Excéntricos, radicales y performáticos: Glenn Gould y Keith Jarrett

por Federico Galende I 4 Diciembre 2023

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Glenn Gould y Keith Jarrett, para una buena cantidad de oídos los dos pianistas más radicales del siglo XX, no llegaron a conocerse ni hicieron mayores esfuerzos por enviarse elogios cruzados. Ni de la pormenorizada biografía que Kevin Bazzana dedicó al primero, ni de la que 10 años más tarde Wolfgang Sandner escribió sobre el segundo, se desprende algo así, a pesar de que eran contemporáneos y tenían un modo muy parecido de abordar sus ejecuciones. Lo hacían como si formaran con el instrumento una especie de centauro, mitad persona y mitad piano, mostrándose como poseídos y dejándose llevar, junto con los característicos carraspeos que los dos solfeaban al aire, por una serie de gestos que habrían resultado ridículos si no fuera porque se emparentaban con los de los personajes del expresionismo alemán: las órbitas de los ojos desencajadas, las manos cayendo en punta sobre el teclado, como si este fuera una yugular.

Es cierto que en otros aspectos habían tomado caminos opuestos, dado que Gould optó por alejarse de los conciertos en público para encerrarse en los estudios de grabación, donde su delicadeza para pulsar las teclas se conjugaba con una destreza poco habitual para manipular las perillas de los ecualizadores, justo en el momento en el que Jarrett, después de tocar con Miles y de participar junto a él en ese trip majestuoso y sonoro que fue el concierto eléctrico en la isla de Wight, había decidido pasar de los estudios de grabación a las improvisaciones en vivo, donde se permitía intercalar algunos motivos kitsch para brindar un toque de familiaridad a sus complejísimas ejecuciones de avanzada. Sin embargo, se trataba de opuestos que se citaban.

El propio Keith Jarrett explicó en más de una ocasión que Glenn Gould era un intérprete demasiado puro y que él, a diferencia de los intérpretes demasiado puros, era de los que tocan siempre condicionados por el material que deben ejecutar. En otras palabras, contaba con canales muchísimos más abiertos para expresarse. Con esto no estaba aludiendo solo a los diferendos entre el piano clásico y el piano de jazz, sino también al arte de la improvisación, que en 1975 lo había impulsado a una aventura que Gould jamás se habría permitido, mucho menos en público: dar un concierto de punta a punta en un piano totalmente impresentable. Al parecer, los operarios del Teatro de Colonia habían cometido un error, y en lugar de poner sobre el escenario el Bösendorfer para concierto que se hallaba en el sótano, subieron un piano de un cuarto de cola que se utilizaba para los ensayos del coro y que estaba sin afinar, con varias teclas que no sonaban y un pedal derecho inservible. Como cancelar el concierto a esas alturas era imposible, Keith hizo lo que pudo —se limitó a las alturas del piano y eludió sobre la marcha, con maniobras similares a las del piloto que esquiva baches a 200 kilómetros por hora, las teclas mal templadas—, y “lo que pudo” fue nada menos que el Köln Concert, una pieza hermosísima en do mayor (Keith escogió la escala a propósito para mostrar que la temprana ironía de Schönberg sobre las armonías tritónicas era más que discutible) que terminó convirtiéndose en el disco más vendido de la historia del jazz.

Keith Jarrett explicó en más de una ocasión que Glenn Gould era un intérprete demasiado puro y que él, a diferencia de los intérpretes demasiado puros, era de los que tocan siempre condicionados por el material que deben ejecutar. En otras palabras, contaba con canales muchísimos más abiertos para expresarse. Con esto no estaba aludiendo solo a los diferendos entre el piano clásico y el piano de jazz, sino también al arte de la improvisación.

Ese mismo año, Glenn Gould grabó dos bagatelas de Beethoven, sin saber muy bien quién era ese pianista excéntrico del que se había empezado a hablar en todas partes, una actitud propia de alguien que, como Gould, difícilmente salía de su casa, donde el insomnio que padecía lo habilitaba para ensayar hasta altas horas de la madrugada, o solo lo hacía conduciendo su auto con unas anteojeras como las de los caballos, para no tener que cruzarse con nadie. Si la diligencia era a pie, recorría las calles de Toronto cubierto con un gorro y unos guantes de lana, incluso en verano, cargando como único equipaje la silla plegable que su padre le había confeccionado cuando era niño y que, a causa de que era cuatro o cinco centímetros más baja de lo recomendado, lo hacía verse sobre el piano como si se estuviera trepando a un balcón.

Lo cierto es que a Gould sus contemporáneos no le interesaban, a excepción de Petula Clark (algo así como nuestra Myriam Hernández) o Barbra Streisand, su regalona, sobre quien escribió una crónica formidable acerca del día en que tuvo el privilegio de conocerla. Jarrett, en cambio, sí daba la impresión de seguirlo, tanto en el modo performático de tocar el piano como en un manojo de misteriosísimas coincidencias: los mismos dolores de espalda, que ambos pianistas cargaron como una cruz a lo largo de toda la vida; el mismo boxeo contra las teclas, que ambos pulsaban con delicadeza pero también con una reserva de malestar, de inconformismo con “vista exclusiva”, y sobre todo el final, el mismo final, un súbito derrame cerebral que dejó a Jarrett sin poder tocar más el piano y a Gould desparramado para la eternidad sobre su Steinway de cola.

En El malogrado, la exquisita y desenfrenada novela que Thomas Bernhard destinó a Gould, pero con la que apuntó más que nada a probar que el mundo no vale la pena y que la vida es un accidente largo y desesperado, se atribuye a la fragilidad que habita en el alma de los inconformistas esta clase de finales tan súbitos y desconsoladores. Asimismo, resulta evidente que Keith Jarrett estaba hablando de sí mismo cuando señaló, en la misma línea que Bernhard, que la conducta de Gould, a ratos incomprensible y sumida en un sufrimiento infinito, no era sino el efecto de la frustración artística. De pronto —pienso ahora— fue esa frustración la que los unió y en la que mutuamente se disolvieron.

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