por Matías Celedón I 30 Mayo 2024
Ese día llovía y las puertas parecían cerradas. No recuerdo si habíamos discutido, pero me demoré a pesar del apuro porque quería verlas de cerca. Era en un parque grande y faltaba tiempo para recorrerlo. Sin contar los templos y santuarios históricos, solo entre el zoológico y el Museo Nacional, se puede pasar un día entero sin haber visto la laguna, el Museo de Arte Metropolitano o el Museo Nacional de Ciencias de Japón. Al bajar en la estación del Parque Ueno, éramos los únicos que habíamos salido sin paraguas. Cerca de la entrada principal, en una de las áreas más concurridas de Tokyo, el Museo Nacional de Arte Occidental es una parada que podría omitirse de no ser porque están las Puertas del Infierno, la “Capilla Sixtina” de Auguste Rodin.
La posibilidad de acceder al inframundo es una fantasía primitiva. En diversas mitologías y religiones, la entrada a los intersticios del más allá supone embarcarse en un viaje sin regreso por una geografía sobrenatural. “Una fe popular en la inmortalidad no habría logrado mantenerse sin que se imaginaran lugares físicos en que las almas humanas pudieran permanecer después de haberse liberado de la prisión de sus cuerpos”, escribe Joaquín Barceló en Para leer la Divina Comedia. Los mapas medievales, que mezclaban conocimientos geográficos con información de los textos clásicos, la mitología tradicional y la Biblia, situaban la entrada y la salida del infierno en lugares concretos de la Tierra. En ellos, más que la geografía, el territorio era la historia.
Cuando tenía 40 años y era solo un escultor prometedor, Rodin recibió el encargo de hacer unas puertas monumentales para el nuevo Museo de Artes Decorativas de París. Inspiradas en el Infierno de Dante, lo que parecía un proyecto acotado, terminó siendo un grupo de más de 200 esculturas, creadas en colaboración con Camille Claudel, en el transcurso de 37 años. Nunca llegaron a estar concluidas.
La realización de la puerta definitiva consideraba trabajar en mármol y fundir en bronce, un proceso largo, que quedó interrumpido por la Primera Guerra Mundial y la muerte de Rodin. Años después, se terminó gracias a que dejó los moldes en yeso, algunos bocetos y estudios. Actualmente existen siete Puertas del Infierno, en distintas partes del mundo: un par en París y una en Tokyo, Zúrich, Philadelphia, California y Ciudad de México. La idea de que estén conectadas hace que adquieran una especie de magnetismo.
Gobernada por una ley misteriosa, el motivo de la puerta es perfectamente ambivalente: abre el paso y lo clausura. En Lo que vemos, lo que nos mira, Georges Didi-Huberman reconoce que esa doble acepción (como “figura de apertura, pero de apertura condicional”) ha sido utilizada desde las construcciones míticas inmemoriales. “Ante la Ley se yergue el guardián de la puerta”, abre y sentencia Kafka en su famosa parábola.
A principios de abril, cuando florecen los cerezos, las oficinistas bajan con sus compañeros de trabajo y aprovechan la hora del almuerzo para tender una manta y compartir bajo los árboles, con sus familias o entre amigos y amigas. La lluvia había cesado y el tumulto nos llevó por un sendero distinto, que nos dispuso a caminar tranquilamente por una feria larga, mirando los coloridos puestos, mientras la gente se fotografiaba contra las flores. El museo estaba por cerrar y no alcanzaríamos a ver mucho más que las puertas.
Pronto comenzó a llover de nuevo y nos escondimos en el Museo Nacional, que estaba más cerca. Pasó la tarde, pero no la lluvia, y decidimos correr bajo los paraguas hasta la salida. Frente a un parque de esculturas que brillaban mojadas, descubrimos que para ver las Puertas no hacía falta entrar, ya que observaba como un portal oscuro entre otras esculturas del jardín exterior del museo.
Algo enigmático encierra una puerta cuando se alza en ausencia de un muro. Vistas al pie, imponentes, el efecto de profundidad transforma la verticalidad en caída. La puerta mide más de 5 metros de alto, casi 4 de ancho y se siente su peso de 6 toneladas. Las numerosas figuras que asoman y se confunden entre los bajorrelieves, forman de fondo una especie de hoguera incombustible, un fuego barroso de llamas humanas que varían su tamaño. Algunas más destacadas o prominentes, otras indistinguibles. Una placa ennegrecida por el tratamiento de la fundición. Cuerpos en aparente movimiento que evocan no solo a Dante, sino también a Miguel Ángel, a Baudelaire, a Camille Claudel, las influencias y fantasmas de Rodin.
Tal vez, paralizado por la magnitud del encargo (detrás de una puerta se puede esconder un laberinto), se protegió en el marco de esa puerta y trabajó encerrado en una idea de generación y destrucción permanente. O como hacen los maestros en las construcciones: la puso sobre dos caballetes y la transformó en una mesa de trabajo donde ensayó formas y expresiones de la condición humana, de donde emerge El pensador, Las tres sombras o El beso, entre otras esculturas que son obras maestras en sí mismas.
En su vida, Rodin unió dos mundos y dos formas de ver el arte: lo antiguo y lo moderno. Pero nunca habló mucho de la puerta ni vio su resultado en bronce.
Las primeras dos puertas fundidas se deben a Matsukata Kôjirô, presidente de los astilleros Kawasaki, cuya colección de arte moderno sobrevivió a la destrucción del siglo XX y constituye lo que hoy exhibe en el Museo de Arte Occidental del Parque Ueno. Que haya una Puerta del Infierno en Tokyo, después de todo, no es tan extraño.
Gran parte de la colección de Matsukata Kôjirô que se almacenó en Londres fue destruida por los incendios durante la Segunda Guerra Mundial, y mucho de lo que quedó en Japón también fue destruido por los bombardeos aliados durante la Guerra del Pacífico. El resto se preservó en Francia como parte del Tratado de Paz de San Francisco, donde se redujo y se mantuvo confiscado durante años, hasta que fue llevado a Japón, tras largas negociaciones y después de la muerte de Matsukata. Con sus horrendos pesares y tormentos, al final, la idea de un inframundo guarda al menos un consuelo: si los sueños son mundos privados, ¿dónde más podríamos estar juntos?
Fotografía de portada: Matías Celedón.