La refriega de los días

“¿No sería mejor desentenderse de lo humano?”, se pregunta el poeta venezolano Igor Barreto en su última antología, Paisaje muerto. Como siempre, acá se observa su voluntad de innovar en las formas y de escribir sobre gallos no para elaborar una alegoría del mundo y de los humanos, sino simplemente para auscultar el misterio trascendente de eso que llamamos animales.

por Vicente Undurraga I 20 Agosto 2025

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Hay poetas que, mucho más que observar, se adentran en sus materias. Se quedan en ellas, las exploran, les dan vueltas, las toman de un lado y del otro, las aprenden y las aman, de tal forma que llegado un punto pasan a ser en cierto modo como ellas: entregados a su objeto, en las felices antípodas del observador científico y su cacareada distancia. Digo cacareada a propósito del poeta venezolano Igor Barreto (1952) y su maravillosa obstinación con los gallos, como antes la tuviera con los caballos o las altas montañas.

Caballos y gallos son asuntos que le permiten pensar, no tanto al mundo y al hombre al modo de metáforas y productivas analogías, sino porque le importa eso: los gallos y caballos, sus historias, comportamientos y relaciones. Es decir, cuando Barreto habla de gallos y galleras, habla de gallos y galleras: “Nadie en el reino animal preserva su ánimo tan firme en la adversidad como el gallo. Los he visto cantar y cantar, muy heridos, al final de los combates”.

Barreto viene publicando hace 40 años una poesía sorprendente, en la que podría señalarse cierta cercanía con la del peruano Antonio Cisneros, por lo que tiene de poeta-cronista, por su ojo puesto en lo animal y por lo de cantor contrariado e irónico, diestro renovador de las formas. Su obra poética fue reunida en 2014 en el libro El campo / El ascensor (Editorial Pre-Textos). El título proviene de una imagen del poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade que Barreto cita con frecuencia, porque da buena cuenta del péndulo del hombre contemporáneo, del cual también ha sabido hablar (no solo es un poeta zoólogo): “Cuando estoy en el ascensor pienso en el campo, / cuando estoy en el campo pienso en el ascensor”. En ese volumen, en libros como Carreteras nocturnas, El duelo o Annapurna, se crea un espacio amplio, lleno de ángulos impensados para decir las cosas, donde puede ocurrir literalmente de todo. Por ejemplo, que un poema aguce la mirada para ver aflorar un arrobado amor en un set de grabación triple equis.

Tras eso, Barreto publicó, en 2017, El muro de Mandelshtam y, entre otros libros, en 2020 La sombra de apostador. El gallo combatiente y su ritual analfabeto. Y ahora, en Chile, el narrador y ensayista colombiano Juan Cárdenas ha reunido estos dos últimos libros, intercalándoles uno del 2006, El llano ciego. El resultado, titulado Paisaje muerto. Una antología, permite entrar al centro del carnaval que esta poesía supone, a la fiesta en uno de sus mejores momentos.

En El muro de Mandelshtam, Barreto convoca al poeta ruso Osip Mandelshtam para pasear con él por un barrio venezolano de extrema pobreza llamado Ojo de Agua, donde entre basurales, miserias y destellos se abren poemas de todo tipo, incluidos epitafios en primera persona, a lo Spoon River, unas prosas en “recuerdo de una experiencia en prisión”, borracheras dialogadas, “vestigios de un canto homérico” y, entre varios notables, un poema perfecto. El poeta y crítico Guillermo Sucre, también venezolano, publicó hace medio siglo un ensayo señero llamado Borges, el poeta. En el inicio, pensando en qué consiste la grandeza en la literatura, citaba estas palabras de Gottfried Benn: “Aun entre los grandes poetas de nuestro tiempo, ninguno ha dejado más de seis u ocho poemas perfectos. El resto puede ser interesante para la biografía y la evolución del autor, pero pocos se bastan a sí mismos, pocos producen su propia claridad, pocos poseen una larga fascinación”. Al hilo de eso, es posible sostener que en El muro de Mandelshtam Barreto ha dejado un poema perfecto, proveedor de su propia claridad: “La caja y la pregunta sobre la pobreza”, que concilia conmovedoramente lo mundano y lo misterioso, para dejarnos tan perdidos como siempre, pero menos solos: “En una vereda del ghetto de Ojo de Agua / apareció una caja de madera: / seis tapas herméticamente calzadas / (…) / Un alguien dijo que en su interior estaba la definición de la pobreza: / la sensación pastosa de los días, / la sombra que trepa con su hábito apocando las casas”.

Barreto ha dejado un poema perfecto, proveedor de su propia claridad: ‘La caja y la pregunta sobre la pobreza’, que concilia conmovedoramente lo mundano y lo misterioso, para dejarnos tan perdidos como siempre, pero menos solos: ‘En una vereda del ghetto de Ojo de Agua / apareció una caja de madera: / seis tapas herméticamente calzadas / (…) / Un alguien dijo que en su interior estaba la definición de la pobreza: / la sensación pastosa de los días, / la sombra que trepa con su hábito apocando las casas’.

Por algo Sergio Chejfec celebró “la singular arquitectura de esta obra y la certera temperatura de su canto”. Singularidad y lucidez que en El llano ciego Barreto vuelve acerada conciencia al intercalar a los poemas unas breves prosas ensayísticas que contienen algunas claves literarias. Por ejemplo, una donde piensa su poética echando mano al mismo Benn, pero de manera más ambivalente que Sucre, pues al tiempo que hace propia su “poesía sin piedad, despojada y libre”, dice no tolerar “su desapego y vaciamiento de alma”. En esa encrucijada, en el estrecho espacio entre ambas posiciones se mueve, temeraria, esta lírica brava.

Juan Cárdenas dice en el prólogo que en Barreto no hay “ninguna concesión a la mercancía sentimental o al paisajismo”; efectivamente, es una poesía no de la nostalgia, sino del arrojo: “El poeta ha decidido saltar al interior de su propio laberinto, a sus arquitecturas imposibles, abiertas y cerradas a la vez”.

Paisaje muerto incluye un tercer libro donde los gallos, que ya han revoloteado por las páginas anteriores, se toman por completo las restantes. Es un viaje inaudito por el mundo gallero, que empieza con un largo descenso a los infiernos en busca de un gallo blanco que se le ha muerto al poeta. Dantesco, el poema muestra un periplo en el cual las tinieblas son contrarrestadas por la luz esporádica que arroja un enorme reloj de catedral que va rodando veloz caverna abajo. Al final de este poema-prodigio, que expone “los remotos trancos de un viaje al inframundo”, la voz se la toma nada menos que la Virgen María para soltar unas palabras liberadoras y otras enigmáticas que llenan al poeta, y al poema, y por añadidura al lector, de futuro y también de desconcierto.

Los versos iniciales de “Elogio del destello”, incluido en la segunda parte de La sombra del apostador, dan una idea de cómo es esta una escritura que va a la caza de instantes y minucias donde “la refriega de los días” deja su impronta, una imagen duradera que el poeta debe aprender a captar:

La emoción
que origina el poema

ocurre en ese destello
de la refriega de los días

y apenas
permanece el tiempo

que toma una cerilla
en encenderse

iluminando
el rostro

como la geografía
más lozana

(…)

Antes y después encontramos todo tipo de escenas gallináceas: peleas, entrenamientos, robos de gallos, pinturas comentadas, murmuraciones, en poemas de distintas formas y tonos que no desdeñan el humor —notorio en “Dasein (llanto de un estudiante de filosofía)”— y que, en conjunto, permiten un recio acercamiento a una cultura ancestral que nos inquieta e interroga: “¿No sería mejor desentenderse de lo humano?”.

 


Paisaje muerto. Una antología, Igor Barreto, Fondo de Cultura Económica, 2025, 320 páginas, $13.900.

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