezcla de desprecio y envidia. Nuestro exilio fue llamado “la beca Augusto Pinochet”, y a pesar de todo el esfuerzo que los exiliados hicimos para explicar nuestra tragedia, nunca dejaron los chilenos del interior de vernos como unos privilegiados a los que les regalaron un pasaje para escapar de este “país de mierda”. Unos privilegiados, pero también unos imbéciles, que con sus títulos, idiomas y costumbres de primer mundo, intentaban adaptarse de vuelta a un país que les decía en todos los tonos que ya no los necesitaba.

Por esos años, los de mi retorno, Los Prisioneros cantaban “¿Por qué no se van, no se van del país?”, un himno contra todos los que en los círculos alternativos (en las pocas tiendas de discos que traían algo importado) deseaban acceder a la cultura europea o estadounidense. Jorge González, con entonación y desprecio absolutamente chileno, invitaba a todos esos disconformes con la patria, a los que no se llamaban “González ni Tapia”, a irse del país y dejarlos a ellos, González y Tapia, arreglando lo que se podía. El grupo, que no escondía las influencias tan poco nativas de los Clash y Depeche Mode, plasmaba en esa canción el aprecio a lo local como una forma más alta de esnobismo.

“Quiso ser escritor, pero terminó siendo escritor chileno”, es el epitafio genial, inventado por Juan Guillermo Tejeda, que cristaliza la tensión entre el deseo exterior y el conformismo interior. La sensación cierta de que ninguna grandeza puede nacer entre nosotros, mezclada con esa compulsión por quedarse aquí –que marcó la vida del propio Tejeda– y volverse un personaje local.

A otro excéntrico, el músico Acario Cotapos, se le atribuye la idea de que había que vender ‘esto’ y comprar algo más cerca de París. Matta, parafraseándolo, recomendaba venderle el país a los japoneses para comprarse un terrenito en la Toscana. Incluso los que nunca han leído un poema entero de Enrique Lihn, saben que nunca salió ‘del horroroso Chile’.

A otro excéntrico, el músico Acario Cotapos, se le atribuye la idea de que había que vender “esto” y comprar algo más cerca de París. Matta, parafraseándolo, recomendaba venderle el país a los japoneses para comprarse un terrenito en la Toscana. Incluso los que nunca han leído un poema entero de Enrique Lihn, saben que nunca salió “del horroroso Chile”. Gabriela Mistral, que recibió el Premio Nacional de Literatura después del Nobel, escribió su “Poema de Chile” mientras huía de embajada en embajada (de Chile, por cierto). Le horrorizaba que después de una semana aquí la empezaron a llamar “la Gaby”. Violeta Parra, que inventó de la nada nuestro folclore, decía que Chile era un lavatorio de agua estancada a la que nadie le había sacado el tapón del desagüe. A pesar de que la muerte de uno de sus hijos reclamaba su presencia urgente, alargó una de sus giras por Europa lo más que pudo. Ahí conoció a Alejandro Jodorowsky, quien había jurado volver a ese “país de mierda” solo si salía victorioso, porque en Chile ser artista es peor que tener lepra.

El cineasta Raúl Ruiz, un exiliado que se convirtió en un asilado al conseguir el odio de sus compañeros de exilio, coleccionaba razones para arrancar. El país le parecía uno de los círculos del infierno de Dante. A la vez, le atribuía una serie de dones y originalidades completamente fantasiosas. Pero su nacionalismo al revés no horrorizó a nadie. Al contrario, se le agradecía hablar mal de Chile en Cannes. Convertir Chile en una categoría (aunque sea terrible) del espíritu, resultaba una contribución paradójica a la patria. Aquella actitud era, de alguna manera, hacerse parte de una genealogía de intelectuales que no le debían nada al país, pero que seguían –como decía Borges– unidos a la patria más por espanto que por amor, por los siglos de los siglos.

No es sorprendente que al hacerse más frecuentes los viajes y las becas para estudiar en el extranjero, la idea de que Chile es un país de mierda o una mierda de país se haya popularizado. El postulante a una Beca Chile, una de las más generosas que se ofrecen en Latinoamérica, va a Oxford o a Stanford a estudiar la estructura de los partidos políticos o de las generaciones literarias en Chile. Los ramos, los profesores, todo le habla del Chile que dejó y que, en contraste con el primer mundo, ahora le parece más pequeño, mezquino y terrible. Se le olvida que está ahí gracias a una beca del Estado, y que el mismo Estado que paga sus cervezas en el pub, está siendo denunciado por patriarcal y opresivo en los papers de la academia extranjera. ¿Qué otro país de mierda les paga a sus jóvenes para que estudien la cantidad de mierda que acumula? De alguna forma, si el becario pudiera reconocer esa contradicción (el Estado opresivo es su benefactor), tendría que asumir muchas otras que complicarían su tesis y al profesor que, en una actitud perfectamente colonial, no puede más que encontrar que Chile es un país atrasado, como lo son los alumnos. Oxford es Oxford porque no es Santiago, aunque sea la generosa Beca Chile la que sostiene, en parte, todavía de pie los desfinanciados muros medievales de sus colleges.

En el imaginario nacional, salir de Chile es salvarse. Pero la Beca Chile conlleva el compromiso de volver y pagar, trabajando aquí la misma cantidad de años que se estudió afuera. ¡Vaya trampa! Solo si cumples tu compromiso en provincia, puede reducirse la condena. Volver atado a la beca es entonces una derrota, un insulto, un dolor que se le puede atribuir a este país de mierda, a esta mierda de país donde lo que estudiaste afuera no se aplica en ningún lado. Al hacer clases en pregrados de universidades privadas, en colegios de provincias, al ocupar las reparticiones públicas, esta generación de becarios que apenas probó la miel del primer mundo para volver a la hiel de estos potreros, no puede sino acentuar aún más la relación neurótica que los chilenos de afuera, de antes y de hoy, han construido con nuestro país.

Entre las múltiples causas del estallido de octubre de 2019, quizás valdría la pena sumar esta: la nueva clase media intelectual, la primera que no viajó por excentricidad ni por exilio, sino realmente becado por Chile, heredó de las generaciones anteriores la idea de que el país les quedaba chico. Y que ciertamente era una mierda. Una idea que no deja de estar basada en criterios objetivos (desigualdad, injusticias, racismo, misoginia), pero que al mismo tiempo denota una pretensión de estatus. Como una manera de reafirmar la pertenencia a esa élite intelectual.

Socializar el odio al país, convertirlo en un lugar común, es uno de los paradójicos logros del Chile actual. Por cierto, se trata de una victoria pírrica, porque es una pérdida de tiempo intentar convencer al que piensa que vive en un país culeado, que es el menos culeado de los países en la región, y que podría ser mucho más culeado si no nos esforzamos en quererlo un poco. La satisfacción, la gratitud, la objetividad para mirar el país son sentimientos demasiado proletarios y aristocráticos para ser asumidos por quienes acaban de descubrir el placer de la incomodidad, el inconformismo, la rebeldía. La coma que Fernando Alegría le quitó al “Viva Chile mierda”, permite que la mierda se trague a Chile. Ese grito de guerra se escuchará hasta que la mierda se trague también el viva y no haya quien viva en tanta mierda.

 

Imagen: Paste up registrado en Mosqueto con Monjitas. Obra del artista Phantte.

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