por Aïcha Liviana Messina I 23 Noviembre 2023
Quemar y prender fuego pueden referir a acciones completamente distintas, aunque inseparables.
Prendo fuego, en la noche, para ver un rostro, o para generar calor. Mi acción habla del fuego como de un intermediario. El fuego puede abrirme a un otro. Lo veo, quedo un instante en silencio. Le pregunto que hace aquí. Le propongo hacer el aquí, conmigo. Y entonces, entre los dos, decidimos en qué lugar este fuego que he prendido nos servirá de iluminación, de qué modo lo podemos usar para que nos caliente. Decidiremos un lugar —o un espacio— donde el fuego quedará contenido.
Prendo el fuego y surge un mundo, abierto para ser construido. El fuego sirve de intermediario y de momento originario. No habría otro si no divisara un rostro en la noche. No habría mundo si con este otro no buscara un lugar contenido para el fuego. El mundo no es consecuente de la apropiación de un territorio. Hay mundo cuando veo más allá de mí, cuando veo a otro aparecer, cuando juntos tenemos la idea de crear calor y quedarnos un rato.
Es cierto, apenas prendo fuego quemo algo. Quemo el fósforo, la leña, las hojas del diario. La creación de energía implica un consumo. Supongo que pasa lo mismo con el sol (lo ignoro, en realidad, lo dejo como pregunta).
Hay otro uso del fuego, uno que es exclusivamente para quemar. En tal caso, no está quemando algo porque necesito hacer fuego; necesito el fuego para quemar algo. Quemar territorios: volverlos infértiles. En algunos incendios se destruyen cultivos, labor humana, tiempo, arraigo, la fertilidad de la tierra, por ende, la posibilidad de un recomienzo. Quemar libros: aniquilar el pensamiento; instalar la autoridad absoluta, una que no requiere palabras, contradicción, forma de experimentar los límites, nuestros límites.
El uso político del fuego no suele iluminar ni crear calor. Con un incendio, brilla la verdad del “hombre nuevo”, el “hombre del comienzo”. Se instituye sin demostración, solamente mediante la acción, la reducción a nada, a ceniza, de todo lo que lo antecedió, de todo lo que lo podría contradecir. Imagino así el incendio del Reichstag. Lo que pretendió iniciar este incendio, la “raza pura”, no tendría relación con el pasado, con la historia, con el hecho de que provenimos de algo otro, algo anterior. El “hombre nuevo”, nuevo porque es puro de todo pasado y de toda alteridad, no necesita iluminar un rostro en la noche y construir así un mundo, una temporalidad futura: es (pretende ser) él mismo la luz, una luz cuyo brillo y poder requiere las cenizas de todo lo que la antecedió. Quemar para brillar: el ser humano vuelto sol en la Tierra.
Quemar como acción política: destruir la raíz de algo, buscar la aniquilación. Se usa el fuego para quemar edificios, lugares de poder, tierra, libros, pero también objetos de pertenencias. Se busca así quemar lo que nos constituye, el modo en que estos objetos eran parte de nuestras historias, nuestros relatos, nuestras esperanzas.
Recuerdo cuando en un incendio (no sé si fue intencional o no) en un sitio de migrantes en el sur de Italia, se quemaron hasta sus fotos: lo único que poseían de su lugar de proveniencia y que constituía un lazo afectivo: la parte humana, esperanzada, de cada uno de ellos y ellas.
Se prende el fuego y se podría quemar el tiempo, el aspecto fértil del tiempo: el recuerdo, la paciencia, la esperanza (lo que nos hace humanos).
Quemar vivo a alguien es una táctica de guerra que no busca —exclusivamente— la desaparición de la persona, ni siquiera solamente la desaparición de la identidad, de sus rastros, de su cuerpo, como ocurre cuando se quieren borrar las pruebas de una matanza. Quemar a alguien es convertir el hecho de vivir en la brutalidad de la desaparición, del estar desapareciendo. Se busca quemar el verbo vivir, la inmensidad que despliega: el acto de hacerse cargo de la vida propia y de la de otros seres.
El fuego es, entre otros, la herramienta o el elemento del Apocalipsis (el día del juicio, del juicio último). ¿Significa esto que ver la luz es ver nuestra propia desaparición?
No seríamos nunca, entonces, los héroes de ningún comienzo.