por Matías Celedón I 22 Octubre 2024
La noticia fue hace días, pero en otra escala, es algo cotidiano. Una turista, en este caso holandesa, sufre un cobro abusivo al tomar un taxi desde el aeropuerto al hotel. Las circunstancias son confusas y no hay mayores testigos. Ella no habla el idioma, es una jubilada o una jovencita incauta, y él controla la situación con las dos manos sobre el volante. En el portal de radio Biobío denuncian que le cobraron siete mil dólares. ¡Siete mil dólares! Más que un cobro abusivo, habría que precisar si esto se trata de una estafa, un robo o un violento asalto.
¿Pero hubo violencia?
Cómo saberlo… La denuncia, en rigor, la difunde en televisión otro taxista, sobre un supuesto taxi ilegal, en medio de un punto de prensa para el lanzamiento del programa de Fiscalización del Ministerio de Transportes. La noticia, tal vez, puede ser fake, es decir, fingida: no tener asidero o tratarse de una exageración. Sin juzgar a nadie, se ha perdido todo sentido de las proporciones. Sin embargo, lo que es un hecho en ambos casos, tiene relación con esa extraña capacidad que tienen algunos taxistas para convencernos de que lo que opinan es cierto.
Justo antes de un viaje de pesca, recuerdo haber coincidido con un antiguo buzo táctico que trabajó soldando en las bases de las torres de descarga en la refinería de Quintero. Manejaba un taxi desde que se había perforado el tímpano, después de 25 años de trabajo submarino. En sus palabras, en torno a esos pilares industriales, la escoria mineral hace brillar el fondo, más temperado por los ductos, congregando especies exóticas de peces curiosos que no se encuentran ni en las cavernas volcánicas de Isla de Pascua ni en los arrecifes de Juan Fernández. Maravillas en la zona de sacrificio.
“No pasa nada si un pescador le rompe el cuello a la trucha antes de echarla al cesto o si la trucha muere por un hongo que le repta por el cuerpo, como si fueran hormigas de color azucarado, hasta que la trucha cae en el azucarero de la muerte”, escribe Richard Brautigan en La pesca de la trucha en América. “No pasa nada si la trucha queda atrapada en una poza que se seca a finales del verano o si la atrapan las garras de un ave o las zarpas de un animal. (…) Cualquiera de estas situaciones forma parte del orden natural de la muerte, pero que una trucha muera por un trago de oporto… eso ya es otra cosa”.
Cuando debo ir a un aeropuerto, trato de no tomar un taxi directamente de la calle. Pido a través de una aplicación o llamo a un viejo conocido si nadie puede llevarme. En la ansiedad de la víspera, prefiero evitar improvisaciones. La certeza de dejar atrás, pero sobre todo, la impotencia ante lo que pueda suceder hasta que regrese, me sitúa en un espacio vulnerable donde pocas veces pienso en lo bueno que me espera. Ese traslado antes de empezar un viaje es el primer momento del despegue.
Seguro, esa predisposición sea perceptible por alguna clase de instinto de preservación. Por eso evito conversar desde el primer momento. No todos los peces son atraídos por los mismos anzuelos. Con tiburones sensibles a la oportunidad, cualquier descuido conduce a una conversación indeclinable.
Lo más fácil es construir un enemigo. Es la manera lo que tuerce las cosas. La última vez en Buenos Aires, me vi en la calle con maletas, atrasado y sin batería en el celular. Ni siquiera los taxistas han salido indemnes al nuevo orden, con Uber o Cabify como principal amenaza. Son otra especie en peligro de extinción.
Lo vi tomando un café en la esquina de Bulnes y Humahuaca. Se acercó a un auto estacionado a media cuadra, con el diario bajo el brazo. Al tomar la calle y llegar a la esquina resultó que manejaba un taxi. Se acercó lento, aunque me había visto urgido. Mientras terminaba su café, yo cambiaba de una esquina a la otra mirando nervioso por si venía algo.
¿Me angustiaba tanto perder el vuelo? ¿O era la idea de volver? Los errores se presienten. En cada detención, sus ojos clavados en el retrovisor me censuraban con una mirada severa. Aunque yo no decía nada. Tal vez, porque no asentía. Su intención era simplemente que consintiera con su convencimiento.
—Te digo, yo no tengo nada contra las prostitutas y los negros.
Durante todo el camino, fue alumbrando zonas de la ciudad que se alejaban de los aviones. Discurría categórico y moralizante, pontificando certidumbres. Y en cada frase sobre la rectitud, se abría un flanco sinuoso para la duda donde asomaba una ambigüedad perturbadora, una inconsistencia amenazante, un evidente sobrentendido, como si en cada desvío o semáforo existiera la posibilidad de que doblara en el sentido contrario, y lejos de embarcar en la puerta de Salidas, el viaje acabara con mi cuerpo abandonado en un eriazo cerca de Aeroparque.
Más allá de la caricatura, la realidad es que generalmente no sucede mucho. La mayoría de las veces, coincidimos con un chofer confiable que nos devolvería la billetera. Si además es mujer, algo todavía excepcional, resulta lógico ponerse en el lugar de ellas. ¿Cuánta charla inútil deberán de tolerar mudas? ¿Cuántas fantasías tácitas tendrán que soportar a sus espaldas?
Cuando se trata de ir al aeropuerto, la disposición al viaje es distinta. El viajero se siente especial, es propenso a hablar más de la cuenta. Y de eso es consciente el conductor, sobre todo el que se ha especializado en ese trayecto. Hace una semana, un taxista me preguntó rumbo a Barajas:
—¿Sabe de dónde viene la tinta china? —guardé silencio ante el cazabobos, eludí el espejo mirando el celular, pero se trataba de una pregunta retórica—. De una vaina que solo se encuentra en Ecuador…
Suspendido en la repetición de ese trayecto, no es extraño que el chofer recuerde todos los caminos que lo han llevado hasta esa cabina. Tal vez sea en ese extraño espacio común donde radique el origen del malentendido. Será que en estos tiempos prevalecen nuestras diferencias antes que los asuntos comunes.
Paul Schrader cuenta que fue en el hospital cuando comprendió el poderoso alcance de la metáfora de Taxi Driver: “Este ataúd amarillo, rectangular, de metal, flotando a través de las alcantarillas abiertas de una metrópolis. Y dentro de ese ataúd está atrapado un joven. Parece que está rodeado de vida, pero en realidad está absolutamente solo”.
En la íntima coincidencia de ese espacio, como un siquiatra trasnochado en su diván hablando consigo mismo, el conductor escucha complacido su propia historia; solo, imaginariamente solo, indiferente a ese otro pasajero que, en el fondo, siempre es el mismo.
Imagen de portada: Aeropuerto de Barajas, Madrid.