Donald Judd, lecciones de un canario

La publicación de los ensayos, críticas y artículos del artista Donald Judd es un modelo de libertad e independencia e invita a debatir sobre el rol que cumplen en la circulación del arte tanto el Estado como las empresas, las salas de exposición y los museos. Su lectura ofrece, de primera fuente, un cuestionamiento serio a las narrativas sobre el arte moderno en el siglo XX, y obliga a preguntarnos si acaso es posible para el arte actual recuperar algo de lo que fue una auténtica tradición de escándalos, transgresiones sensibles e innovaciones formales.

por José Domingo Martínez I 7 Diciembre 2022

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Los nombres de los artistas visuales no suelen figurar en los catálogos de historia de las ideas, y por alguna razón la entrevista suele ser la fórmula más recurrente en nuestro tiempo para saber qué es lo que piensan; el ejemplo más obvio son los enormes volúmenes que reúnen las Interviews del súper-curador suizo Hans Ulrich Obrist. Pero hay signos de que en los próximos años esta situación cambiará. Muchos de los artistas más importantes del siglo XX escribieron, y desde hace un buen tiempo que se publica por lo menos un volumen al año con los textos reunidos de un artista importante.

Writings, de Donald Judd (1928-1994), merecen una atención especial. La primera razón es que Judd escribió mucho, pues, antes de ser reconocido como el artista fundamental del “minimalismo” estadounidense (como suele ocurrir, la etiqueta no le gustaba), escribió regularmente crítica de arte entre 1959 y 1965. Otra razón es que, supongo que por su formación universitaria en historia del arte y filosofía (luego de su paso por el ejército como ingeniero militar), sus escritos tienen por lo general un registro más ensayístico y argumentativo, más humanista si se quiere, lo que no es muy común, pues los que cubren ese flanco de la escritura en el arte suelen ser teóricos o curadores.

Era normal, sobre todo en los 70 y 80, cuando Judd ya había consolidado su carrera y su posición financiera, encontrarse en las principales revistas de arte estadounidense con alguna de sus cartas, quejándose de cómo tal museo había maltratado una de sus obras, o de cómo tal artículo desfavorable publicado en el número anterior era “incorrecto” en su representación de los hechos o en su interpretación. La primera impresión que tendrán quienes lean los escritos de Judd es que su autor no tenía ningún interés en ganarse el favor de sus lectores por otro camino que no fuera la argumentación. Esta “pesadez”, sin embargo, no era sinónimo de matonaje: Judd se resistió bastante a ser asimilado por una pandilla o mafia del arte, y no tenía ningún interés en controlar el arte neoyorquino (con los años, sus temporadas en el rancho que restauró en el poblado de Marfa, Texas, serán cada vez más largas, y sus últimos proyectos se enfocarán en este lugar y en Europa). En muchos de sus escritos —sean cartas, ensayos o anotaciones personales— hay una queja recurrente contra el tamaño, institucional o físico, del Estado, de las empresas, de las salas de exposición y de los museos. Tan lejos llegó este ímpetu “antimonopólico” contra las cosas grandes (metafórica o literalmente), que hoy son dos las fundaciones, en vez de una, las que se reparten su legado: la Judd Foundation y la Fundación Chinati.

La primera impresión que tendrán quienes lean los escritos de Judd es que su autor no tenía ningún interés en ganarse el favor de sus lectores por otro camino que no fuera la argumentación. Esta ‘pesadez’, sin embargo, no era sinónimo de matonaje: Judd se resistió bastante a ser asimilado por una pandilla o mafia del arte, y no tenía ningún interés en controlar el arte neoyorquino.

El primer ensayo importante de Judd fue Specific Objects (1964), un texto muy conocido en los estudios del arte de posguerra y probablemente el más leído y comentado de sus trabajos. Judd pretendía designar con el término “objeto específico” la obra de un conjunto de artistas europeos y estadounidenses (él mismo entre ellos) que estaban haciendo algo que, en sus propias palabras, “no era pintura ni escultura”. Si bien gran parte de esas obras se estudian hoy como parte de la escultura del siglo XX y casi nadie usa el término “objeto específico” para referirse a esos trabajos, el gran mérito del ensayo de Judd está en identificar todo un campo de las artes visuales como esencialmente discontinuo. Si la historia de la pintura recuerda a una genealogía frondosa, donde incluso los cuadros más abstractos refieren de alguna forma a la propia historia de la pintura, la escultura moderna, en cambio, parece ser una empresa antigenealógica cuyos fines, mucho menos definidos, han ido desde la propaganda político-ideológica a la instalación de los misteriosos “ovnis” que se encuentran en los museos de arte contemporáneo, “ovnis-obras-de-arte” que lo único que necesitarían es, diría Judd, “ser interesantes”.

Aparte de este y otros ensayos más orientados a la teoría del arte, es posible encontrar reflexiones, unas veces como notas personales y otras como artículos o textos más largos, sobre la situación política contemporánea, otras veces sobre la historia, la educación artística y la escritura, las que son complementadas por las quejas y polémicas que ya he mencionado. Muchas veces los temas se repiten, y es notable cómo Judd pudo prever que un día todos estos escritos, muchos de ellos sin publicar, serían reunidos. Él mismo se justifica diciendo, al inicio de una nota personal, que “en este texto hay repetición, pero Nietzsche dijo que eso está bien, la repetición produce claridad”.

Esta preocupación por la claridad y la insistencia lo llevó, en 1991, a reconsiderar lo que escribió de una exposición de Josef Albers en una reseña de 1964, que vale la pena citar a pesar de su extensión: “Lo que más lamento es haber subestimado la importancia de educar en el arte a los artistas que recién comienzan su trabajo. Mi propia educación artística fue tan mala, que era difícil notar que era posible recibir algo de ayuda. Si uno parte desde cero, es difícil imaginar que se puede partir desde tres o cuatro. ¿Qué podría enseñarse, entonces? Casi todo acaba por ser irrelevante y se convierte en una barrera al trabajo, aunque todos tenemos que empezar en algún momento y cualquier persona que nos enseñe algo pondrá barreras. Parte de esta subestimación general de mí a Albers fue que yo subestimé el provecho que otros, no Albers, obtienen de su teoría del color. Primero, porque si algo es útil y relevante, siempre debe ser enseñado, como es en el caso de la teoría del color. Segundo, porque el pensamiento auténtico sobre el arte reciente y antiguo siempre es relevante. Tercero, porque las actitudes y las generalizaciones a las que uno pueda llegar son parte de la naturaleza y la calidad del arte, y es absolutamente necesario que los artistas que se inician en este trabajo, que en el fondo no son estudiantes [sino artistas], sean educados por artistas de primer nivel, a quienes les guste lo que hacen y les guste su actividad como un todo, y asuman que el arte siempre tiene que ser de primer nivel. Los estudiantes de Albers fueron inteligentes al haberlo elegido como profesor, y tuvieron la suerte de que él hubiese estado ahí”.

Piezas expuestas en la retrospectiva Judd (2020), en el Museum of Modern Art (MoMA), Nueva York, EE.UU.

Estas tres razones sobre la importancia de la teoría del color de Albers sugieren lo que podríamos llamar una teoría de la continuidad del progreso y la educación, la que podemos oponer a una muy extendida teoría de la discontinuidad. Judd, en este y otros textos, invita a reconsiderar cómo entendemos el trayecto histórico del arte en el último siglo. El arte moderno, el arte del siglo XX, forzó a las instituciones del arte tradicional a acomodarse a él —y también expandió su institucionalidad por medio de la creación de los museos de arte moderno: su existencia era innegable e irresistible, ni detractores ni escépticos podían seguir ignorándolo—. El arte contemporáneo, en tanto, es una actividad eminentemente institucional, y no es posible entender la actividad artística actual sin referencia al aparato institucional público-privado que la acoge (las conversaciones suelen tratar tanto o más de gestión, museos, curaduría y coleccionismo, que de las obras mismas).

¿Cómo entender esto? El asunto clave es la transgresión. El arte contemporáneo no es transgresor por varias razones, y una de las más importantes es que no ha forzado ninguna nueva institucionalidad, como sí lo hicieron las vanguardias: hubo que crear este nuevo tipo de edificio, el museo de arte moderno, para acoger a estos nuevos objetos, en tanto las obras que se producen en la actualidad no tienen ningún reparo para alojarse ahí mismo. La evolución del arte moderno como arte contemporáneo puede caracterizarse como el desarrollo de una compleja institucionalidad para el arte que brotó “desde adentro”, desde la práctica misma del arte: el arte contemporáneo es entonces la continuación institucionalizada del arte moderno. Eso fue lo que identificó a un conjunto de prácticas artísticas iniciadas a fines de los 60 en distintas partes del mundo y que hoy se agrupan bajo el nombre de “crítica institucional”.

El arte de comienzos del siglo XX, en cambio, sí fue transgresor, de ahí la necesidad de forzar una nueva institucionalidad o un “nuevo orden”, si se quiere, en tanto el arte que se produce en la actualidad sigue acogido a ese mismo orden, que ya no es tan nuevo.

Es necesario interrogarse si es posible una continuación del arte moderno que no sea desde la institucionalidad que él mismo ocasionó, sino desde ese “tres o cuatro” del que habla Judd. El problema aquí es clásico en la historia del arte y la literatura: la imitación de los modelos. Esto lleva a la pregunta sobre la existencia o la posibilidad de un clasicismo en el arte, un refinamiento de lo hecho por Albers y otros artistas que Judd menciona en sus notas, a veces al pasar, a veces de manera recurrente: Lee Bontecou, John Chamberlain, Richard Paul Lohse, Agnes Martin y Leon Polk Smith, entre otros.

Esta conexión que Judd hace entre arte y libertad es fundamental, pues el tratamiento que se le suele dar a este asunto es inverso, entendiéndose el arte como un efecto de la libertad. Esta idea lleva a pensar que, en aquellas sociedades que no son libres, el arte o está en peligro de extinción o es pura propaganda o está en cierto modo incompleto. El arte en las sociedades liberales, en cambio, se encontraría a salvo de estos problemas. En sus notas personales (…) se hace ver muy claro que Judd entendió la falsedad de esa idea.

El interés de Judd por la teoría del color de Albers no es porque él quiera replicarla en sus propios trabajos, esa no es la razón de la imitación en sentido clásico. En su última conferencia-ensayo, Algunos aspectos sobre el color en general y sobre el rojo y el negro en particular (1994), Judd insiste en que el color es un problema abierto, infinito, y él mismo expone un bosquejo del método que ideó para usar el color en su obra. En lo que he identificado como una teoría de la continuidad en Judd, a propósito de la educación artística existe una preocupación por aquello que es útil: ese “tres o cuatro” es lo que nos dejó el arte moderno, sus “progresos y avances”, aquello de lo que podemos aprovecharnos y permite no tener que partir de cero, sino desde un poco más adelante para que, imprimiendo el mismo esfuerzo, se pueda llegar un poco más lejos. Otro asunto importante para Judd era la relación entre arte y política. Aun cuando en sus textos abundan las opiniones sobre la guerra, el Estado, la ecología y la organización de la economía, su obra estaba desprovista de referencias explícitas a cuestiones contingentes. A propósito de la cancelación de una exposición de Hans Haacke en el Guggenheim de Nueva York, en 1971, Judd escribe que una de las cosas que más le molestó fue que la censura a Haacke implicaba que la propia obra de Judd no era políticamente controversial. En una nota de 1991, a propósito de la muerte de su amigo, el astrónomo Harlan Smith, Judd dice que “quizás el trabajo de los artistas no se suma, como lo hace la astronomía, pero quizás las obras ayudan a medir la libertad que es necesaria para la ciencia. Si el canario en la mina deja de cantar y muere, es porque el aire se acabó y los mineros corren peligro”. Un año después, escribe: “Si bien tengo dudas sobre un fin social para el arte… creo que su mayor utilidad en este ámbito es que contribuye a la mantención de la libertad, la que es muy útil para el desarrollo de la ciencia y el conocimiento en general”.

Esta conexión que Judd hace entre arte y libertad es fundamental, pues el tratamiento que se le suele dar a este asunto es inverso, entendiéndose el arte como un efecto de la libertad. Esta idea lleva a pensar que, en aquellas sociedades que no son libres, el arte o está en peligro de extinción o es pura propaganda o está en cierto modo incompleto. El arte en las sociedades liberales, en cambio, se encontraría a salvo de estos problemas. En sus notas personales —donde el tono es cada vez más pesimista— se hace ver muy claro que Judd entendió la falsedad de esa idea sobre el arte, y que lo que se muestra como condiciones aparentemente favorables puede ser también la causa de su disolución, la pérdida de su relevancia y seriedad, la muerte del canario silenciada por el ruido de la faena.

 


Writings, Donald Judd, Judd Foundation / David Zwirner Books, 2017, 1.056 páginas, US$ 39.95.

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