Últimas funciones

Nadie corre en la actualidad a ver una película europea antes de que se agoten las entradas. Asfixiado por los subsidios y desgastado por formulas repetidas, el cine del Viejo Mundo dejó de ser masivo, al menos en el resto del mundo. Pero que nadie se adelante a los responsos del caso, porque en la periferia de las potentes cinematografías de antaño todavía queda vida.

por Héctor Soto I 14 Octubre 2025

Compartir:

Me cuesta hablar de cine europeo, porque no quiero convertir este artículo en un lamento nostálgico. El cine europeo fue el horizonte que alumbró mis años de formación cinéfila. Me maravillé con la nouvelle vague; quedé atrapado por años en el tríptico de Fellini, Antonioni y Visconti; creí hacerme adulto, en circunstancias de que no era otra cosa que un viejo chico, con Bergman; me encandilé con la indignación que trasuntaba el free cinema británico y me conquistó hasta el alma la comedia popular italiana, con directores como Dino Risi y rostros como los de Alberto Sordi y Vittorio Gassman.

Hoy me pregunto: ¿Era oro todo lo que brillaba? Hoy sabemos que no. Sabemos que no todo envejeció bien. ¿Pero no será mucho pedir exigirle al cine que, además de convocatoria como entretención y además de emplazamiento moral e intelectual, deba tener también maestría y eternidad? ¿No será que una buena película es solo la que se sostiene en su momento y que todo lo demás es añadidura? No lo sé. Lo que tengo como respuesta a estas preguntas son nuevas interrogantes.

Después de los gloriosos años 60 vino otra generación de autores que no solo mantuvo el fuego, sino que además ayudó a encenderlo donde no lo había. Herzog en Alemania, Haneke en Austria, Mike Leigh y Ken Loach en Inglaterra, Víctor Erice en España… Tras esa generación de octogenarios se descolgarían luego nombres ilustres, como los franceses Olivier Assayas, Philippe Garrel o Jacques Audiard; como Pedro Almodóvar, Nanni Moretti, los belgas Jean Pierre y Luc Dardenne, el finlandés Aki Kaurismaki o el polaco Pawel Pawlikowski. Son septuagenarios o van camino de serlo. El tiempo pasa para todos.

Como la posta iría pasando gradualmente a figuras que ya no tienen la misma densidad (Paolo Sorrentino, Christian Petzold, Francois Ozon), en algún momento se hizo evidente que el fuego fílmico europeo era un tanto declinante. O que se estaba convirtiendo en fuegos de artificio, no obstante que trabajos como los de Emmanuel Mouret en Francia o de Rodrigo Sorogoyen en España obligan a relativizar un poco esa percepción. En Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (2020), Mouret hace oír ecos de Rohmer, y en Las bestias (2021) Sorogoyen invoca resueltamente la tradición del cine español de la crueldad.

Quedamos entonces casi en las mismas. Es difícil, además de malo, generalizar. La historia del cine europeo de las últimas tres o cuatro décadas no es monolítica. Tampoco es unidimensional. Tiene centros y tiene periferias. Tiene avances y regresiones. Tiene establishment y tiene subterráneos. Tiene regularidades y excepciones. Tiene, además, bichos raros, muchos de los cuales difícilmente encajan en las constantes o en los modelos. Siempre los tuvo, por lo demás. Buñuel, por ejemplo, siempre fue una excepción. Desde luego no es el único. También lo fueron Robert Bresson o Jacques Tati (Francia), Bella Tar (Hungría) o Manoel de Oliveira (Portugal).

Está bien, pero ¿qué de nuevo y de potente hay allá y ahora? ¿Hay alguien, fuera de Tilda Swinton, claro, que todavía ponga las manos al fuego por Almodóvar, luego del fiasco que es La habitación de al lado? Después de las simplonas categorías de En busca de Emilia Pérez, ¿seguiremos esperando con la misma confianza que le teníamos la próxima película de Jacques Audiard? ¿Quedará alguien que crea que un realizador como Lars von Trier tiene todavía mucho que entregar? Más de alguno podría pensar que estas preguntas son malintencionadas. Sin embargo, no lo son. Al contrario, se inscriben en un contexto donde el cine europeo pierde aire, relevancia, mercados, convocatoria, originalidad y capacidad para sorprender. El cine europeo parece, lamentablemente, el espejo de la propia Europa.

No digamos que Hollywood ande mucho mejor. Aunque industrialmente se defiende, su regresión al infantilismo y pérdida de densidad es alarmante.

El problema europeo quizás deba situarse en un contexto mayor, sobre todo ahora que el Viejo Mundo ha quedado más a la intemperie tras el repliegue de Washington sobre sus propios intereses. La duda es si podrá sortear por sí solo los fantasmas del autoritarismo y la desigualdad. El golpe de Trump a la alianza atlántica puede ser duro de resistir, pero es también una oportunidad para que Europa retome la confianza en su identidad y futuro. Basta de ensayos y pasos en falso. Y la cultura, desde luego, no puede ser ajena a este proceso.

El fenómeno no deja de ser paradójico. Si hay país que está en problemas serios, desde el prisma político y económico, es Rumania. Ha perdido alrededor de un quinto de la población. Lo único que quieren muchos jóvenes es irse a Italia, a Alemania, a España. Es un país que se está despoblando. Bordearon los 22 millones en un momento y ya van en los 18. Es una sociedad especialmente golpeada por el contexto económico internacional.

Donde menos se esperaba

Revisando una por una las cinematografías, hay cierto consenso en que el país que se erigió en una potencia fílmica incontestable fue Rumania. Lo viene siendo desde hace años. El 2005, La muerte del señor Lazarescu, de Cristi Puiu, fue un hito fundacional en términos de rigor, observación, crudeza. Obviamente que fue un triunfo del naturalismo y la desdramatización. Pero también de la ironía, la distancia, la misericordia, el humor y —llevando las cosas más lejos— la mirada antropológica. La cinta es la triste historia de un señor al cual le sobreviene un infarto cardíaco una noche horrible en Bucarest y comienza a ser tramitado una, otra y otra vez, por distintos hospitales y clínicas de urgencia, hasta terminar muerto sobre una mesa de metal en el pasillo de uno de esos establecimientos. La atención nunca llegó. Fabulosa. Son varias las cintas rumanas, unas más espléndidas que otras, pero todas de indudable interés, que respiran esta moral. En conjunto, dan cuenta de una vitalidad que no se observa con la misma intensidad e inspiración en ninguna otra parte del mapa europeo.

El fenómeno no deja de ser paradójico. Si hay país que está en problemas serios, desde el prisma político y económico, es Rumania. Ha perdido alrededor de un quinto de la población. Lo único que quieren muchos jóvenes es irse a Italia, a Alemania, a España. Es un país que se está despoblando. Bordearon los 22 millones en un momento y ya van en los 18. Es una sociedad especialmente golpeada por el contexto económico internacional. También en el plano político el escenario es incierto. La ultraderecha allá es prorrusa y llegó a ganar la elección presidencial el año pasado, que después fue anulada. El actual gobierno, en todo caso, es de coalición, más bien socialdemócrata y proeuropeo.

Así y todo, a pesar de esa fragilidad, de Rumania han salido títulos notables, como 12.08 el este Bucarest (2006), una sátira política sobre la historia y la memoria, dirigida por Corneliu Porumboiu, acerca del momento de la caída de Nicolae Ceausescu y lo que ha sido la experiencia poscomunista; 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu, que plantea una reflexión sobre el aborto en los años en que la dictadura lo tenía prohibido, o Policía, adjetivo (2009) del mismo Porumboiu, reflexión bajo la sombra de lo que fue la siniestra dictadura sobre la ética y el derecho desde el prisma de la conducta y la conciencia de un policía.

Hay otra película, un documental, que nunca he podido ver, del 2016, Chuck Norris vs. el comunismo, de Ilinca Calugareanu. Dicen que no es gran cosa, pero habla de los tiempos de Ceausescu, cuando el cine occidental estaba prohibido, pero circulaba en copias piratas. Lo notable, lo increíble, lo portentoso, es que todas las voces, la de Brando o Pacino, la de Juliette Binoche o Sandra Bullock, eran dobladas por una señora de garganta con varios registros. ¿Alguien podría haber imaginado locura igual?

Aunque los premios a estas alturas no signifiquen mucho, después de que leseras como La teta asustada (2009) ganó Berlín o como Titane (2021) se haya coronado en Cannes (¡qué vergüenza!), las más destacadas cintas del cine rumano han logrado importantes reconocimientos internacionales. Es más, hace cuatro años el Oso de Oro de Berlín se lo llevó Radu Jude con su largometraje Sexo desafortunado o porno loco, que no he podido ver, así que me concentraré en No esperes demasiado del fin de mundo (2023). Filmada en blanco y negro, es rara, sobregirada, demencial, prosaica, vulgar incluso, pero también lírica y sobrecogedora. Es extraordinaria. Trata de una chica que, como asistente de producción de comerciales y películas, corre todo el día de un lado a otro por una Bucarest caótica y llena de tacos. Anda a palos con el águila. Entre la familia y el trabajo, la pobre no tiene tiempo para nada. Tiene un novio con el que solo coincide para sexo fugaz y en el auto. Todo el día anda diciendo medias verdades (para que funcione su trabajo) y que tiene un personaje en una red social que es un hombre que se jacta de ser procaz, misógino, en extremo grosero, y que mientras más sube la apuesta, más seguidores tiene. Es un retrato portentoso de la Rumania de hoy y de ayer, porque la cinta incluye fragmentos (en colores) de una antigua película de los tiempos de la dictadura, cuyos protagonistas —ahora en la realidad, 30 o 40 años después— comentan las experiencias que tuvieron cuando la filmaron. No es solo que la protagonista se vaya sobregirando hasta más allá de sus límites. La gracia es que esta es una película que, en su estructura, en su estética y en su derrumbe intelectual, también va enloqueciendo, hasta llegar a la disociación. Digamos las cosas como son: No esperes demasiado del fin de mundo está dentro de lo mejor y más vibrante que el cine europeo ha entregado los últimos años.

Rude, todavía no llega a los 50, es un tipo de enorme creatividad. Mubi también ofrece cortometrajes suyos. Shadow of a Cloud (2013) es un cuento de 30 minutos sobre un cura (ortodoxo) convocado a asistir sacramentalmente a una moribunda. Él entiende que es para darle la extremaunción. La familia no quiere eso, sino oraciones para que se sane. Y el problema es que la señora muere. Bastante menos densidad dramática tiene el corto The Potemkinists (2022), que en 18 minutos sube al columpio a Eisenstein y El acorazado Potemkin (1925), el santo grial del cine soviético y quintaesencia desde el día de su estreno del cine político y de inspiración revolucionaria. La cinta glorificaba la sublevación de la Marina el año 1905 a bordo de un acorazado de la armada del zar. El problema es que los marineros que se rebelaron recibieron asilo político en Rumania y no digamos que la revolución soviética que estalló 12 años después se portó muy bien con ellos. Es un corto irreverente y divertido, porque hay un escultor que quiere inmortalizar a los marineros perdedores.

Otro cuento fílmico suyo, La tapa de la lámpara (2007), está protagonizado por un padre y un niño de unos ocho años que, en una localidad rural y un domingo de lluvia, llevan el televisor a reparar al pueblo más cercano. Tienen que caminar mucho. Cargarlo, hacer dedo, esperar buses, llevar en andas la pesada antigualla en blanco y negro. El niño la necesita reparada antes de las seis de la tarde para ver la película de Bruce Lee. Preciosa y emotiva.

Filmada en blanco y negro, es rara, sobregirada, demencial, prosaica, vulgar incluso, pero también lírica y sobrecogedora. Es extraordinaria. (…) La gracia es que esta es una película que, en su estructura, en su estética y en su derrumbe intelectual, también va enloqueciendo, hasta llegar a la disociación. Digamos las cosas como son: No esperes demasiado del fin de mundo está dentro de lo mejor y más vibrante que el cine europeo ha entregado los últimos años.

Dos fenómenos

Si bien las principales cinematografías europeas no están en su mejor momento, con amenazas serias en el plano industrial, eso no significa que en los márgenes no haya gente trabajando con mucha identidad, inspiración y rigor. Siempre hay excepciones y realizadores que se desmarcan por completo. El dato desalentador es que la obra de estos artistas singulares y desafiantes rara vez llega a la cartelera local. Puede que arrasen en festivales. Puede que tengan altísimo rating en circuitos especializados. Puede que generen en torno suyo verdaderos cultos. Nada de eso cambia, sin embargo, el hecho de seguir siendo perfectos desconocidos para el gran público. No es que tengan vocación de minoría. Tienen vocación de catacumbas.

Es el caso del portugués Miguel Gomes, o el de su compatriota, ya más radicalizado, Pedro Costa, ninguna de cuyas películas ha llegado a Chile. Costa se mueve en los espacios del video crudo y documental y, tal como la obra del alemán Harun Farocki, ya fallecido, apunta a contenidos políticos que hacen furor entre el activismo multicultural, poscolonialista, anticapitalista, antiestablishment.

Bastante más ecuménico es el cine de Gomes, que tiene un lado muy seductor, sobre todo por su refinamiento estético. Tras la retirada de Wong Kar-wai, Gomes bien podría ser el último romántico del cine contemporáneo. Es fácil comprobarlo viendo Grand Tour (2024). Es una extraña historia de amor desencontrado y una película excepcional en términos de belleza, libertad, inspiración, estilizaciones, lirismo e hibridajes culturales. De alguna manera, todas las películas de Gomes —Aquel querido mes de agosto (2008), Tabú (2012) y la trilogía de Las mil y una noches (2015)— comparten estos rasgos.

Otro caso, muy aparte, es el de Albert Serra. Se pueden tomar en serio o en broma sus reclamos de genialidad: dice que la historia del cine pasará por él antes que por ningún otro cineasta de esta época. Es un provocador y la humildad no es lo suyo. Tiene 49 años, es catalán y se formó estudiando no cine, sino filología hispánica. Ningunea a Scorsese y a Kubrick. Salva, sin embargo, a Tarantino y rescata lo que hizo Fassbinder. Abjuró del 35 mm y revindica el digital. Habiendo filmado unas 12 películas, abiertamente experimentales la mayoría, llamó mucho la atención por La muerte de Luis XIV (2016) no solo porque la protagonizó Jean-Pierre Léaud. Originalmente, la cinta era un proyecto más cercano a una instalación de arte en el Pompidou que una película. Al final esa instalación nunca cuajó y lo que quedó es el registro interminable de los días finales del monarca agónico, rodeado de asistentes, aristócratas, sirvientes, médicos, curas y enfrentado a lo único que nunca entró en sus cálculos: que en algún momento se iba a morir. Serra se quedó tan pegado en esta idea y este imaginario, que dos años más tarde volvió a filmar otra película sobre lo mismo, El rey sol, ahora sí ambientada en un museo. La conexión con Francia reapareció en Liberté, que tiene lugar en las noches de la Revolución, cuando se juntan aristócratas que tienen un pie puesto en la Ilustración y el otro en la depravación. Dicho así, parece que fuera una película muy desafiante. La verdad es que no lo es. Es aburrida, porque nunca sale de los planos generales. Sus imágenes, por lo demás, son extremadamente oscuras al interior de carrozas o en un bosque al borde del camino. Después Serra saltó en términos de espacio y de tiempo al Tahití de la actualidad, para desplegar en Pacifiction, una hermosa, pesada, lenta e inquietante fantasía asociada a las amenazas nucleares en la misma zona donde Francia comenzó los ensayos que la convertirían en potencia atómica.

Pero todo esto quedó chico tras Tarde de soledad (2024), quizá la película más dura, más cruel, más insoportable, aunque también más adictiva que se haya visto en las pantallas en mucho tiempo. Tarde de soledad es un asedio a la tauromaquia y registra un número indeterminado de corridas del peruano Andrés Roca Rey, un señorito limeño que con toda razón no quedó demasiado conforme con su participación. El joven proviene de una familia más bien aristócrata y de larga tradición taurina. La cinta es un documental sobre los ritos, la sangre, los desafíos, la violencia y las ferocidades que conlleva toda corrida. Hay españoles que dicen que es un homenaje a esta tradición bárbara. Hay quienes la vemos como una mirada ferozmente descarnada, terminal y lapidaria al más mistificado, sombrío, entrañable, machista y enfermo fenómeno cultural que España ha aportado, como diversión y como metáfora de su identidad, a Occidente. Tal como hay momentos en esta cinta que difícilmente se pueden aguantar, hay otros (como el rito en que al torero lo visten, como los retornos al hotel de Roca Rey con sus ayudantes y compinches, como la devoción a la Virgen y sus sucesivas salidas de Roca Rey al encuentro con la muerte) que quedarán grabados por mucho tiempo en la conciencia del público. La cinta ganó San Sebastián, ha sido un acontecimiento en Europa y en algún momento debiera llegar a Chile. Curiosamente se mostró una sola vez en noviembre del año pasado en la Cinemateca Nacional, en el contexto del Fidocs.

Perversa en el sentido de no apelar a ningún eufemismo, de no descalificar a nadie, pero también libre de la sospecha de estar protegiéndole las espaldas a alguien o a algún sector, Tardes de soledad, para escándalo de la conciencia animalista de esta época, suscribe en principio todos y cada uno de los dogmas que configuran el mundo de los toros. Suscribe sus lealtades y plenitudes; suscribe sus riesgos y proezas. Pero, en esa misma medida, las desnuda y desmitifica, las presenta como castigo de la carne y celebración de la muerte; las rescata en su violencia y crueldad; finalmente, las empuja al terreno de la abyección.

Serra dijo alguna vez que la gente en el futuro iba a pagar para ir a pasarlo mal a los cines. La observación es terrible y da que pensar. Si así fuera, Tardes de soledad es la película de un precursor. El tema merece más reflexión. También otro artículo. Y, desde luego, otro redactor.

 

Imagen de portada: Captura de No esperes demasiado del fin del mundo (2023), de Radu Jude.

Relacionados

La ley de la frontera

por Pablo Riquelme

¿Qué pasó en Vietnam?

por Pablo Riquelme