La otra hija

por María José Viera-Gallo I 18 Abril 2024

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Para un escritor, los hijos son una vergüenza, como si los personajes de su novela hubieran cobrado vida”.
W. H. Auden sobre la familia Mann

Fue su hija mayor, Erika, quien, entre juego y juego, le inventó el sobrenombre del Mago.

Además de ser un hábil cuentacuentos, su padre era un extraordinario escritor; publicó una obra maestra a los 25 años (Los Buddenbrook), escribía novelas con títulos enigmáticos (La montaña mágica) y a sus 44 años era el único alemán que había ganado el Premio Nobel de Literatura. Thomas Mann (1875- 1955) era Thomas Mann, porque entre otros dones tenía el poder de hacer desaparecer a quienes lo rodeaban, partiendo por su familia. Le sucedió a su hermano más cercano, Heinrich, con quien libró una larga competencia literaria. A su mujer, Katia Pringsheim, una judía aristocrática que abandonó su carrera científica para ser su asistente. A su hijo Klaus, editor y novelista que terminó suicidándose, no sin antes crear una serie de novelas (Mefisto, El volcán, Hijo de este tiempo) concebidas abiertamente en contra —y para— el padre.

Aunque se sabía “hija de”, Erika Mann (1905-1969) nunca necesitó “matar al padre” para ser ella misma. Era la mayor de los seis hermanos y, a diferencia de Klaus, no aspiraba a ser escritora sino actriz. Como todos los Mann, terminaría por escribir (publicó varios libros sobre el nazismo, crónicas de guerra y de viajes), pero jamás puso un pie en la ficción ni soñó con disputarle territorio al padre. Su primera obra fue reinventarse frente al espejo: a los 19 años se cortó el pelo a lo garçon, se vistió con traje y corbata y colocó un cigarro entre los dedos. Al verla bajar las escaleras travestida de hombre, Thomas Mann levantó una ceja y le dijo: ¡si fueras un chico serías muy guapo! En ese entonces, Erika Mann vivía en un barrio distinguido de Múnich, con dos autos estacionados en la puerta, un chofer, una villa de veraneo en Baviera, una educación en una escuela libre y una generosa mesada. Había crecido en una familia intelectualmente privilegiada, pero afectivamente limitada. Su madre entraba y salía de sanatorios y su padre era una presencia fantasmal en la casa. Cuando bajaba de su estudio a comer, ella y sus hermanos se pasaban papelitos por debajo de la mesa, donde conjuraban de qué hablarle. Erika y Klaus, que tenían un año de diferencia y se comportaban como una sola entidad (públicamente se hacían pasar por gemelos), sabían cómo llamar la atención del Mago: bastaba contarle alguna pesadilla, recitarle de memoria un poema de Goethe, travestirse de personajes bizarros e improvisar piezas de teatro que la pareja de hermanos escribía a cuatro manos, en su habitación. Él era femenino y melancólico; ella, masculina y extravertida.

Entre los Mann no existía eso del raro de la familia. El único deber que tenían niños y adultos era con el arte. La libertad individual, incluida la sexual, era un principio de la cultura germánica-liberal que defendían sin titubeos ante el auge de la moralina nacionalista. El mismo Thomas Mann era implícitamente homosexual (basta leer Muerte en Venecia o sus diarios) y cuando un día un periodista le preguntó qué pensaba de que sus hijos fueran gays, dijo una sola palabra: “Envidia”.

Así y todo, nunca fue fácil ser una Mann. Tanto Erika como Klaus se sofocaban en el Reino del Padre. Thomas Mann llevaba 12 años encerrado escribiendo La montaña mágica, cuando decidieron partir a Berlín. Eran los locos años 20 y los hermanos Mann se hicieron célebres en la escena cultural de manera muy rápida. Conscientes de sus personajes, parodiaron su relación simbiótica, montando una adaptación de Les enfants terribles, de su amigo Jean Cocteau. La prensa sensacionalista los acusó de incestuosos. Perdidos en noches de cabaret, de bohemia y de morfina, Klaus logró escribir su primera novela, La danza piadosa.

Erika estudió teatro con el célebre director Max Reinhardt y actuó en una de las primeras películas lesbianas de esos años, Mujeres en uniforme. Sin el resguardo identitario de un discurso de género, se convirtió en un ícono de la “Nueva Mujer” alemana: masculina, independiente y rupturista. Entre sus parejas figuran la escritora y fotógrafa de culto, Annemarie Schwarzenbach, y las actrices Pamela Wedekind y Therese Giehse, todas precursoras de la estética tomboy. De ellas, Erika era la menos glamorosa, la más intelectual. El mismo año en que Thomas Mann recibió el Nobel, 1929, ella publicó su primer libro junto a su hermano, la crónica de viajes Una vuelta al mundo.

Erika Mann (1905-1969) nunca necesitó ‘matar al padre’ para ser ella misma. Era la mayor de los seis hermanos y, a diferencia de Klaus, no aspiraba a ser escritora sino actriz. Como todos los Mann, terminaría por escribir (publicó varios libros sobre el nazismo, crónicas de guerra y de viajes), pero jamás puso un pie en la ficción ni soñó con disputarle territorio al padre. Su primera obra fue reinventarse frente al espejo: a los 19 años se cortó el pelo a lo garçon, se vistió con traje y corbata y colocó un cigarro entre los dedos. Al verla bajar las escaleras travestida de hombre, Thomas Mann levantó una ceja y le dijo: ¡si fueras un chico serías muy guapo!

Antes del ascenso definitivo del nacionalsocialismo, se permitió hacer un último viaje a Venecia junto a Annemarie Schwarzenbach. Hay una bella selfi de las dos abrazadas en un café. De regreso a Berlín, Erika se encontró con una ciudad trastocada. El fanatismo nacionalista intoxicaba el aire y las vanguardias se replegaban. Una noche, mientras leía un poema pacifista de Víctor Hugo en un encuentro de mujeres, fue interrumpida por la milicia nazi. La prensa, que estaba al tanto de cada paso que daban los hermanos Mann, la trató de “hiena”. Apoyada por su padre, Erika hizo una demanda por injurias y ganó el juicio. A partir de entonces, el partido nazi boicoteó su carrera teatral y calificó a la familia Mann de “parásitos”.

En 1933, Erika se despidió de un Berlín rendido a Hitler y regresó a Múnich. Si bien los días para los cabarets estaban contados, abrió su propio espacio literario-político, El Molinillo de Pimienta (el nombre fue invento del papá). De noche, a escondidas de la censura nazi, Erika ponía en escena sketches satíricos antifascistas que escribía en el día. “Todos seguíamos bebiendo y bailando para olvidar la realidad siniestra”, se lee en sus memorias, Principalmente yo. El refugio no duró mucho. Las luces de la ciudad se fueron apagando, las insignias de las arañas negras se replicaron, las listas de escritores enemigos de la nación se hicieron públicas: Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Hermann Hesse, Walter Benjamin, todos dejaron Alemania. Si bien el Mago no figuraba en la lista, Erika convenció a sus padres de irse a Suiza, y presionó a Thomas Mann, quien hasta entonces cuidaba su reputación con un calculado silencio, para que escribiera una declaración pública contra el régimen.

En el exilio, el gobierno le quitó la nacionalidad alemana a toda la familia Mann. El poeta inglés W. H. Auden, en un gesto de noble solidaridad, le ofreció a Erika casarse para que así obtuviera la ciudadanía británica. Hay una foto de ambos, recién casados; Erika disfrazada de mujer y Auden como un gentleman heterosexual. Gracias a su nuevo pasaporte logró embarcarse hacia Nueva York, el año 36.

Erika y Klaus volvieron a vivir juntos en el Hotel Bedford, de la calle 40 con Park Avenue. Su padre y Katia se encontraban becados al otro lado de Hudson River, en la Universidad de Princeton. A pesar de su apellido, de sus contactos, de sus privilegios económicos, la vida en América resultó más amarga de lo que los hermanos Mann pensaban. Los Literary Mann twins, como se los llamaba en broma, encontraron un mecenas, el editor Alfred Knopf, amigos (en los Bowles, en el mismo Auden, que dejó Londres) y un centro de tertulia (la casa de Carson McCullers, en Brooklyn Heights). Pero Erika no congeniaba con el espíritu light americano. Intentó sin éxito replicar su mítico cabaret literario y encerrada en su hotel en Manhattan escribió dos libros de crónicas: Escape to Life (Huida hacia la vida. La cultura alemana en el exilio) y Cuando las luces se apagan. Pero es otra publicación la que la volverá famosa en Estados Unidos: School of Barbarians (Escuela para bárbaros: educación bajo los nazis, 1938), un estudio de crítica cultural sobre la educación nacionalista en los colegios de Alemania. Vendió 40 mil copias en poco tiempo.

A principios de los años 40, Erika se alejó de la élite intelectual neoyorquina y de Klaus, quien editaba la prestigiosa revista literaria Decision y sucumbió a la droga. Volvió a Europa como corresponsal de guerra y en el frente aliado conoció a su último amor, la periodista Betty Cox. Con ella ya no hubo viajes en auto a toda velocidad ni champaña en hoteles de lujo. Su romance lo pasaron cubriendo los Juicios de Nuremberg.

Terminada la guerra, Erika Mann no encontró ninguna forma de volver a casa. Su antigua mansión en Múnich estaba bombardeada. Su hermano y Annemarie se habían suicidado. Instalados otra vez todos los Mann en Suiza, Erika le dedicó una biografía al padre, El último año de Thomas Mann (1958), editó sus ensayos y se convirtió en su última confidente literaria. Tras morir de un tumor cerebral, en 1969, le dejó parte de su herencia a su antiguo amigo y marido, W. H. Auden, quien le había dedicado su libro de poemas Look, Stranger! La nota que acompañaba el cheque decía una sola palabra: “Gracias”.

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