Borges, Bierce y los misterios del Malvasías Canarias

“Borges tenía en Bierce a uno de sus tantos precursores velados, aunque de Bierce fue Rodolfo Walsh el primero en destacar los infinitos aspectos en los que había sido el seguidor más consecuente de Poe. Ahora a Poe también lo seguía Borges, al menos en lo referente a la estrategia de La carta robada, definida por Jacques Derrida en la Tarjeta postal como el juego de lo escondido a la vista o la evidencia en su lugar”.

por Federico Galende I 6 Octubre 2021

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El malvasías es un vino ligeramente dorado, de uva blanca cultivada mayoritariamente en los campos de Tenerife y alrededores. Por eso se lo conoce como Malvasías Canarias. Lo bebía a destajo Falstaff, el borrachín memorable con el que Shakespeare había comenzado por conjugar los estilos de alta y baja cultura, en el contexto del drama isabelino. Esto era raro. ¿Qué hacía Falstaff consumiendo vino español, en un país en el que los pobres bebían ginebra y los ricos se emborrachaban con licores de brandy de cereza o whisky escocés? Una tesis no del todo descabellada (y que compromete de lleno a la literatura) es la de que todo se habría iniciado el día en que el británico Thomas Percy fue expropiado y torturado por el Santo Oficio de Sevilla. A partir de entonces, las flotas de corsarios ingleses se habrían lanzado al mar a saquear barcos españoles cargados con cavas de burdeos, oportos y vinos como el que tomaba Falstaff. De algún lado tenía que haber tomado el dato Shakespeare, y así como hay quienes infieren que entre viejos baúles, pipas de avellano y afiebrados tripulantes, viajaban las interminables botellas saqueadas, no faltan los que consideraron la existencia de un oficial de marina llamado Cervantes, quien se habría cobrado personalmente el desfalco con un libro que tradujo al castellano y firmó como propio: El Quijote.

El asunto es que Borges, quien si bien no avalaba esta tesis, mencionó en más de una oportunidad haber leído El Quijote en inglés (en su casa de infancia, en el barrio de Palermo) y haberse decepcionado tremendamente cuando lo volvió a hacer en edición castellana. La confesión de Cervantes, quien a cierta altura de su monumental obra sustituía al enemigo británico por un misterioso árabe del que había oficiado apenas como traductor, a Borges le interesaba muchísimo; tanto, que la copió en el prólogo de su primer libro de cuentos, Historia universal de la infamia, donde señaló que esos relatos eran “las aventuras de un tímido que se dedicó a falsear historias ajenas”.

¿Habrá sido cierto?

En el desciframiento del acertijo vuelve a estar implicado el famoso malvasías: fue lo primero de lo que se enamoró el traductor Bernard Hoepffner durante la temporada en que se trasladó a las Islas Canarias para estudiar las costumbres guanches, de donde sabía que provenían la fiesta de la Candelaria y los meses del pasto y del Magek y del Tinnit. Compartía precisamente ese vino en un bar con uno de sus entrevistados que le comentó que, años atrás, había conocido a Borges en Buenos Aires y conservaba un libro que este había tomado personalmente de su biblioteca para regalarle.

Al día siguiente, el entrevistado (un anciano que había pasado toda su vida en las Islas Canarias) llegó con el libro para prestárselo al traductor: se trataba de una cuidada edición inglesa de Tales of soldiers and civilians, de Ambrose Bierce, por entonces una “celebridad subterránea” (así lo bautizó Arnold Bennett) que se había esfumado un buen día de la tierra, sin dejar el más mínimo rastro (digamos que a lo Arthur Cravan, de quien se conjetura que desapareció en las bocas de los tiburones del Golfo de México tras un supuesto naufragio). Lo de Bierce sucedió en cambio en los alrededores de Ciudad Juárez, donde se le perdió el rastro, en 1913, después de que llegara al país con el aparente propósito de sumarse a la causa de Pancho Villa.

Nadie sabrá jamás si existió o no alguna vez ese árabe ni si la Historia universal de la infamia la escribió un tal Borges o un tal Gwinnet. Hay, eso sí, otro detalle: Gwinnet era el segundo nombre de Ambroise, de quien tampoco se sabrá nunca si se hizo desaparecer a sí mismo en la hoy tenebrosa Ciudad Juárez para terminar convertido en el autor anónimo que ahora firmaba misivas ocultas, enviándole fascinantes historias al escritor más ineludible de la literatura argentina.

Lo cierto es que cuando Bernard Hoepffner regresó a su posada, abrió el libro para echarle una ojeada y vio con sorpresa cómo entre las páginas enmohecidas se deslizaba un pequeño manuscrito amarillento, plegado en cuatro, que parecía ser una carta. Y era una carta, firmada de puño y letra en inglés por un tal Gwinnet, quien comenzaba diciendo: “Estimado Sr. Borges, nada podría haberme complacido tanto como las noticias que comenta en su última misiva. El que Universal History of Infamy vaya a aparecer pronto con el sello de un buen editor, qué gran éxito para usted. Esto representa para mí la materialización de un antiguo sueño. Imagino su enorme satisfacción al comprobar que la obra que le confié (esa loca idea mía que ahora usted también ha hecho suya) no se ha llevado a cabo en vano y que servirá para otorgarle la celebridad que merece. No obstante, debo encarecerle una vez más que haga lo posible por evitar que mi nombre llegue a asociarse con el suyo. Aunque nunca le he pedido que me enviara sus “traducciones”, he recibido las pruebas del primer cuento que se publicará. Gracias por eso, lo he leído y, pese a que no menosprecio mi valía como escritor, solo puedo decir que el original es infiel a la traducción. Atentamente, Gwinnet”.

La comprometedora carta aparece transcrita en un número de la revista Letra Internacional, publicada en 1993. Estaba fechada el 10 de julio de 1934, en circunstancias en que Historia universal de la infamia se publicó por primera vez en mayo de 1935. Es ese el prólogo en el que Borges se disculpa, vestido del desdén ficcionado que le conocemos respecto a su condición de autor, aunque cabría agregar en este caso la minuciosa bibliografía en inglés situada al final de los cuentos (un procedimiento absolutamente inusual en Borges) y el imprevisible asomo de Hombre de la esquina rosada, incorporado recién en la segunda edición y de un tono completamente distinto al que tienen el resto de los relatos.

Borges tenía en Bierce a uno de sus tantos precursores velados, aunque de Bierce fue Rodolfo Walsh el primero en destacar los infinitos aspectos en los que había sido el seguidor más consecuente de Poe. Ahora a Poe también lo seguía Borges, al menos en lo referente a la estrategia de La carta robada, definida por Jacques Derrida en la Tarjeta postal como el juego de lo escondido a la vista o la evidencia en su lugar. Esto, en virtud de que a imagen y semejanza del Ministro D., Borges habría confeccionado para aquel primer libro un plan consistente en advertir de su falsificación con el propósito de que la lectora, el lector, renuncie a encontrar una falsificación tras una advertencia tan obvia.

Cervantes había sido el marinero ilustrado que, sin pormenorizar los laberintos de esta estrategia, se había adelantado atribuyendo la autoría de su novela a un árabe desconocido. Nadie sabrá jamás si existió o no alguna vez ese árabe ni si la Historia universal de la infamia la escribió un tal Borges o un tal Gwinnet. Hay, eso sí, otro detalle: Gwinnet era el segundo nombre de Ambroise, de quien tampoco se sabrá nunca si se hizo desaparecer a sí mismo en la hoy tenebrosa Ciudad Juárez para terminar convertido en el autor anónimo que ahora firmaba misivas ocultas, enviándole fascinantes historias al escritor más ineludible de la literatura argentina.

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