Jorge Müller y Carmen Bueno: desaparecer a pleno sol

“Carmen Bueno y Jorge Müller son jóvenes, bellos, hippies y se hacen notar. Ella es una chica moderna, morena, de ojos verdes, blue jeans americanos y andar seguro. Él mide 1,90, es pelirrojo, delgado y le dicen Flaco. Ella tiene 24 años. Él, 27. Ambos trabajan en cine. Él estudió en la Escuela de Cine de Viña de Aldo Francia. Ella, en la de la Universidad Católica de Santiago. A pesar de su reserva de juventud, ya tienen varios rodajes en el cuerpo”.

por María José Viera-Gallo I 21 Septiembre 2023

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Sus sombras avanzan por la avenida Los Leones, con ese aire distraído y espectral que tienen los enamorados condenados a muerte. Reina un silencio totalitario sobre Providencia; la ciudad ha perdido el habla, el pulso, el aire. Irreconocible ante cualquier reflejo, el país respira hace un año un Estado de Sitio.

Así y todo, la vida continúa. Los bellotos y quillayes recién florecidos no consuelan. La aparición de un Chevrolet Opala produce taquicardia. Estar vivo o viva, una mañana como la del 29 de noviembre de 1974, consiste en pasar inadvertido. Carmen Bueno y Jorge Müller son jóvenes, bellos, hippies y se hacen notar. Ella es una chica moderna, morena, de ojos verdes, blue jeans americanos y andar seguro. Él mide 1,90, es pelirrojo, delgado y le dicen Flaco. Ella tiene 24 años. Él, 27. Ambos trabajan en cine. Él estudió en la Escuela de Cine de Viña de Aldo Francia. Ella, en la de la Universidad Católica de Santiago. A pesar de su reserva de juventud, ya tienen varios rodajes en el cuerpo, entre largometrajes de ficciones, documentales y —en el caso de Carmen— comerciales de publicidad. Trabajan —en la guerra hay que salir a trabajar— para Chile Films y es allí a donde se dirigen cuando cruzan Eliodoro Yánez.

Rebeldes con una causa —militan en el MIR—, ambos provienen de familias de clase media. Carmen creció en el barrio República, en una casa católica donde se hablaba del Evangelio a la hora de la once. Tercera de cinco hermanos, fue al colegio Santa Teresa de Jesús y luego, al Liceo 1 de Niñas, conocido como el Instituto de Señoritas de Santiago. El padre de Jorge es un alemán-judío que arrancó del Holocausto en barco cuando tenía 14 años. La mamá, una folclorista del Biobío. Jorge, quien se crio en el paradero 11 de Gran Avenida, fue circuncidado al nacer y acompañó varias veces a su papá a la sinagoga. Nunca le gustó la religión ni el colegio (rotó por el Liceo Lastarria y el Kent School), y soportó la universidad dibujando en una croquera. En uno de sus cuadernos, se lee: “La capacidad artística del cine no la determina la buena fotografía”.

En el mundo del cine chileno, Jorge Müller Silva será reconocido por llevar la fotografía cinematográfica a un nivel superior. Siguiendo las huellas de Sergio Larraín, de Robert Frank y del cinéma-verité, la cámara es un instrumento expresionista que puede resignificar la realidad y transmitir sentidos inauditos. Intuitivo, rápido, preciso, sensible, los más destacados directores del nuevo cine chileno de los 70 —de Littin a Ruiz— se lo pelean como camarógrafo. Pero es una mujer, Angelina Vásquez, con quien filma Crónica del salitre (1971), la que lo hará conocido entre sus pares. Entre 1971 y 1973, Müller filmó tres películas de Raúl Ruiz: La expropiación, Palomilla Brava (docuficción de Palomita blanca, hasta hoy día perdida) y El realismo socialista. El sonidista Pepe de la Vega, quien trabajó codo a codo con Müller en estos filmes, así como en las olvidadas giras internacionales de Allende, lo recuerda así: “Jorge hablaba poco, pero hablaba bien. Se metía la cámara al hombro y no le decía a nadie lo que estaba captando”.

Durante los tres años de la Unidad Popular, Müller no parará de filmar la calle. Lo hace para Carlos Flores y su bello documental Descomedidos y chascones, aunque es La Batalla de Chile la obra que lo define como artista. Cuando el documental de Patricio Guzmán al fin se estrena el año 1996, muchos repararán en una foto del making off donde se ve a un joven delgado de nariz aguileña y camisa formal, que apunta su Eclair de 16 mm sobre Santiago. El autor de planos-secuencias tan célebres como el del hombre que avanza casi volando por la calle mientras empuja un carretón de verduras, había desaparecido en las imágenes que rodó y que nunca vio.

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Esa mañana del 29 de noviembre van hacia las oficinas de Chile Films temprano, a terminar la posproducción del documental sobre ‘La celebración del año santo chileno’, que les encargó la Conferencia Episcopal. (…) Al doblar por Bilbao, las sombras de la pareja se disuelven en movimientos bruscos, al ser atacadas por dos hombres de la Dina que salen de una camioneta blanca.

Si alguien los viera hoy caminando a pleno sol, por Los Leones, como lo hacen esa manaña del 29 de noviembre de 1974, podría pensar: una pareja de hípsters. Jorge vive cerca de Pocuro con Holanda. Carmen, en el Forestal. A diferencia de la izquierda tradicional, a ellos les gusta el jazz y el bossa nova, el cine de Fassbinder, fuman marihuana sin sentirse imperialistas, cuando no están haciendo registros sociales en las poblaciones, se arrancan a la casa en la playa de los Müller en el Quisco. Jorge prefiere tocar la guitarra que el charango; durante la UP tuvo dos bandas, Los Neumáticos Desinflados y Los Darks, que se presentaron en Sábado Gigante. “No sabíamos si éramos políticos o artistas”, recuerda Pepe de la Vega, quien también militaba en el MIR junto a otros cineastas (Carlos Flores, Pablo Perelman, Angelina Vásquez o el argentino Carlos Piaggio).

Desde que rige el toque de queda, las citas usuales ya no ocurren en el café Il Bosco. Algunos amigos, como Raúl Ruiz, Miguel Littin y Patricio Guzmán se han ido al exilio. Cuando Ruiz le ofrece asilo en París, Müller lo rechaza. Él y Carmen han decidido quedarse. Quieren seguir haciendo cine. Imaginar otro final. Ambos han tenido varios romances, pero el que están protagonizando parece el definitivo. Si el matrimonio no fuera una mana burguesa, se casarían. Carmen no espera nada “del mejor camarógrafo de Chile”, excepto tal vez, vivir secuencias de amor. Carmen o Carmencha, como le dicen sus hermanas, es un personaje femenino ruiziano; de una belleza natural y un carácter fuerte, “achorado”. Está en el peak de su carrera. Ha actuado en dos películas cuyo estreno el Golpe frustró. Una acabada, La tierra prometida de Miguel Littin (que nunca verá) y otra inconclusa, Esperando a Godot de Cristian Sánchez y Sergio Navarro (que la Cineteca estrenará este año). Actúa porque es carismática, pero donde vibra es detrás de la cámara. Ha sido asistente de producción de Guzmán y de Carlos Flores, y directora de fotografía de Cristián Sánchez (Cosita). Cuando en el verano del 74 la llaman para integrar el equipo de A la sombra del sol, lo hace como script o continuista. La película, filmada por encargo por la dupla Pablo Perelman y Silvio Caiozzi, fue idea de un excéntrico productor hijo de marino. A la sombra del sol quedará en el imaginario cinéfilo como una producción bizarra, un western neorrealista sobre dos ladrones que se refugian de la justicia en el Desierto de Atacama, filmada y estrenada en medio de la distopía de esos primeros años de represión.

La película también será el set en que Jorge y Carmen se enamoraron y la última vez que filmaron.

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La noche del 28 de noviembre de 1974, Carmen y Jorge fueron al demolido cine Las Condes, al estreno de A la sombra del sol. Estaban felices, orgullosos de su trabajo, al fin en una gran producción. A la salida, parados en una berma de la Avenida Apoquindo, Müller le confiesa a Pepe de la Vega que “anda con cola”, es decir que lo andan siguiendo. Tras la celebración, se quedan a dormir en la casa donde ocurre la fiesta.

Esa mañana del 29 de noviembre van hacia las oficinas de Chile Films temprano, a terminar la posproducción del documental sobre “La celebración del año santo chileno”, que les encargó la Conferencia Episcopal. No importa la resaca. Son trabajólicos, mateos. Al doblar por Bilbao, las sombras de la pareja se disuelven en movimientos bruscos, al ser atacadas por dos hombres de la Dina que salen de una camioneta blanca. Rápidamente, el auto se los lleva hacia José Arrieta 8401.

Una vez en Villa Grimaldi, a Jorge Müller lo encierran en la celda 11. A Carmen Bueno, en la 9. A ella la acusan de haberle regalado un perro al líder del MIR, Miguel Enríquez. A él, de haber filmado una torre de alta tensión que pretenden hacer explotar. Tras un mes de torturas, los trasladan a Cuatro Álamos. Los enamorados se vuelven a ver una mañana en la fila del baño. A un lado están las mujeres, al otro, los hombres. Entre medio, un grupo de oficiales. Carmen y Jorge se reconocen a la distancia y se hacen senas. Al ser sorprendidos, los alejan de los demás prisioneros para someterlos a nuevas torturas. Al cabo de unas horas, ambos han desaparecido. Su historia de amor deja una última pregunta: ¿Dónde están?

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