Las malogradas vidas de Baby y Topsy

por Federico Galende I 25 Abril 2024

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No se sabe mucho de Baby, en parte porque murió muy joven, después de que su amigo Durov lo dejara al cuidado del parque zoológico de Moscú para realizar un breve viaje que, a la larga, sería el único que haría fuera de las fronteras de su país, la Unión Soviética. La escasez de carbón que había seguido a los días de la revolución bolchevique motivó que Baby contrajera un resfrío, enfermara y muriera.

En aquel momento era un pequeño que no pasaba de los dos o tres años, y, por lo tanto, su peso era cinco o seis veces inferior al de un elefante adulto. Sin embargo, acompañaba al payaso Durov a todas sus diligencias. Le gustaba caminar por las calles en compañía de su amigo, no le importaba que se vieran como una dupla extraña, y solía esperar pacientemente en la puerta de algún banco o de la panadería —lugares a los que le estaba estrictamente prohibido ingresar—, moviendo la trompa mientras contemplaba con un aire de distracción el paso de los peatones. Algunos se le acercaban, otros cambiaban de vereda.

En el célebre estudio que dedicaron a la historia natural y mítica de los elefantes, José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowsky señalan que durante muchísimo tiempo se pensó que la continuidad geográfica entre las regiones próximas a los pilares de Hércules y las regiones vecinas a la India, contaba con una prueba irrefutable: los elefantes existían a uno y otro lado del océano. Esto condujo a muchos a considerar que esta continuidad se debía a la capacidad de los elefantes para comunicarse entre sí a través de insondables distancias.

Cuando a mediados del siglo XVIII el avance de la ciencia hizo que mitos de esta naturaleza quedaran a un lado, se produjo una transformación sin precedentes; como observó Derrida, las formas tradicionales de tratamiento de los supuestos brutos (los animales de tiro o de transporte, los bueyes, los renos, los caballos o los elefantes) se vieron alteradas por desarrollos conjuntos de saberes zoológicos, etológicos, biológicos y genéticos, que condujeron a una crueldad feroz hacia los animales. El dominio sobre las bestias se convirtió en emblema del triunfo de la civilización, un axioma puesto a circular por el dominio británico que, en el caso de los elefantes, condujo a que su reducción en el continente africano pasara de 27 millones de ejemplares en el siglo XIX a los 400 mil que existen actualmente en reservas naturales y parques.

Es una baja bastante considerable, a la que Orwell prestó una especie de alegoría en un relato situado en Moulmein, en la baja Birmania, donde se ve obligado, en calidad de colono, a matar a un paquidermo domesticado que había sufrido, como le ocurre a la mayoría de los elefantes domesticados, uno de esos ataques de locura pasajera a la que llaman must. Estos instantes de locura se desencadenan en ellos no porque estén enfermos o faltos de salud mental, sino porque son sensibles e inteligentes (Burucúa y Kwiatkowsky pormenorizan que se aparean en lugares donde nadie puede observarlos, aborrecen el adulterio, no pelean entre machos por una hembra y su incomparable memoria se aúna con un respeto irrestricto a la justicia) y se rebelan, como lo haría cualquiera, ante situaciones que sobrepasan todos los límites.

Mientras en el zoológico de Moscú Baby hacía esfuerzos por respirar, en el Luna Park le servían a Topsy kilos de zanahorias con cianuro, al tiempo que le calzaban unas sandalias metálicas. Así, medio adormecida y cansada, ingresó al escenario, donde se resignó a que conectaran a sus sandalias gruesos cables con corriente eléctrica. Minutos más tarde, el verdugo hizo descender la palanca y, ante el aplauso bobo de un público que sería después el mismo que el de las películas de Hollywood, la elefanta cayó encogida, con su boca abierta y babeante y los ojos perdidos en el cielo. Edison, por su parte, había logrado por fin probar los beneficios de la corriente anti alterna.

Dado que ninguna ciencia está en condiciones de sepultar un mito sin erigir otro, siempre se podrá regresar a esa cosmovisión antigua según la cual, la memoria particular de los elefantes traspasa a tal punto las leyes de la historia que está en condiciones de unir mentalmente lugares desencontrados, distantes, heterogéneos. La idea era que un elefante siempre sabía lo que le estaba pasando a otro elefante, sin importar que se conocieran y sin importar que compartieran un mismo tiempo o lugar.

No sabemos si fue esto lo que sintió Baby respecto de las desdichas que en ese mismo momento estaba padeciendo la paquiderma Topsy, una joven adulta de 30 años que había sido trasladada desde la India para trabajar en un circo de Coney Island, Estados Unidos, poco antes de ser sometida a un espectáculo tan brutal como tenebroso: el evento tuvo lugar en el Luna Park.

Todo parece indicar que Topsy había experimentado, a imagen y semejanza del elefante de Orwell sumido en hondos martirios, un ataque de must, claro que después de que su domador se hiciera el gracioso obligándola a beber whisky, mientras le quemaba la trompa con un puro encendido. El must la llevó a barrer de un saque con los tres abusadores que la rodeaban y a correr con desesperación y sin rumbo por las calles de la ciudad, una actitud incomprendida que se prestó suficientemente bien para que, sentenciada a muerte, Edison probara con ella la eficacia de lo que sería tiempo más tarde la silla eléctrica.

Mientras en el zoológico de Moscú Baby hacía esfuerzos por respirar, en el Luna Park le servían a Topsy kilos de zanahorias con cianuro, al tiempo que le calzaban unas sandalias metálicas. Así, medio adormecida y cansada, ingresó al escenario, donde se resignó a que conectaran a sus sandalias gruesos cables con corriente eléctrica. Minutos más tarde, el verdugo hizo descender la palanca y, ante el aplauso bobo de un público que sería después el mismo que el de las películas de Hollywood, la elefanta cayó encogida, con su boca abierta y babeante y los ojos perdidos en el cielo. Edison, por su parte, había logrado por fin probar los beneficios de la corriente anti alterna.

Meses después de que Durov muriera con los bolsillos de su chaqueta repletos de trozos de carne para sus animales, se hallaron entre sus papeles unas notas profundamente sentidas: “Murió el mejor de mis camaradas, mi honrado y fiel amigo Baby, esa criatura tan dulce y pequeña en la que había depositado yo la totalidad de mi alma”.

Entonces, mientras el payaso comunista Durov, quien desertó de una dinastía zarista para abrazar el progreso de la Historia, lloraba como un niño recostado sobre la oreja enorme de su paquidermo, el inventor Edison electrocutaba en Estados Unidos a una elefanta para exhibir las cualidades de un hallazgo —el progreso científico— tan repugnante como la silla eléctrica.

 

Imagen de portada: Ilustración de Topsy. No se registran imágenes de Baby.

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