Charlotte Delbo y la marcha de los pingüinos

por María José Viera-Gallo I 27 Noviembre 2023

Compartir:

Hay lugares de los que nunca se regresa. La casa de la infancia, el patio del colegio, la muerte de un hijo, un viaje de juventud.

Existe una estación donde quienes llegan son precisamente los que se van / una estación donde quienes llegan nunca llegaron, donde quienes se fueron nunca volvieron. / Es la estación más grande del mundo”. Con este preludio, Charlotte Delbo (Francia, 1913-1985) inicia las memorias de un “viaje extraordinario” que hizo en enero de 1943 y del cual regresará para escribir su libro Ninguno de nosotros volverá.

Charlotte Delbo llegó a Auschwitz “por error”, junto a 230 presas francesas de la Resistencia. El lugar oficial donde iban a parar los presos políticos del régimen nazi era el campo de Ravensbrück. Su convoy, el 24, es el único que siguió de largo. Cuando se bajó del tren, se vio rodeada de “mujeres con pañuelos de Zagreb, banqueros de frac de Montecarlo, griegos que comparten potes de aceitunas, recién casados vestidos de novios, adolescentes de un internado con sus faldas plegadas, niños abrazados a sus peluches”; todos personajes anónimos de una inminente tragedia que ni ella ni nosotros volveremos a ver. Desde el otro lado de la vía, Charlotte Delbo cree comprender dónde se encuentra y grita: “Ayuda, somos francesas”.

Nadie la escucha.

Una vez hecho el check in al barracón de la sección de mujeres del campo, en su mayoría habitada por polacas, esta joven secretaria parisina de pelo negro y ojos verdes mira a lo lejos la chimenea humear y de nuevo comprende. “Ignoraban que al infierno se pudiera llegar en tren”.

A sus 30 años había conocido muchas cosas —la estrechez económica, el amor, la clandestinidad, la cárcel—, pero no el mal. Francesa de origen obrero e italiano, militante de las juventudes comunistas, miembro anónimo de la Resistencia Francesa, tenía la contextura de una mujer fuerte, capaz de soportar una guerra. Los dedos rígidos, azulados, sin uñas, que rápidamente sus manos adoptaron durante su primer invierno en Auschwitz, eran los de una dotada dactilógrafa, que solía transcribir a gran velocidad las lecciones del actor Louis Jouvet durante sus cátedras en el conservatorio del Ateneo en París. Delbo era su secretaria, aunque sería más justo decir, su asistente. Se habían conocido durante una entrevista que ella le había hecho para la revista Cahiers de la Jeunesse. Eran los años 30, los años de entre guerras, de las vanguardias surrealistas y dadaístas, de los grandes bulevares y la bohemia en los cafés parisinos. Charlotte, que era ajena a la escena artística y burguesa de la capital, viajaba a París desde la periferia, donde vivía con sus padres obreros metalúrgicos, para asistir a los cursos de marxismo y filosofía que Henri Lefebvre dictaba en la Université Populaire. Fue ahí donde conoció al dirigente comunista Georges Dudarch, con quien se casó en 1936.

Cuando los nazis entraron a París, en junio de 1940, Delbo, que se enorgullecía de ganarse la vida con su oficio, se encontraba de gira con Jouvet en Argentina. Mientras la compañía teatral siguió con su montaje de Molière en Buenos Aires, ella decidió regresar en barco y enrolarse en la Resistencia con su marido. Durante los meses de clandestinidad se dedicó a lo que sabía hacer mejor: mecanografiar día y noche fanzines antifascistas. Al poco andar fue arrestada junto a su marido, y tras un año encarcelados en las prisiones de La Santé y en el fuerte Romainville, Dudarch fue fusilado. Charlotte, quien le dedicó varios poemas desgarradores, fue enviada a Auschwitz. No alcanzó a llorar.

Su ambición literaria trascendía el testimonio y flirteaba pudorosamente con la auto-ficción. Es poco, de hecho, lo que sabemos de Delbo leyéndola. Como Annie Ernaux, ella prefiere desaparecer para dar lugar a una voz impersonal, colectiva, y reconstruir estampas de escenas donde el mal es el protagonista silencioso.

Ni víctima ni heroína de su suerte, una vez atrapada en ese inframundo de vivos y muertos que era el campo de exterminio de judíos, se sorprendió “dotada de facultades muy agudas para captarlo todo, hacer frente a todo”. Ninguna de las ensoñaciones de la literatura francesa que había leído (era gran lectora de Stendhal) se asemejaba a las escenas que presenciaba a diario: “espectros que hablan”, “maniquíes con uniformes de rayas”, “silencios y gritos que estriban las horas”. Sabía que a quienes le flaqueaban las rodillas, tosían escandalosamente o ardían de fiebre, se las encerraba en el bloque 25, último anillo del infierno y antesala de la cámara de gas. Con sus compañeras francesas ideó estrategias de encubrimiento, mutua protección y sororidad express. En la temida hora del recuento —“Caminar en la fila crea una especie de obsesión. Siempre miramos los pies que tenemos adelante”—, excavaba en su memoria literaria y recordaba poemas aprendidos en el colegio. Llegó a memorizar 57. Al final de la guerra, una vez trasladada al campo de prisioneros políticos de Ravensbrück, montó una obra de Molière, se fumó su primer cigarro y esbozó una primera idea sobre el porqué se había salvado de Auschwitz: “Nunca dejé de hablar con las demás, para permanecer humana era necesario no renunciar al lenguaje”.

Escribió Ninguno de nosotros volverá en 1946, internada en un sanatorio suizo. El libro, el primero de una trilogía llamada “Auschwitz y después” (seguido por Un conocimiento inútil y La medida de nuestros días), le debe el título a un verso de Apollinaire que se le vino a la mente una noche, parada en medio de una llanura nevada junto a un grupo de prisioneras, y que dice: “Seremos tan felices juntos. / El agua se cerrará sobre nosotros. / Pero llora y sus manos tiemblan. / Ninguno de nosotros volverá” (del poema “La casa de los muertos”). Ella y un millar de prisioneras habían sido sacadas de sus barracones en plena noche para ser llevadas a la intemperie. Nevaba. “Transportadas de otro mundo, de pronto nos vemos sometidas a la respiración de otra vida, a la muerte viva, en el hielo, en la luz, en el silencio”. Ordenadas en filas simétricas, sin haber dormido ni comido, Delbo pasará 12 horas abandonada en esa performance sin sentido, esperando que las guardias SS, “envueltas en capas, pasamontañas y botas de cuero”, y sus perros, “con abrigos de perro”, den la orden de silbato.

Estas memorias íntimas, que prefirió guardar en secreto hasta estar segura de su valor literario, fueron publicadas 20 años más tarde, en 1965, por la prestigiosa Les Éditions de Minuit. Al lado de Primo Levi y su clásico Si esto es un hombre, Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido, Imre Kertész y su novela Sin destino, el libro de Charlotte Delbo no parecía encajar en la Literatura del Holocausto (no era judía) ni en los relatos heroicos de la Resistencia (terminar deportado en Alemania era un pésimo final). A diferencia de otras autoras judías, Ruth Klüger y Seguir viviendo o Helga Weiss y El diario de Helga, que serían rescatadas de la amnesia años después, su ambición literaria trascendía el testimonio y flirteaba pudorosamente con la auto-ficción. Es poco, de hecho, lo que sabemos de Delbo leyéndola. Como Annie Ernaux, ella prefiere desaparecer para dar lugar a una voz impersonal, colectiva, y reconstruir estampas de escenas donde el mal es el protagonista silencioso. A veces, adopta la carcajada siniestra de una SS de apellido Drexeler burlándose de un grupo de jóvenes judías, que gritan de pánico en un camión que las lleva a la cámara de gas, o se funde en paisaje atmosféricos, casi góticos, como cuando Delbo, una mañana de primavera, ve una flor al otro lado de la alambrada. “Soñamos con el tulipán todo el día”. El cuerpo habla desde todos los rincones, desde las narices tapadas por la humareda de las chimeneas, desde la sed que mata y la falta de saliva que no deja hablar, desde los piojos que saltan en el escote, pero también desde lo banal; el deseo de que el pelo crezca de nuevo en la nuca, de cambiarse los calzones sucios que no se despegan de la carne, de tomar un baño en el riachuelo, de mirar a los hombres, al otro lado, y querer abrazarlos, consolarlos.

De una feminidad cruel y compasiva, el de Delbo es un viaje meditativo y transfigurado de una psiquis rota. Auschwitz, “ese conocimiento inútil”, no la hizo mejor persona; la arrojó al fondo de sí misma. “¿Cuándo llegará el día en que acabará esta solidaridad obligatoria del cerebro, de los nervios, de los huesos y de todos los órganos? ¿Cuándo llegará el día en que mi corazón y yo dejaremos de conocernos?”, escribe al final.

A su regreso a la realidad, Charlotte Delbo se encuentra con un nuevo horror: la indiferencia del mundo. Su madre, a cuyo recuerdo se aferraba en el campo como a una figura protectora, ha muerto. Su padre se casó con otra mujer; ya no hay una habitación para ella en la casa. El único abrazo que recibe una noche en el teatro es el de Jouvet. Delbo emigra a Suiza, donde encuentra un trabajo en Naciones Unidas y saca la voz para apoyar la independencia de Argelia. De vuelta a París, en 1959, se convierte en la asistente de Lefebvre, su antiguo profesor, ahora convertido en un célebre sociólogo. Nunca volvió a casarse ni tuvo hijos.

Antes de morir de cáncer a los 72 años, una tarde nevada en que daba un paseo con su sobrino tiene una ocurrencia: “¿Y si mejor vamos a ver los pingüinos de Bois de Vincennes?”. El sobrino se sorprende. Charlotte Delbo ríe y le confiesa que anda nostálgica, que el andar lento, torpe y en fila de los pingüinos sobre la nieve le recuerda cuando en las noches hacían el recuento de prisioneras en Auschwitz.

Relacionados

La otra hija

por María José Viera-Gallo

La otra orilla de Marta Carrasco

por María José Viera-Gallo