La religión del dinero

Un monumental estudio académico se propone trazar la genealogía moral del capitalismo, al que define como la religión de la modernidad. Su gran aporte consiste en repensar el capitalismo desde una mirada cristiana, cuestionando la alianza –que nadie pone en duda en los sectores conservadores– entre la fe y el materialismo económico.

por Sergio Missana I 24 Octubre 2020

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Érase una vez un mundo encantado: el nuestro. Los árboles, ríos y montañas albergaban fuerzas invisibles, la frontera que separaba el entorno físico de lo espiritual era delgada y porosa. El tránsito del animismo ancestral a las religiones monoteístas no alteró fundamentalmente esa visión de un cosmos imbuido por lo sagrado. En Europa, la Reforma, la revolución científica, la Ilustración y el capitalismo industrial erosionaron ese encantamiento, drenando lo numinoso de la naturaleza y las relaciones sociales. Los objetos per­dieron su alma para transformarse en commodities. La avaricia, que había sido uno de los pecados capitales, se transformó en una virtud, bajo nombres como “interés propio”, “iniciativa” o “bienestar personal”. La Tierra dejó de ser un lugar mágico para transfor­marse en un dominio inerte, prosaico, con el que los seres humanos entablamos una relación meramente instrumental y utilitaria.

La idea del “desencantamiento del mundo”, pro­puesta por el sociólogo Max Weber en su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), quizás sea la tesis más extendida y aceptada sobre la modernidad. Pues bien, en su monumental obra The Enchantments of Mammon: How Capitalism Became the Religion of Modernity, Eugene McCarraher se propone nada más y nada menos que rebatir la tesis de Weber. El capitalismo, sostiene, no ha sido un agente de desencantamiento sino “un régimen de encantamiento, una represión, desplazamiento y renombramiento de nuestro intrínseco e inveterado anhelo de divinidad”. La religión del dinero tiene su teología, sacramentos, moral, liturgias, iconografía y una visión beatífica del futuro: un imperio global marcado por la expansión sin fin de la producción, el comercio y el consumo.

McCarraher se suma desde un ángulo novedoso a las múltiples voces que en los últimos años han arremetido contra el capitalismo neoliberal. The Enchantments of Mammon bien puede ser el libro aca­démico más ambicioso publicado en el último tiempo. En este volumen de 799 páginas, que le tomó 20 años completar, traza con minucioso detalle una genealogía moral del capitalismo desde el año 1600 hasta la época actual, con énfasis en el contexto estadounidense. Para ello, se vale de una cantidad abrumadora de re­ferencias, apoyándose, por ejemplo, en autores como Walter Benjamin, quien intuyó que el capitalismo era una religión, o Thomas Carlyle, quien se refirió al Evangelio de Mammon. “Mammon” en inglés significa dinero, siendo empleado con connotación negativa en los evangelios. En la Edad Media se lo personificó como un demonio. Milton lo representó como un ángel caído en Paraíso perdido (1667).

Con rigor académico inobjetable, cifrado en una batería impresionante de referencias, algunas obvias y muchas recónditas, McCarraher transita por diver­sas disciplinas (historia de las ideas, antropología, economía, literatura y teología) con una prosa densa y elocuente, que a ratos descansa en la declamación retórica más que en la minucia argumentativa. Se trata, en último término, de una arenga, un fervoroso llamado a recuperar un sentido de lo sagrado y de comunidad.

Opiniones contundentes

La crítica del capitalismo no es un proyecto original. El Nobel de Economía Joseph Stiglitz ha señalado que “evolucionamos de manera resuelta hacia una economía y una democracia del 1%, por el 1% y para el 1%”, calificando el experimento neoliberal –baja de impuestos a los ricos, desregulación del mercado laboral y de productos, financialización y globalización– como “un espectacular fracaso”. Este no solo ha llevado a una extrema concentración de la riqueza y a la des­trucción dramática de buena parte del planeta, sino que ha generado estancamiento económico. Stiglitz propugna impulsar una nueva variante del capitalismo, que llama “progresivo”, que limite el rol del mercado, promueva un crecimiento orientado al bien común centrado en el trabajo y no en el “rentismo” financiero, dé prioridad a la educación y la investigación, y corte los lazos perversos entre el capital y el poder político.

La economista Kate Raworth, por su parte, ha propuesto redefinir la noción misma de economía en función del bienestar humano, no del beneficio, equilibrando las necesidades de las personas con los límites planetarios. Su colega Paul Mason equipara el momento actual con el ocaso del orden feudal. Sostiene que el capitalismo mercantil y esclavista de los siglos XVII y XVIII, y el capitalismo industrial del XIX y el XX, están dando paso a un capitalismo cognitivo en el XXI, en que el conocimiento se ha vuelto más valioso que los objetos. La economía clásica se basa en la escasez, pero el elemento más dinámico en la actualidad es abundante y replicable: la información. Hoy experimentamos una tensión y conflicto entre el orden jerárquico propio del capitalismo –el sis­tema de corporaciones, instituciones financieras y gobiernos que intenta mantener el status quo– y un orden reticulado, horizontal, de libre flujo de bienes e información abundantes que terminará por imponerse.

McCarraher augura la decadencia del capitalismo en su país, el declive del imperio norteamericano que será uno de los procesos centrales del siglo XXI. Se trata de un momento aterrador pero también liberador, lleno de posibilidades, necesario para restaurar una visión más humana, sacramental, basada en el sentido de comunidad, maravillada ante el mundo.

Otro economista, Jeremy Rifkin, comparte la visión relativamente optimista de Mason: avizora el tránsito a una sociedad poscapitalista en torno a avances tecnológicos que ya se encuentran en mar­cha: Internet de las Cosas, big data, redes eléctricas inteligentes alimentadas con energías renovables, impresión 3D, educación abierta en línea, dispersión de las finanzas y la gobernanza, y automatización de la fuerza del trabajo. La lógica capitalista, sostiene Rifkin, se basa en el afán de incrementar la compe­titividad y reducir los costos marginales en mercados competiti­vos. Argumenta que, tal como se ha visto en algunas industrias –la música, la publicidad–, al acercarse a un costo marginal cero desapa­recen las ganancias, de modo que la misma lógica del capitalismo termina por marcar su obsolescencia. El capitalismo está dise­ñado para administrar recursos en un sistema cerrado de escasez, dice Rifkin, pero pierde efi­cacia en un contexto en que impera el acceso por sobre la propiedad, la transparencia por sobre la privacidad y la cocrea­ción colaborativa por sobre la competencia. Nos dirigimos a una sociedad descentralizada, empática, dedicada a administrar la abundancia material de manera sustentable.

Naomi Klein ha asociado el inminente ocaso del capitalismo a la crisis climática, que “lo cambia todo”. Noam Chomsky ha destacado que, en estricto rigor, el capitalismo neoliberal es un sistema mixto, público–privado, que no sería capaz de operar por sí mismo sin el sostén de los Estados, es decir, de los contribuyentes, a través de sistemas impositivos favorables, descaradas operaciones de salvataje durante los episodios cíclicos de crisis e inversión en I+D. El capitalismo depende de la innovación y la innovación se basa en investigación científica financiada con recursos estatales, cuyos resultados en el mediano y largo plazo terminan por beneficiar al sector privado.

Una historia de amor… torcido

McCarraher no aborda una crítica a rajatabla del ca­pitalismo, reconoce que sus logros tecnológicos han mejorado las condiciones de vida de miles de millones de personas. “El capitalismo es una historia de amor”, sostiene. Pero es un amor torcido, tóxico, que conduce a la desolación espiritual. Se trata de un sucedáneo de trascendencia, un encantamiento engañoso, una “parodia o perversión de nuestro anhelo de una forma sacramental de habitar el mundo”. Este ha librado una “guerra contra la imaginación”, reduciendo “la racionalidad a los principios mercenarios de la razón pecuniaria”. La idea del homo economicus, materialista, mezquino, egoísta y codicioso, movido solo por el propio interés, a la merced del poder de Mammon, sería una distorsión perversa y pesimista de la con­dición humana.

El autor recons­truye meticulosa­mente la metamorfo­sis de Estados Unidos en una plutocracia corporativa, mar­cada por la mayor concentración de ri­queza de la historia, estancamiento de los salarios, precarie­dad laboral, en­deudamiento para pagar servicios básicos y desem­pleo tecnológico. La desesperanza ante el despotismo del dinero y de una cla­se dominante “venal, corrupta y putrefacta”, se ve mitigada por los artefactos tecnológicos y múltiples formas de entretenimiento, los “placeres analgésicos del consumismo que mantienen a raya las metástasis de aburrimiento, soledad y desmoralización”. Destaca que los responsables de la crisis de 2008 han mantenido su poder sin sufrir consecuencias legales ni ignominia pública. “La escena norteamericana contemporánea parece haber sido despojada de cualquier cosa que no sean vistas plutocráticas, aun en presencia de su manifiesta injusticia, degradación y toxicidad ecoló­gica, el capitalismo sigue siendo para la mayoría de los estadounidenses el horizonte de posibilidades morales y políticas”. Ve en el fenómeno Trump, pese a su “execrable racismo y misoginia”, una línea de continuidad con las administraciones de Clinton y Obama, una continuación del “idilio capitalista”.

Hace un llamado, citando a Naomi Klein, a concebir un nuevo paradigma civilizatorio, a reconceptualizar la idea de progreso, asociándolo al florecimiento hu­mano. Proporciona instancias de altruismo surgidas en el contexto de grandes catástrofes, que apuntarían a una nueva forma de relacionarse. La mejor alternativa al encantamiento capitalista tendría sus raíces en el Romanticismo, cifrada en la capacidad de percibir la verdad y belleza intrínsecas del entorno material, de reconocer la presencia de la divinidad en el mundo a través de una “conciencia sacramental”. Rescata el trabajo artesanal como opuesto al paradigma capitalista de eficiencia y productividad. Y también lo comunitario. Ello nos ayudaría “a despertar del hechizo del sueño americano, el trance que anima el febril sonambulismo conocido como el modo de vida americano”.

McCarraher augura la decadencia del capitalismo en su país, el declive del imperio norteamericano que será uno de los procesos centrales del siglo XXI. Se trata de un momento aterrador pero también liberador, lleno de posibilidades, necesario para restaurar una visión más humana, sacramental, basada en el sentido de comunidad, maravillada ante el mundo. “Podemos reingresar al paraíso… porque siempre nos ha rodeado y estado en nosotros…”.

La única forma de reencantamiento que le parece válida parece ser una congruente con su fe cristiana. El volumen no contiene alusión alguna a las facciones dentro del movimiento ambientalista que proponen de manera explícita un reencantamiento de la naturaleza, como el neo-animismo.

Octavio Paz aludió a la modernidad como una “palabra en búsqueda de su significado”. La concepción de esta como un exilio, un desgarramiento, ha sido articulada en América Latina por autoras y autores como Mistral, Rosario Castellanos y Borges (en su ensayo “La esfera de Pascal”). En Europa se encuentran instancias de esa añoranza y sensación de desarraigo, por ejemplo, en Chéjov, Lukács, Heidegger o Derrida. Yuval Harari ha descrito la modernidad como un pacto mediante el cual los seres humanos obtuvie­ron libertad (del yugo de la cosmovisión medieval) a cambio de perder sentido. En el texto de McCarraher esa nostalgia adquiere un tono conservador, es casi el anhelo de regresar a un estado edénico.

Uno de los aspectos más destacables de su trabajo es el rescate de una corriente específica dentro del movimiento romántico, que llama “Romanticismo sacramental”, que invita a restaurar la escala humana de la técnica y las relaciones sociales, y la sensibilidad ante la magia del mundo natural. El autor sitúa en esta línea a figuras como William Blake, John Muir, William James, Herbert Marcuse y Lewis Mumford.

Su largo recorrido por la historia del capitalismo y de las reacciones contra este es al mismo tiempo exhaustiva e idiosincrática. Resulta curioso, por ejemplo, que desestime de plano el aporte de los trascendentalistas: Whitman, Emerson y Thoreau, los “santos de Nueva Inglaterra”, habrían celebrado de manera acrítica el progreso capitalista. También alude con desprecio al reencantamiento del mundo por parte del movimiento New Wave, la ola de espiritua­lidad sin religión que se ha extendido por Occidente desde finales del siglo XX, que a su juicio habría sido cooptada por las fuerzas del mercado. La única forma de reencantamiento que le parece válida parece ser una congruente con su fe cristiana. El volumen no contiene alusión alguna a las facciones dentro del movimiento ambientalista que proponen de manera explícita un reencantamiento de la naturaleza, como el neo–animismo.

McCarraher llega a afirmar que en realidad no ha habido desencantamiento: Dios permea el mundo y lo imbuye, día a día, de un aura divina. “El mundo nunca puede estar desencantado… porque está cargado de la grandeza de Dios”. En esto parece malinterpretar la tesis de Weber o más bien confundir los planos ana­líticos: el desencantamiento no sería, para Weber, una característica objetiva del mundo, sino una manera de aludir a nuestra relación con él: no podemos, fuera del ámbito de la fe, afirmar si este se ha vaciado o no de una sustancia sagrada, solo atestiguar un proceso de creciente secularización a lo largo de la modernidad.

También se le puede reprochar su carácter eurocéntrico. El mismo Weber reconocía que el desencantamiento era un fenómeno occidental, que no imperaba en las “sociedades tradicionales”. Poco y nada hay de eso en este libro. En América Latina, lo real maravilloso de Alejo Carpentier y más tarde el realismo mágico intentaron marcar una distancia con la Europa cartesiana. Bruce Chatwin hizo lo propio, en forma memorable (aunque también desprolija y controversial), respecto a la cosmovisión de las cul­turas aborígenes australianas en The Songlines (1987).

Quizás lo más valioso del trabajo de McCarraher sea su afán de poner en jaque y complejizar lo que para los sectores conservadores, particularmente en Estados Unidos, se da por sentado: la fe religiosa –que es en último término una creencia en lo sobrenatural– soldada a fuego con una fe irrestricta en el implacable materialismo capitalista. Su gran aporte es el esfuerzo (y vaya esfuerzo) por repensar el capitalismo desde una mirada cristiana.

 

The Enchantments of Mammon: How Capitalism Became the Religion of Modernity, Eugene McCarraher, Harvard University Press, 2019, 799 páginas, $37.000.

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