El último sobreviviente de Hiroshima, el último humano

El tiempo del fin, el libro que el alemán Günther Anders publicó en 1960, 15 años después de la caída de dos bombas atómicas en Japón, sugiere que después de Hiroshima los crímenes son inhumanos no porque el acto criminal pone entre paréntesis la humanidad de quien los comete, sino porque los crímenes se llevan adelante sin humanos. Esto no quiere decir solamente que es la figura humana la que se ha retirado de los procesos de producción y destrucción, sino que con esa retirada se suspende algo que había estado sobre la base del pensamiento del mal: la responsabilidad, la cantidad de odio y maldad requeridos para llevar adelante actos criminales.

por Paz López I 14 Mayo 2025

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1. Soy obrero y trabajo en una fábrica de aspiradoras. Una aspiradora podría resultar muy útil para mi mujer. Por eso todos los días me llevo una pieza a mi casa. Allí intento armar la aspiradora. Pero no importa cómo coloque las partes, el resultado siempre es una ametralladora.
2. Soy estudiante y actualmente trabajo en una fábrica de aspiradoras. Sin embargo, creo que la fábrica produce ametralladoras para Portugal. Comprobar que esto es así podría resultarnos muy útil. Por eso todos los días me llevo una pieza a mi casa. Allí intento armar la ametralladora. Pero no importa cómo coloque las partes, el resultado siempre es una aspiradora.
3. Soy ingeniero y trabajo en una fábrica de electrodomésticos. Los obreros creen que fabricamos aspiradoras. Los estudiantes creen que fabricamos ametralladoras. La aspiradora puede ser un arma útil. La ametralladora puede ser un objeto útil para el hogar. Lo que fabricamos depende de los obreros, los estudiantes y los ingenieros.


El texto anterior es un diálogo que aparece en El fuego inextinguible, cortometraje de 1969 con el que Harun Farocki quiso pronunciarse respecto de la guerra de Vietnam y la terrorífica economía del napalm. El diálogo proviene de un chiste que circulaba en la época de posguerra, y con esa estructura Farocki decide responder al carácter sistémico de esa otra guerra, presentándola como una cadena de producción donde cada quien, hombres y mujeres de bien, es parte de sus propios engranajes.

Un argumento de este tipo, pero llevado a sus últimas consecuencias, a un tono apocalíptico, elabora Günther Anders en El tiempo del fin. Y lo hace pensando en otro acontecimiento, uno que llama “situación atómica”. El 6 de agosto de 1945, Eatherly da la orden de bombardear el puente situado entre el cuartel general y la ciudad de Hiroshima, pero un error de cálculo lo hizo responsable de la masacre de más de 200 mil seres humanos. Un dedo, un botón, un instante convirtieron a Eatherly en uno de los mayores criminales de guerra del siglo XX. Confinado en un manicomio, recusando todo tipo de honores, reclamando a gritos su propia condena, Eatherly recibe una carta de Günther Anders: “Que usted no haya podido superar lo sucedido es consolador. Y lo es porque demuestra que sigue intentando hacer frente al efecto de su acción; porque este intento, aunque fracase, indica que ha logrado mantener viva su conciencia, a pesar de haber sido una simple pieza del aparato técnico y de haber cumplido su función”.

No es la carta de un empático ni un piadoso. Lo que Anders le está diciendo a Eatherly es que su actitud —la de intentar hacer frente a los efectos de su acción, su desesperación, sus intentos de suicidio, el deseo de pagar sus culpas, sus remordimientos, ¿su maldad?— lo convierte en algo así como el último sobreviviente de Hiroshima, el último humano, porque lo que la bomba atómica vino a realizar es una verdadera mutación antropológica, una radical metamorfosis metafísica.

Silvia Schawarzböck, en el prólogo a este libro, llama a esa mutación una tecnificación de la existencia, una que consistiría en habernos vuelto “una simple pieza del aparato técnico”, y que, en tanto pieza, solo estamos allí para cumplir una función. Como si el hombre (tal como lo conocimos hasta el acontecimiento Hiroshima) hubiera sido un breve paréntesis entre la animalidad salvaje y el ser un simple accesorio de la técnica, lo que esa tecnificación de la existencia afirma es el hecho de que “todos nosotros, sin saberlo e indirectamente, cual piezas de una máquina, podríamos ser usados en acciones cuyos efectos están más allá de nuestros ojos y de nuestra imaginación y que, si pudiéramos imaginarlos, no los podríamos aprobar”.

¿Hasta qué punto sería adecuado calificar como humana una actividad tan fuertemente signada y singularizada por la técnica?, sugiere preguntarse Anders.

No se trata solamente de afirmar que la división del trabajo intensiva, como la llama Farocki, impide que los trabajadores conozcan su contribución a la producción de armas de exterminio (con los mismos elementos químicos se pueden construir tacones de zapato, insecticidas para proteger los cultivos o napalm). No se trata, solamente, de repensar los fundamentos de la ciencia política, el derecho, la antropología, para imaginar lo inimaginable del mal absoluto, como lo ha querido por ejemplo Didi-Huberman, cuando con sus reflexiones sobre las imágenes ha intentado desarticular el privilegio ético que ha tenido lo irrepresentable. Tampoco se trata, solamente, de abordar la guerra por el carácter de los medios empleados y no tanto por lo fines perseguidos, como decía Simone Weil que debía hacer una teoría materialista de la violencia. El tiempo del fin, que es el tiempo de la tecnificación de la existencia, es para Anders el tiempo donde no solo el trabajo y las operaciones, sino la existencia misma, se vuelven abstractas, es decir, un momento, un componente, un elemento en un circuito que, ya sin sujeto, perfecciona y expande la eficacia de sus procesos productivo-destructivos.

Si el tiempo del después parece ser el de una violencia sin tragedia, sin monstruosidad, sin drama, sin dolor, sin desgarro, si todo parece haber perdido su misterio, quizás todavía podemos, como piensa Farocki, a contrapelo de Anders, pensar el sentido trágico, y no apocalíptico, del tiempo que vivimos, eso que hace que una colectividad se funda en su fragilidad (y no en la estabilidad de su fin), y quizás así, recuperar para nosotros aquellos espacios que hacen que el mundo no termine de clausurarse alrededor de una regla.

Aquí Anders plantea una de las cuestiones más desafiantes de su argumento: después de Hiroshima, los crímenes son inhumanos no porque el acto criminal pone entre paréntesis la humanidad de quien los comete sino porque los crímenes se llevan adelante sin humanos. Las consecuencias de esta afirmación son de una complejidad que no podría de ningún modo asumir acá: sin humanos no quiere decir solamente que es la figura humana la que se ha retirado de los procesos de producción y destrucción, sino que con esa retirada se suspende algo que había estado sobre la base del pensamiento del mal: la responsabilidad, la cantidad de odio y maldad requeridos para llevar adelante actos criminales, la culpa, los compromisos morales y éticos, la locura, la razón, es decir, la dimensión trágica de la violencia. Un mal sin maldad, donde el único delito, además de apretar el botón, pareciera ser el haber permitido que nuestros crímenes adoptaran la forma de una catástrofe natural. Historia natural de la destrucción

Vuelvo otra vez a Farocki: al comienzo del mismo cortometraje, el cineasta aparece sentado detrás de una mesa y lee frente a la cámara un testimonio que Thai Bihn Dan, nacido en 1949, redactó originalmente para el Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra de Estocolmo: “El 31 de marzo de 1966, a las cuatro de la tarde, mientras lavaba los platos, escuché aviones acercándose. Corrí hasta el refugio subterráneo, pero fui sorprendido por una bomba de napalm, que explotó muy cerca de mí. Me abatieron las llamas y el calor insoportable y entonces perdí la conciencia. El napalm me quemó la cara, los dos brazos y ambas piernas. Mi casa también se quemó. Estuve inconsciente por 13 días, luego desperté en la cama de un hospital del Frente Nacional de Liberación”.

Al terminar la lectura, Farocki mira directamente a la cámara, nos mira a nosotros, y dice: “¿Cómo podemos mostrarles al napalm en acción? ¿Y cómo podemos mostrarles el daño causado por el napalm? Si les mostramos fotos de daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos; luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos”. Y entonces, el director realiza un “gesto sorpresivo”: su mano derecha sale de cámara para tomar un cigarrillo y apagarlo sobre su piel, cerca de su muñeca izquierda: “Un cigarrillo quema a 200 grados. El napalm quema a 1.700 grados”, se escucha decir a una voz en off.

Cuando Farocki hizo El fuego inextinguible no había realizado todavía sus filmes más radicales sobre las configuraciones actuales de las operaciones de reconocimiento, persecución y muerte; sobre las formas altamente sofisticadas de desplazamiento; la creación, perfeccionamiento y proliferación de refinadas máquinas de visión, la aparición de drones y aviones no tripulados utilizados en la explosiones aéreas, cámaras montadas en la punta de un proyectil, cámaras suicidas, filmes en los que explora algo similar a lo que plantea Anders en El tiempo del fin: que la técnica ha dejado de ser una prótesis del cuerpo y la actividad humana, porque es el propio humano el que parece haberse transformado en una prótesis del aparato técnico, una pieza, un comodín, un extra o un accesorio cuya finalidad se agota y se cumple en la operación técnica como operación técnica. Decía que Farocki no había realizado todavía esas películas, pero cada vez que pudo volvió a exhibir su fuego inextinguible, quizás porque nunca dejó de pensar en esos gestos sorpresivos que portan todavía la huella de un pasmo, de una desproporción, de un no saber que solicitan ser respondidos con acción, pasión y pensamiento.

Leído hoy, el texto de Anders parece un texto profético, pero ante todo un texto que, en esa suerte de claridad devoradora que posee, parece decirnos que ya no hay nada que pensar, nada que desear, nada que sentir. Si decimos que sus argumentos son hiperbólicos, Anders dirá que representamos al “business de la minimización”; si hablamos de un principio de esperanza, Anders nos tratará de apocalípticos profilácticos. ¿Será cierto que toda escatología apocalíptica no puede evitar prometerse en nombre de la luz, del vidente y de la visión total, incluso cuando el apocalipsis del que hablan sea sin redención, sin reino?

Toda cuestión, me parece, es saber qué se quiere hacer con un concepto cualquiera, hacia dónde se le quiere hacer operativo. Si es cierto que en nuestra manera de imaginar yacen las condiciones para nuestras maneras de hacer política, y si también es cierto, como dice Schawarzböck, que el no llegar es lo que caracteriza a toda catástrofe, y que por eso mismo ninguna catástrofe puede ser realmente objetiva sino algo más bien del orden de la ficción, hay ficciones (también imaginaciones) que buscan incidir, intervenir, modificar la realidad que se busca comprender. Ficciones performativas que modifican y alteran el objeto de su comprensión. Hay ficciones, en cambio, que en su hartazgo simbólico aceleran el daño. Hay imaginaciones mortíferas, oscuras y hostiles que inhiben los cuerpos e impiden cualquier movimiento. Hay imaginaciones poéticas que se atreven a correr el riesgo de barrer con las palabras cansadas, los modos de vida enfermos, que se atreven a cambiar las formas de hablarse a sí mismo, de nombrar las cosas, de ligarse a los otros.

Si el tiempo del después parece ser el de una violencia sin tragedia, sin monstruosidad, sin drama, sin dolor, sin desgarro, si todo parece haber perdido su misterio, quizás todavía podemos, como piensa Farocki, a contrapelo de Anders, pensar el sentido trágico, y no apocalíptico, del tiempo que vivimos, eso que hace que una colectividad se funda en su fragilidad (y no en la estabilidad de su fin), y quizás así, recuperar para nosotros aquellos espacios que hacen que el mundo no termine de clausurarse alrededor de una regla. Recuperar la tragedia es recuperar nuestra maldad y hacer algo con ella. ¿No es esa la ley del deseo, un deseo que, ese sí, no termina nunca de llegar y que, por eso mismo, pone en movimiento la vida?

 

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Este texto fue leído en la presentación del libro, el 10 de abril, en la librería Ulises.

 


El tiempo del fin, Günther Anders, Alma Negra, 2025, $18.000.

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