Qué poco queda

Tres libros recién aparecidos en Estados Unidos (The Uninhabitable Earth, Falter y Losing Earth) concuerdan en que el cambio climático no es un asunto gradual sino algo extraordinariamente rápido y feroz. El dato crucial es que en las últimas tres décadas los humanos hemos producido más emisiones de carbono que en toda nuestra historia anterior. Su lectura se vuelve imprescindible para comprender un conflicto que nos atañe a todos: hombres y mujeres, creyentes y ateos, progresistas y conservadores, estatistas y libremercadistas. La catástrofe que se nos viene cambiará nuestra idea de progreso y la relación con la naturaleza, pero también nuestras nociones sobre la política, la cultura y la libertad.

por Marcelo Somarriva I 5 Septiembre 2019

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Hace algunos años era común que la amenaza del cambio climático se representara con la imagen de un oso polar flotando en un trozo de hielo que se había desprendido del ártico. La imagen se volvió un lugar común y expresaba de alguna manera una visión de este fenómeno que afectaba a una idea de la naturaleza de la que el hombre estaba mágicamente excluido. Ahora los niños ya no se lamentan por los osos polares y otros animales queridos, sino que hablan sobre la extinción masiva de la vida en la Tierra.

Este mes de julio recién pasado fue el más caluroso de la historia, a consecuencia del calentamiento global, pero lo mismo dijeron del año pasado, y del anterior, y así podemos retroceder hasta el año 2005. Nada hace presumir que el próximo año no volvamos a batir un nuevo record. En julio se anunció también que nuestra habitual sequía de la zona central de Chile es en realidad una “mega sequía”, cuya causa probable sea el calentamiento de las aguas del océano Pacífico frente a Nueva Zelandia, por lo que no se trataría de un ciclo temporal. Es fácil preocuparse ante la perspectiva de todo ese calor por venir y de una sequía que solo aumentará con los años, y hundirse en una vaga angustia ambiental, que es insignificante al lado de la desesperación de los agricultores pobres que pierden sus cosechas por sequía o inundación, pero no por eso deja de ser real. Un malestar que solo aumenta cuando nos damos cuenta que no dejamos de contribuir a aumentar este desastre cada vez que prendemos el motor de nuestro auto o pensamos en viajar en avión, y que nuestros gestos individuales, nuestra dieta consciente, nuestra bolsita de género, nuestras visitas semanales al centro de reciclaje, nuestra cruzada personal contra las bombillas plásticas, no hacen nada significativo para ayudar a remediar el problema.

Wallace-Wells considera que los protocolos y acuerdos internacionales hasta la fecha han sido solo “kabuki climático”, declaraciones bien intencionadas y exhibiciones de buena voluntad, ya que ninguna de las naciones mayores del mundo está en vías de alcanzar las metas propuestas.

Si el cambio climático salió por fin de las noticias internacionales que mostraban huracanes o incendios en lugares lejanos y se le instaló en su casa o cabeza, hay tres crónicas de nuestra catástrofe ecológica publicadas este año que debiera leer, para informarse del alcance actual del fenómeno, saber lo que presumiblemente podrá ocurrir en el planeta en un futuro próximo desde una perspectiva científica y conocer la historia reciente de cómo llegamos a este desastre. Se trata de los libros The Uninhabitable Earth de David Wallace-Wells, Falter de Bill McKibben y Losing Earth de Nathaniel Rich. Tres trabajos de divulgación científica que se complementan muy bien, sin repetirse demasiado.

Bill McKibben es un veterano en la denuncia de los peligros del calentamiento global, tanto en la prensa como en la calle, y ha publicado decenas de trabajos sobre esto, entre ellos The End of Nature, de 1989, uno de los primeros libros en poner el tema ante el público general. McKibben es también uno de los fundadores de la organización 350.Org, que ha promovido manifestaciones ecológicas masivas en el mundo. Los libros de Wallace-Wells y Rich son versiones ampliadas, revisadas y actualizadas de exitosos reportajes publicados hace poco en revistas de circulación masiva. Los tres libros están en la tradición del mejor periodismo norteamericano, y entretienen a pesar de tratar un tema extraordinariamente deprimente.

Para explicar el índice de calor extra que la humanidad ha acumulado por el dióxido de carbono en la atmósfera, Mckibben pide que imaginemos el calor producido por 400 mil bombas de Hiroshima al día o cuatro de estas bombas por segundo.

Falter, de McKibben, es el más ambicioso de los tres, porque aborda al cambio climático junto a otros fenómenos actuales, como la desigualdad económica, la inteligencia artificial y la manipulación genética, que según el autor amenazan con terminar con lo que llama –sin entrar en mayores definiciones– “el juego humano”. McKibben expone estas amenazas sobre la vida humana con precisión y hace reflexiones sensatas y bien intencionadas sobre el sentido de la vida, aunque a veces parezcan algo hippies.

The Uninhabitable Earth, de Wallace-Wells, es un trabajo más enfocado y directo, que procesa la información científica disponible sobre el escenario actual del calentamiento y de las futuras catástrofes que presumiblemente nos esperan, desde un punto de vista científico. Wallace-Wells dice no ser ambientalista, es carnívoro y nunca ha acampado de manera enteramente voluntaria.

Se infiere que el “negacionismo” fue un asunto incubado dentro del partido republicano y en círculos libertarios antigubernamentales norteamericanos, por razones muy alejadas de la ciencia.

Losing Earth, de Nathaniel Rich, es una crónica que reconstruye con detalle la trayectoria de la información científica sobre el cambio climático en Estados Unidos, describiendo como esta irrumpió en la agenda política y el conocimiento general, y todo lo que sucedió en la década siguiente cuando el tema fue manipulado por una billonaria campaña de desinformación masiva.

Rápido y furioso

Estos tres libros convergen en aspectos fundamentales. El primero: el cambio climático no es un asunto gradual sino algo extraordinariamente rápido y feroz. El dato crucial aquí es que en las últimas tres décadas los humanos hemos producido más emisiones de carbono que en toda nuestra historia anterior. En 1997 el protocolo de Kioto estableció un umbral para la temperatura de la atmósfera de 2 grados Celsius, por sobre la media de la era preindustrial. Alrededor de dos décadas más tarde, el acuerdo de París redujo este número a 1,5 grados, por considerar que aproximarse a los 2 grados era peligroso. El año pasado el informe preparado por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC en su sigla en inglés) advirtió que dentro de 10 años vamos a pasar el umbral de los 1,5 grados de temperatura, y conviene agregar que es un pronóstico conservador. Sin embargo, el mayor problema es considerar estas predicciones a la luz de nuestro comportamiento reciente para mitigar los efectos del cambio climático, que ha sido prácticamente nulo. Desde esta perspectiva, esta cifra de los 2 grados está prácticamente a la vuelta de la esquina y cuesta comprender las graves consecuencias que puede traer este pequeño aumento de temperatura. El mismo IPCC pronostica que pasar de 1,5 a 2 grados implicará que habrá 100 millones de vidas humanas en riesgo, más del doble de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Wallace-Wells considera que los protocolos y acuerdos internacionales hasta la fecha han sido solo “kabuki climático”, declaraciones bien intencionadas y exhibiciones de buena voluntad, ya que ninguna de las naciones mayores del mundo está en vías de alcanzar las metas propuestas. Entre tanto, las plantas de combustibles fósiles proliferan a lo largo del mundo, en medio de las plegarias y el llanto por el destino del planeta.

Es una paradoja cruel, pero las empresas petroleras fueron de las primeras en saber muy bien el efecto que tenían las emisiones de carbono en la atmósfera, lo que las impulsó a levantar sus plantas de petróleo en los océanos algunos metros más arriba, para evitar el impacto del aumento del nivel de las aguas.

Los tres autores son deliberadamente alarmistas. Wallace-Wells y Mckibben presentan casos espeluznantes y consiguen que datos y cifras comúnmente abstractas parezcan abarcables. Para explicar el índice de calor extra que la humanidad ha acumulado por el dióxido de carbono en la atmósfera, Mckibben pide que imaginemos el calor producido por 400 mil bombas de Hiroshima al día o cuatro de estas bombas por segundo. Dice que si quisiera podría dejarnos “tontos de miedo”. Cuando Wallace-Wells publicó su artículo en la revista New York, algunos lo acusaron de sensacionalista; su actitud al respecto parece no haber cambiado y eso queda claro desde el título de su libro, “La tierra inhabitable”, una posibilidad que no llega a plantear en sus páginas, a menos que entienda por “inhabitable” la desaparición de la vida tal como la hemos entendido por mucho tiempo. La acusación de alarmismo ha sido un fantasma habitual en la difusión pública del cambio climático y algo que comúnmente ha perturbado a la comunidad científica, pero estos autores observan que ahora incluso estas publicaciones –normalmente ponderadas y reticentes a hablar de certezas– adoptan formas retóricas más estridentes para modificar la percepción del público sobre esta tragedia. Wallace-Wells dice que da lo mismo el tono cuando “los hechos son histéricos”.

Paradojas crueles

El “negacionismo”, o la existencia de un presunto debate científico acerca del calentamiento de la atmósfera por la actividad humana, ya no tiene asidero. Una nota reciente en The Guardian observa que al respecto hay un consenso virtualmente unánime entre la comunidad científica global. De estas lecturas se infiere que el “negacionismo” fue un asunto incubado dentro del partido republicano y en círculos libertarios antigubernamentales norteamericanos, por razones muy alejadas de la ciencia. Tal como lo demuestra Nathaniel Rich, la ciencia básica del calentamiento global se conoce públicamente desde 1988 (antes de eso se sabía, pero era algo que circulaba en reportes científicos y memos políticos confidenciales) cuando el científico de la Nasa, James Hansen, dio un testimonio urgente ante el senado de Estados Unidos. Un contenido que luego saltó a los titulares de los diarios y que muy pronto inspiró varias iniciativas legislativas, que fueron respaldadas por demócratas y republicanos. Solo semanas después en las Naciones Unidas se anunció la creación del IPCC. Entonces, incluso el recién asumido presidente Bush (padre) anunció que contrarrestaría el efecto invernadero, como entonces se llamaba –“el green house effect”–, con el efecto de la Casa Blanca. Sin embargo, todo eso quedó ahí gracias al millonario lobby que desplegaron las empresas petroleras, con los hermanos Charles y David Koch a la cabeza, propagando la idea de la existencia de un debate científico pendiente, politizando el tema de manera tóxica y eliminando toda posibilidad de emprender una acción legislativa para contrarrestar las emisiones de dióxido de carbono.

Desde este punto de vista, concluye, el cambio climático era inconcebible, no solo porque se interponía entre sus beneficios económicos, sino también porque suponía y supone una intervención del Estado para solucionarlo.

Es una paradoja cruel, pero las empresas petroleras fueron de las primeras en saber muy bien el efecto que tenían las emisiones de carbono en la atmósfera, lo que las impulsó a levantar sus plantas de petróleo en los océanos algunos metros más arriba, para evitar el impacto del aumento del nivel de las aguas, y a hacer prematuras prospecciones petroleras en las tierras del Ártico, que como sabían, pronto empezaría a derretirse. Todo esto las hace responsables de lo que el activista Alex Steffen llama un “retraso depredador” en la implementación de cualquier campaña oportuna de mitigación. McKibben hace observaciones importantes sobre la matriz ideológica detrás de la millonaria campaña negacionista del cartel del petróleo desplegada en una amplia red de think tanks truchos y por la compra de científicos y políticos para la causa. Sería una mezcla de intereses económicos y una visión del mundo individualista, libertaria, alérgica al altruismo y enemiga de lo público y del gobierno, afín a la propuesta por la novelista Ayn Rand, que durante años fue gurú de millonarios y políticos norteamericanos. Desde este punto de vista, concluye, el cambio climático era inconcebible, no solo porque se interponía entre sus beneficios económicos, sino también porque suponía y supone una intervención del Estado para solucionarlo.

Según Wallace-Wells el mayor problema de la respuesta del público ante este problema, actualmente no es la ignorancia sino nuestra complacencia a sabiendas de lo que ocurre. Por un montón de motivos, preferimos evitar el tema y sus consecuencias: por lata o decoro; por una secreta o explícita fe tecnocrática –la creencia en que en algún momento la ciencia o el mercado vendrán a rescatarnos–; por temor a enredarnos en alguna agenda ideológica de la que no queremos ser parte o simplemente por asumir que el problema ocurre muy lejos.

Wallace-Wells agrega que el calentamiento global tampoco es una parábola moral y por lo mismo no tiene un solo culpable a quien denostar. Incluso la inclinación de recurrir al villano favorito, el capitalismo neoliberal, por intensa que sea, no nos sirve.

Tanto McKibben como Wallace-Wells presentan abundante información científica y recopilan información sobre acontecimientos repartidos por el mundo, que generalmente conocemos de manera aislada, pero que reunidos producen el efecto de un mazazo. El punto aquí es comprender qué significaría la vida humana bajo 1,5, 2 o más grados Celsius de temperatura. El mayor margen de incertidumbre se funda en la incógnita que abre la respuesta humana. Wallace-Wells despliega estos escenarios en 12 capítulos o secciones, que son el núcleo de su libro. Catástrofes como la muerte por calor, hambrunas, inundaciones, incendios, sequías, la muerte de los océanos, aire irrespirable, nuevas plagas, colapso económico –el fin del llamado capitalismo fósil– y diversas versiones de conflicto climático. Tratándose de fenómenos medioambientales, estos siempre se presentan interrelacionados y con efectos concatenados. El calentamiento global contribuye a que estas amenazas multiplicadas en cascada se hagan más violentas. No hay fenómenos aislados. El deshielo del Ártico, por ejemplo, no solo significa el aumento de las aguas, sino también que menos radiación solar sea reflejada hacia el sol –el llamado efecto albedo- y que esta se absorba por el planeta que se calentará más. El derretimiento de la capa de hielo que cubre el Ártico, el permafrost, produce emanaciones de metano que retienen más calor que el dióxido de carbono, y liberará enfermedades que han permanecido congeladas por millones de años. A consecuencia del derretimiento de los hielos, el océano será menos capaz de absorber el calor atmosférico y un planeta más caliente perjudicará la vida vegetal, impidiendo la subsistencia de bosques y selvas, que a su vez serán amenazados por más incendios. Así uno podría seguir deshilvanando esta cadena de catástrofes por un buen rato. Lo que es menos sabido, y difícil de imaginar, son algunos procesos paradojales como el impacto de la “polución aerosol”, término genérico aplicado a cualquier partícula suspendida en nuestra atmósfera, que contribuye a reducir la temperatura global, principalmente porque reflejan la luz solar de vuelta al espacio. De este modo, toda la polución no carbónica que asfixia a los habitantes de una ciudad como Santiago ha estado reduciendo el total del calentamiento global que experimentamos, probablemente a la mitad.

Ante el apocalipsis, buena cara

¿Cómo referirse a algo tan enorme y que a la vez nos incluye, como el cambio climático, que según el filósofo Timothy Morton sería un “hiper-objeto”? Wallace-Wells plantea que las analogías, metáforas o imágenes disponibles, descontando las provenientes de la mitología o la religión, nos quedan cortas. El llamado Antropoceno, denominación propuesta para la era geológica que vivimos, no supone una conquista de la naturaleza por el hombre, sino todo lo contrario: hemos pretendido controlar un sistema que ahora está fuera de nuestro control y se convertirá en una máquina de guerra en contra nuestra, desafiando la manera en que vivimos y poniendo cada vez más a prueba nuestra capacidad de responder. Wallace-Wells agrega que el calentamiento global tampoco es una parábola moral y por lo mismo no tiene un solo culpable a quien denostar. Incluso la inclinación de recurrir al villano favorito, el capitalismo neoliberal, por intensa que sea, no nos sirve. La disponibilidad de una energía abundante y barata, como la proporcionada por los combustibles fósiles, permitió el desarrollo y la consolidación a nivel global de buena parte de la humanidad, que mejoró ostensiblemente sus condiciones de vida. Esto nos convierte a muchos, por lo menos en cómplices. Pero si el calentamiento global no es una parábola moral, existe una evidente injusticia, obviamente inmoral, en la carga que están asumiendo los países más pobres y que menos han contribuido con el calentamiento, que se verán más perjudicados que los más grandes, ricos y culpables.

Si el calentamiento global no es una parábola moral, existe una evidente injusticia, obviamente inmoral, en la carga que están asumiendo los países más pobres y que menos han contribuido con el calentamiento, que se verán más perjudicados que los más grandes, ricos y culpables.

La catástrofe que se nos viene encima cambiará muchas de nuestras ideas, desde luego la del progreso y nuestra relación con la naturaleza, pero también nuestras nociones sobre la política, la cultura y la libertad. Wallace-Wells y McKibben plantean que debiera imponerse una visión de la economía desvinculada de la aspiración del crecimiento. El primero le da un giro a la tan repetida cita de Jameson, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, y se pregunta por qué no imaginar el fin de los dos, asumiendo que la sobrevivencia del capitalismo se verá comprometida por un clima en crisis. Según Mckibben debiéramos reemplazar una economía orientada hacia el crecimiento por una de reparación o consolidación, pero cuesta imaginar a todo el mundo dispuesto a asumir esta especie de economía en ayunas, sobre todo cuando la promesa de crecimiento parece ser la única palanca política capaz de movilizar al electorado.

Wallace-Wells y McKibben terminan sus libros con notas de esperanza, disonantes ante la evidencia presentada. Su mensaje optimista es más o menos el mismo: si el cambio climático es la obra más grande que haya hecho el ser humano, debiéramos ser también capaces de deshacerla. Sería, obviamente, un desafío colosal, que según el informe del IPCC superará a la movilización de Estados Unidos para la Segunda Guerra Mundial, esta vez a una escala global. Según McKibben, todos deberíamos tener una discusión larga y profunda, que nos mueva a tomar una ineludible decisión sobre cómo queremos seguir viviendo. Aparte de plantear que ese sería el mejor uso que podríamos darle a nuestras redes sociales, no dice más sobre cómo montar esta homilía global.

Según Mckibben debiéramos reemplazar una economía orientada hacia el crecimiento por una de reparación o consolidación, pero cuesta imaginar a todo el mundo dispuesto a asumir esta especie de economía en ayunas, sobre todo cuando la promesa de crecimiento parece ser la única palanca política capaz de movilizar al electorado.

McKibben y Wallace-Wells discrepan sobre los métodos disponibles para enfrentar esta crisis. El primero cree que para hacerlo disponemos de dos tecnologías relativamente nuevas, la masificación de los paneles solares y las manifestaciones no violentas utilizadas en su máximo potencial, además de iniciativas privadas como comer y consumir lo más abajo posible en la cadena de producción y otras estrategias públicas, como el desarrollo de redes más amplias de transporte público, la diversificación de las ciudades y la implementación de formas de cultivo capaces de restituir el carbono al suelo. Wallace-Wells, en tanto, es escéptico frente a las respuestas individuales y desestima su impacto real frente al problema de las emisiones. Acciones privadas, como reciclar y nuestra “manía por el plástico” en sí mismas son encomiables, pero operan como distractores y más allá de proporcionarnos consuelo y tonificar nuestra superioridad moral, no tienen mayor efecto ante al problema real. Las estrategias habituales que dotan de fuerza moral al consumo, no serían más que un corolario de la estrategia liberal de dejar en manos del mercado una decisión que debiera traducirse en políticas públicas globales. Es aquí donde uno se atraganta: ¿podrán llevarse a cabo las necesarias restructuraciones radicales sobre producción, consumo, transporte en todo el mundo, de manera conjunta? La posibilidad de llegar a un consenso global parece tan difícil como implementar la gigantesca infraestructura energética capaz de reemplazar a la que tenemos actualmente. Acostumbrados como estamos a reclamar por nuestros derechos, ¿estaremos dispuestos a salir a la calle a reclamar por más deberes y restricciones en nuestros hábitos de consumo?

 

The Uninhabitable Earth, David Wallace-Wells, Tim Duggan Books, 2019, 320 páginas, US$16.

 

Falter, Bill McKibben, Henry Holt and Co., 2019, 304 páginas, US$26.

 

Losing Earth, Nathaniel Rich, MCD, 2019, 224 páginas, US$15.

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