Las formas de la Historia: Pier Paolo Pasolini y Jean-Luc Godard

Pasolini y Godard pensaron el cine como ensayo fundado en el uso del estilo indirecto libre: las imágenes, los textos y los sonidos respondían en ambos a una costura deliberadamente imprecisa y contradictoria, que les permitía lucir un amor común por la inexactitud o las acciones suspendidas en espacios inciertos. Pero Godard funcionaba en la línea del cirujano que hunde el bisturí en el cuerpo de las imágenes, mientras que Pasolini lo hacía en el registro de las rimas visuales y las armonías incómodas.

por Federico Galende I 4 Diciembre 2020

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La indefensión de los pueblos, la barbarie de los gobiernos, que esta historia vuelva a ser una y otra vez la misma: esa es la catástrofe. No el acontecimiento que intercepta el paso monótono de los días, sino lo que permanece: las guerras, la injusticia y el hambre. Esa es la catástrofe, el mundo en estado de normalización.

Fue el tema de Pasolini –quizá el intelectual más consistente de Italia después de Gramsci– y también de Jean-Luc Godard, cuyo radicalismo estético terminó elevándolo por encima de figuras como Sartre o Guy Debord. El primero había partido en 1961 con Accattone, donde expuso su fascinación por fijar las expresiones desvalidas de los rostros del pueblo en una serie de encuadres precisos y profundamente poéticos. Dos años más tarde siguió con La rabia, un documento visual (casi 100 mil metros de celuloide pasados por el cedazo de la moviola) que llamaba a esos mismos pueblos a “oler la emulsión sulfúrica de la historia”. La voz en off que sobrevuela allí las imágenes del horror se pregunta por lo que había ocurrido después de la guerra y de la posguerra: “¡La normalidad! ¡Siempre la normalidad! ¡Por supuesto!”.

Godard, por su parte, también estrenó en 1963 El desprecio, desarmando el recurso del plano–con­traplano para situar la acción al pie de una conocida sentencia de André Bazin: “El cine sustituye un mundo amoldado a nuestros deseos”. Agregaba de inmediato que El desprecio –esa película egoísta y hermosa, con la bella Brigitte Bardot deambulando por interiores estilizados a la parisina– era la historia de ese mundo.

Por esos años aún no se conocían, pese a lo cual habían arrancado de un mismo punto: el de la catástrofe como condición repartida entre la normalidad asimilada y la barbarización neofascista de la cultura. Fue la razón por la que ambos pensaron el cine como ensayo fundado en el uso del estilo indirecto libre: las imágenes, los textos y los sonidos respondían en ambos a una costura deliberadamente imprecisa y contradictoria, que les permitía lucir un amor común por la inexactitud o las acciones suspendidas en espacios inciertos. Esto a pesar de que Godard funcionaba en la línea del cirujano que hunde el bisturí en el cuerpo de las imágenes, mientras que Pasolini lo hacía en el registro de las rimas visuales y las armonías incómodas.

El contrapunto era entre deconstrucción y supervivencia, entre el despiece letrado del intelectual que quería tornar inteligente el mundo mostrando el cine después del cine (Godard) y el tono elegíaco del poeta sencillo que buscaba preservar la sensualidad del pasado en las imágenes perennes de la inocencia y el desvalimiento (Pasolini). La diferencia quedaba a las claras en el stock de accesorios de los que cada uno se rodeaba: las gafas culo de botella contra los ojos negros y hundidos, el universo de las musas de izquierda contra el de los chicos levantados en pocilgas y madrigueras, los barrios modernos de París contra los márgenes proletarios de Roma.

Que Pasolini hubiese rechazado desde el principio la posibilidad de pensar el cine como Godard –es decir, como metalenguaje o embotellamiento de imágenes que salen al rescate del espectador embrutecido por Hollywood y la industria televisiva–, tenía que ver con su propia dificultad para percibir la vida condensada en algún tipo de identidad. Era un católico homosexual comunista, que experimentaba en las paradojas del existir la forma múltiple de los pueblos.

Podrían haber sido buenos amigos a pesar de estas distinciones; el problema residía en que de ellas emanaban no solo dos modos de comprender la tarea del cine, sino también dos modos de comprender la vida. Que Pasolini hubiese rechazado desde el principio la posibilidad de pensar el cine como Godard –es decir, como metalenguaje o embotellamiento de imágenes que salen al rescate del espectador embrutecido por Hollywood y la industria televisiva–, tenía que ver con su propia dificultad para percibir la vida condensada en algún tipo de identidad. Era un católico homosexual comunista, que experimentaba en las paradojas del existir la forma múltiple de los pueblos: la indefensión del policía, la ingenuidad del burgués, la malicia de la campesina. Estas bolsas de gatos apretadas en las almas de los sin nombre le parecían infinitamente más interesantes que los ejércitos de consignas con que procedían el agitprop, el situacionismo y las vanguardias letradas. En esto último, volvía a ver a Godard: la estampa del parisino arrogante incapaz de sentir la poesía de los dialectos, el idioma marginal de los pobres, la sensualidad de los pueblos anquilosada en las imágenes pasadas de moda.

Seguramente no habría esgrimido estas palabras si no hubiera sido Godard –amante de los aforismos desenfundados con la velocidad del sheriff– el primero en disparar. Lo hizo a mediados de los 60 desde Cahiers du Cinéma –su condado, su trinchera– y, como por si fuera poco, 20 años más tarde lo dejó fuera en el homenaje conmovedor que dedicó al “gran cinema italiano” como parte de su Histoire(s) du Cinéma: “Lo que hace Pasolini me parece inútil; es bello, pero no advierto la necesidad”.

Volvamos al año 1963, cuando Pasolini además de La rabia estrenó La ricotta, mientras Godard, ya lo vimos, apareció con El desprecio. Una vez más volvían a encontrarse en cartelera; se daban cita, como quien dice, anverso y reverso: el pensamiento que forma, la forma que piensa…

En La ricotta Pasolini ficcionaba el rodaje de La pasión de Cristo en un pueblo de hambreados que iban por sus mendrugos; en la de Godard, se ficcionaba el rodaje de una escena de La Odisea en una mansión de Capri rodeada de escritores, actrices y productores a quienes les sobraban manjares y bocados. Se había inclinado por la tragedia griega –de donde extrajo Benjamin la materia de las criaturas y las formas posteriores de la alegoría–, en circunstancias en las que Pasolini había ido una vez más a los evangelios, donde un vecino de Benjamin llamado Erich Auerbach había rastreado el tema de la figura como forma perenne de los pueblos humildes y silenciados.

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