El hombre del mismo lugar

por María José Viera-Gallo I 13 Agosto 2025

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Hay actores que no existen, a menos que alguien los invente. Dueños de un talento sutil, de una imagen intercambiable, están destinados a desaparecer en roles secundarios o a pasar al olvido protagonizando películas menores. Nunca serán Brando, De Niro, DiCaprio o Chalamet, y lo saben.

Kyle MacLachlan llegó al casting de Duna una tarde de 1983, sin saber quién era el director de camisa abotonada que lo esperaba con un café en la mano y un cigarro en la otra. Lo hizo motivado por un amigo y porque era fanático de la novela de Frank Herbert, y a sus 20 años no tenía nada mejor que hacer que probar suerte. Su mayor logro hasta entonces se llamaba Tartufo, obra de Molière que montaba junto a una pequeña compañía de teatro de Seattle. MacLachlan no conocía a David Lynch y, además, nunca había estado frente a una cámara. Todo lo que tenía para ofrecer era una cara principesca, un par de festivales de Shakespeare en el cuerpo y una especial habilidad para repetir textos teatrales. Pero Lynch, que ya había rodado Cabeza borradora y El hombre elefante, no era precisamente un cazador de estrellas. Ni siquiera un director de actores, sino un artífice de mundos. Formado en artes visuales, los actores que le gustaban eran aquellos capaces de despertar extrañeza y de encarnar “la idea” de la película, sin hacer preguntas.

En cuanto Kyle intentó hablarle sobre su visión de Paul Astreides, el príncipe-mesías de Duna, Lynch le comentó que había encontrado aburridísima la novela de Herbert y que esperaba hacer otra cosa. Su atención, de hecho, ya no estaba en el planeta Arrakis, sino en Yakima, el nombre del pueblo del estado de Washington donde había crecido MacLachlan. El autor de filmes únicos, como Terciopelo Azul, Carretera perdida, Mulholland Drive e Inland Empire, entre otros, pasó su infancia en lugares con nombres tanto o más singulares: Sandpoint en Idaho, Alexandria en Virginia, Spokane en Washington; todos sitios perdidos en una “América profunda” que plasmó para siempre en nuestro imaginario.

En la audición, MacLachlan le contó que su madre era profesora, su padre abogado, y que antes de dedicarse al teatro quería ser jugador de golf, pero le faltaba puntería (o sea, todo). Lynch reconoció en su biografía un retrato que le gustaba: el de la típica familia de clase media de la era de Reagan. Había en él algo que también era suyo: un humor nerd, una sensibilidad arty, capaz de apreciar la rareza escondida en la aparente normalidad.

Durante el entrampado rodaje de Duna, David Lynch ya estaba pensando en otra cosa y le habló de otra película que estaba escribiendo y que ocurría en un pueblo como aquellos en los que ambos habían crecido. “Es la historia de un chico normal que es testigo de un hecho perturbador”, le dijo, resumiendo la trama de Terciopelo azul (1986). Tras el fracaso de Duna (1984), el actor de 25 años fue rápidamente desechado por Hollywood, pero no por su director, quien veía en él “al tipo perfecto para hacer personajes inocentes interesados en los misterios de la vida”.

El primer personaje netamente lynchiano que interpretó MacLachlan fue el de Jeffrey Beaumont, un estudiante universitario de cara angelical pero mirada curiosa, que termina espiando desde un armario la relación sadomasoquista entre Frank (Dennis Hopper) y Dorothy (Isabella Rossellini). David Lynch, quien nunca explicaba ni analizaba sus películas, dijo alguna vez que Jeffrey estaba basado en una experiencia voyeur que él mismo había tenido en su juventud, al parecer con sus padres. Al oír esto, MacLachlan decidió cambiar su camisa por una abotonada hasta arriba, como la usaba Lynch, e imitó esa actitud tan peculiar a él, de estar y no estar al mismo tiempo en el presente.

Si bien en los años 90 trabajó con otros directores (en el drama erótico de culto Showgirls, de Paul Verhoeven, y en The Doors, de Oliver Stone), MacLachlan nunca pudo superar al personaje protagónico que Lynch le asignó en la serie Twin Peaks y por el cual es recordado hasta hoy día: Dale Cooper. El actor se convirtió en un fenómeno pop y ganó un Emmy, el único premio en su carrera. Su personificación con el despistado, excéntrico y encantador agente del FBI que llega a un pueblo perdido en la frontera con Canadá a resolver el asesinato de Laura Palmer fue tal, que hasta hoy lo siguen llamando Mr. Cooper. “Hay mucho de mí en Cooper”, dijo en una entrevista. “Soy una persona bastante positiva, tengo buen carácter, disfruto mucho de las cosas o momentos sencillos, como un buen café o un trozo de tarta de cereza. Pero agregué rasgos de David al interpretarlo, ya sean vocalizaciones o frases particulares que él suele decir”.

En la audición, MacLachlan le contó que su madre era profesora, su padre abogado, y que antes de dedicarse al teatro quería ser jugador de golf, pero le faltaba puntería (o sea, todo). Lynch reconoció en su biografía un retrato que le gustaba: el de la típica familia de clase media de la era de Reagan. Había en él algo que también era suyo: un humor nerd, una sensibilidad arty, capaz de apreciar la rareza escondida en la aparente normalidad.

MacLachlan llevó hasta el paroxismo este modo de hablar entre poético y taoísta en Twin Peaks, y Lynch se sintió cómodo cediéndole la palabra para pronunciar frases del tipo: “Me gustan los cafés tan negros como una noche sin luna”, “Haz de tu sonrisa un paraguas y deja que llueva” o “Voy a contarte un pequeño secreto: cada día, una vez al día, hazte un regalo. No lo planees; no lo esperes; solo deja que suceda”.

Mucho se ha escrito y reflexionado sobre la figura del doppelgänger en la filmografía de Lynch. Tal vez incluso más de lo que al mismo director, enemigo de la sobreinterpretación, le hubiera gustado. Pero poco se ahonda en la relación mimética entre el actor y el director. Aunque MacLachlan no existiría sin Lynch, este encontró en MacLachlan a un interlocutor perfecto para revelar algo de su mundo interior sin sentirse traicionado o banalizado.

La identificación fue recíproca y alcanzó su mayor signo en el personaje de Mr. Cooper: un tranquilo americano que se toma el tiempo de tomar café, de llevar un diario íntimo (las grabaciones a la agente Diane prefiguran los mensajes de los viernes que Lynch grabó durante la pandemia), ajeno al lenguaje de la modernidad y proclive a leer la realidad desde lugares no legitimados, como la intuición y lo esotérico.

La última temporada de Twin Peaks. The Return, estrenada el 2017, fue lo último que rodó David Lynch. También fue su alquimia final con MacLachlan. Un epílogo soñado para un actor que, alejado de la órbita lynchiana, había vuelto a interpretar roles secundarios y series menores, como Sex and the City o Desperate Housewives. De regreso al mundo multidimensional y ahora abiertamente loco e infernal de Twin Peaks, MacLachlan demostró una vez más ser el tipo de actor que necesita de la oscuridad para brillar. Lynch, que con la edad parecía abrazar las bifurcaciones, los tiempos y espacios paralelos, la narrativa de las pesadillas, le hizo interpretar a tres Cooper en uno: el original, de terno negro, atrapado en la habitación roja con Laura Palmer, Bob y El Hombre de Otro Lugar; el vaquero de pelo largo y cara bronceada, asesino de la Logia Negra; y el tercero, Dougie, una parodia del americano vacío.

Lynch no volvió a rodar nunca más. Kyle MacLachlan, casado y con hijos, se dedicó a producir vinos. A veces visitaba al hombre que lo inventó a su casa en Los Ángeles, donde bebían y conversaban. Algo de esos chistes internos y privados se pueden encontrar en Twin Peaks, como cuando Lynch, en su papel de otro agente del FBI, le dice a Cooper que le recuerda a un chihuahua mexicano. Poco antes de que Lynch muriera, el actor lo llamó para preguntarle si iba a filmar algo nuevo. Su respuesta fue cristalina: lo haré cuando aparezca una idea.

La idea no llegó. Lynch murió a los 78 años y recibió los honores de la cinefilia mundial. MacLachlan escribió un bello obituario en The New York Times. “No, no siempre entendía lo que estábamos haciendo”, dice. “A veces lo percibía y luego, como en una brisa, desaparecía. Otras veces parecía que él existía en un plano que yo quería alcanzar, pero no podía articular del todo. Pero, al final, me di cuenta de que eso no importaba. (…) Claramente, vio algo en mí que ni siquiera yo reconocía. Debo toda mi carrera, y mi vida en realidad, a su visión. Esta versión de mí no existe sin él”.

Mr. Cooper encontró otra habitación donde darle cuerda al absurdo: su cuenta de Instagram, donde se parodia a sí mismo hasta las lágrimas. Sin quererlo ni buscarlo, se ha convertido en la cara más entrañable tras la cual reconocemos un mundo que se fue, el de Lynch.

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