La princesa Marie Bonaparte, presa de un intenso enamoramiento, agasajó al doctor Freud con suntuosos regalos. Jarrones griegos, finísimos puros traídos de diversas legiones del mundo, chocolates suizos, pañuelos de seda. Freud disfrutó locamente su condición de criatura mimada. Pero la aparición de Bonaparte también traería de vuelta un pasado que el psicoanalista creía convenientemente olvidado.
por Federico Galende I 23 Junio 2020
Una tarde de octubre de 1897, su alteza la pequeña Marie, hija de Roland Bonaparte y biznieta del emperador, asistió junto a su padre a un teatro de París para ver unas piezas de Hamlet y Edipo interpretadas por el apuesto Mounet–Sully, quien al igual que su amante, la actriz Sarah Bernhardt, repletaba cualquier recinto en el que se presentara. La princesita Marie tenía por entonces solo 11 años, pese a lo cual anotó en su diario íntimo que no paraba de masturbarse, a la siga de un orgasmo que se le escurría y que a partir de aquella tarde, estimulada por la voz dulce y la mirada penetrante de Mounet–Sully, la llevó a identificarse no con Edipo, sino con el alicaído príncipe de Dinamarca. En sus Memoiries, fallidas por donde se las mire, lo pormenorizó así: “Al igual que Hamlet, tampoco yo sé querer, sumida como estoy en la atadura de los mismos enigmas, la vida, la muerte, la difícil sobrevivencia, incluso la misma irresolución y la misma parálisis de la voluntad”.
Ese mismo mes de octubre, Sigmund Freud, tras regresar a Viena después de compartir en Berlín lo que llamó un “verdadero idilio” con su amigo Wilhelm Fliess, dirigió a este una carta de agradecimiento en la que también figuraba el nombre del príncipe de Dinamarca: “¿Cómo crees tú que podría interpretarse la frase del histérico Hamlet cuando dice que la conciencia nos hace cobardes a todos? ¿Cómo entender esas dudas en vengar a su padre, asesinado por su tío, en quien a la vez no tiene ningún escrúpulo en enviar a sus cortesanos a la muerte y no vacila ni un segundo en matar a Laertes?”.
Con independencia del lapsus (el más común de los lectores de Shakespeare sabe que Hamlet, ignorante de que la punta del florete estaba envenenada, mató a Laertes sin proponérselo), resulta evidente que en el desarrollo inicial de Freud el príncipe no es, como lo había pretendido Goethe, un simple hombre débil; es la sede de un choque entre fuerzas brutales que pronto dará lugar al nuevo héroe moderno: el inconsciente.
El futuro padre del psicoanálisis también tenía el suyo: cinco o seis años atrás, sin intuir en lo más mínimo que avanzaba decisivamente hacia una primera teoría de la castración, se había dedicado en la ciudad de Trieste a dilucidar el misterio de los testículos de las anguilas, de las que la ciencia concluiría años más tarde que nacían hermafroditas y definían su género a gusto, una vez hundidas en las profundidades del Mar de los Sargazos.
Entretanto la princesa Marie, inmersa en el destino aciago de su frigidez, recorría los hospitales, se concentraba en toda clase de investigaciones sobre la sexualidad femenina, rastreaba la duración del coito entre los primitivos y viajaba de vez en cuando a Egipto a entrevistar mujeres musulmanas excisionadas. Los muñones de labios que diseccionaba y los clítoris cortados que ponía bajo la lente del microscopio le permitieron concluir, de manera precipitada sin duda, que la anorgasmia femenina era producto de una distancia excesiva entre el clítoris y el meato uretral. En resumen, con más de tres centímetros de distancia el supuesto punto G perdía por goleada.
Tras aplicar esas exigentes medidas a su propia vagina, perdió las esperanzas y se embarcó en una historia platónica con un príncipe bobo, que era hijo del rey Jorge I de los helenos. El príncipe no había leído a Shakespeare ni conocía por lo tanto el drama de Hamlet, pero vaya curiosidad: había sido dejado en custodia por el rey de los helenos nada menos que en Dinamarca. El hermano del rey se había encargado de cuidarlo personalmente y Marie, sin comprender ya los límites entre la ficción y la realidad, garabateó una mañana en su diario: “Un melancólico príncipe danés reina de ahora en más sobre el pueblo de Edipo”. Se apresuró a considerar que Hamlet estaba por fin con Hamlet, y que juntos habían derrotado ese mundo helénico sobre el que a distancia, y sin que ella aún se enterara, discurría Freud.
Pero lo habían derrotado a medias, pues cuando después de una temporada en el país nórdico se cansó de renovar todas las semanas el guardarropas, de dormir entre pieles de animales exóticos y aparecer en todas las revistas de moda, ella regresará a París y se encontrará, gracias a Laforgue, con su verdadero príncipe azul. El príncipe es el mismísimo Sigmund Freud, a cuyos pies la princesa caerá rendida y se entregará en cuerpo y alma.
El dinero le importa demasiado poco comparado con el placer que le causa dilapidarlo en los suntuosos regalos que ofrendará a su nuevo analista: en sus manos depositará los adorables chow–chow que el doctor protegerá por el resto de su vida, los auténticos jarrones griegos comprados con esmero en los anticuarios de Atenas, los finísimos puros traídos de diversas legiones del mundo, los chocolates suizos y los pañuelos de seda y los abrigos forrados con legítimo astracán de Namibia o del Mar Caspio. El doctor disfruta locamente de su nueva condición de criatura mimada, a tal punto que ahora acaricia con inesperada indulgencia los mismos objetos que hasta hace unos pocos días sometía a sus típicas y extrañísimas interpretaciones. A modo de cumplido, pedirá a los suyos que tras morir “sus cenizas sean recogidas en la dulzura profunda de su más bello jarrón griego”.
Todo daba la impresión de andar sobre ruedas, hasta que un día de 1936, después de que el análisis de Marie Bonaparte se interrumpiera, Freud recibió de improviso una carta firmada por ella. Entre su inagotable red de proveedores, había descubierto a un anticuario de nombre Stahl, que ofrecía venderle la correspondencia completa con Wilhelm Fliess. Freud, enfermo ya de su irreversible cáncer a la boca (fumaba por encima de 20 puros diarios, pero insistía en achacar su mal a las pulsiones sexuales que lo vinculaban con su hija Anna), comenzó a toser como un energúmeno y casi se cae de la silla. No daba crédito a lo que estaba leyendo.
¿Cómo interpretarían sus discípulos aquel ambivalente idilio con Fliess? ¿Y sus improvisaciones, sus teorías en borrador, sus erratas acerca de Hamlet, la frágil prehistoria del psicoanálisis a la vista de todos?
Le hubiese devuelto a la princesa cada uno de sus jarrones griegos a cambio de que ella no publicara esas cartas, y aunque le ofreció todo el dinero del mundo para comprarlas y le suplicó una y otra vez que se las entregara, la princesa no le dio en esta ocasión el gusto: las cartas eran suyas y punto.
¿Cómo fue que no notó Freud que en las intrigas y en las traiciones y en las cartas robadas está cualquier princesa en su salsa? La propia Marie le había servido la clave en bandeja cuando, tres años antes, se decidió a publicar su estudio sobre otro escritor del que, para variar, estaba platónicamente enamorada. En ese estudio –que Michel Leiris comentó y un embrionario Jacques Lacan no tardó en despedazar–, la princesa abordaba con regocijo los embrollos de una comprometedora carta que un matemático aficionado a la poesía había sustraído de las habitaciones de la realeza. Era un destino funesto, si no digno de Freud, al menos sí de ella.