por Aïcha Liviana Messina I 23 Enero 2024
Cuando niña tuve la suerte de pasar todos los meses de julio, en verano, con mis abuelos, en un balneario de Italia, frente al mar. Era parecida a una aldea: había condominios, casas, pero también zarzas, algo que aún no estaba definido, y una pista de aterrizaje de aviones de la armada. Recuerdo que despertaba temprano, antes que mis abuelos, para ver el mar desde la ventana del baño. Cuando el mar estaba quieto y reflejaba además la luz del sol, se lo veía brillar y de ese brillo emanaba silencio, algo que me iba a acompañar todo el día. Sentía entonces que el día era mío, que iba a hundirme en el mar por largas horas, tal vez más lejos y por más tiempo que lo permitido.
Aquellos días de sol radiante iba a la playa con mi abuelo. Él se sentaba en una silla pequeña, de madera, adornada con un tejido colorado. Se ponía en el borde izquierdo de la playa. Yo nadaba lejos o jugaba con los compañeros del condominio. Muchas veces me pasaba a otras playas con ellos, a las privadas, las que significaban un cambio social —sus dueños gozaban del derecho a no ser invadidos por niños molestosos, paletas y pelotas, o vendedores ambulantes. Recuerdo que mi abuelo estaba ahí, sentado en esa silla colorada, que pasarme a otras playas era un desafío, un cambio de mundo, una posible discusión con él. Recuerdo que me pasaba a otra playa justamente porque él estaba sentado, mirando el mar, el horizonte, tal vez su horizonte, el mar de su infancia, su inmensidad. Recuerdo que su silencio me protegía, que su mirar el mar de una forma tan constante me ponía limites —para que yo los pasara, pero bajo su supervisión. Ahora sé que así se generaba un secreto, entre él y yo: abuelo, me voy a otras playas, tú no sabes lo que hay ahí, no hay nada de hecho, sillas y quitasoles monocromos, veraneantes sin ocupación, sin alteración, pero tú sabes que mi mundo se extiende, que retornaré a la silla y a la ventana del baño: son los lugares desde donde fijar lo inmenso.
Otros días mi abuelo se iba a trabajar. Creo que lo hacía en una fábrica de acero, cerca de Roma. Con mi abuela lo esperábamos en el balcón. Nos poníamos de cara al horizonte, esperábamos ver pasar su auto amarillo en la carretera que se podía vislumbrar lejos, muy lejos. Por este lado del balcón se veía la pista de aterrizaje de los aviones. Nunca supe qué utilidad tenía ese minúsculo aeropuerto. El ruido de los aviones aterrizando podía ser desgarrador. De noche yo salía con mis amigas del condominio. Nos reuníamos en las escaleras que estaban en el patio, al centro de los cuatro edificios a los que pertenecíamos. Estas escaleras eran como el corazón neurálgico de un reinado, pero con varias reinas y varias pandillas que formaban una amplia corte hablando constantemente de lo que pasaba en los edificios, sus reglas no respetadas, sus nuevos habitantes.
La noche, en las escaleras del patio, se juntaba la población de todo el condominio: niños y niñas de distintas generaciones, a veces guaguas acompañadas de sus padres o abuelas y abuelos, o adolescentes apartadas, producidas, chicas que se sabían dueñas de sus movimientos, sus noches, probablemente no de sus deseos. Los de mi edad podíamos quedarnos en las escaleras hasta la medianoche. Las escaleras eran tal como la ventana del baño: un lugar para fijar la lejanía, la ciudad, sus luces, sus parques de atracciones, su plaza principal en la orilla del mar. Algunas veces, cuando por fin tuvimos permiso, nos encaminábamos hacia la plaza principal, con el objetivo de comprarnos un helado o ver las ferias nocturnas. Nos hemos atrevido a ir más lejos, en las playas vacías, oscuras, por ejemplo. No sé si en ese momento se agrandaba el mundo —o se volvían más esenciales las escaleras. Volvíamos siempre ahí, a sentarnos un rato más, sin necesariamente tener algo más que conversar. Las escaleras fueron nuestro lugar de encuentro, de retorno, el lugar donde nos vimos crecer.
V de vacaciones habla de esta apertura del espacio, ese traspaso de los límites, esa espera del auto amarillo junto con mi abuela que me invita a mirar en la misma dirección que lo hacen sus ojos, ese ir lejos porque la silla colorada está en su lugar, a la izquierda de la playa, porque la mirada de mi abuelo se pierde, pero nunca me pierde, a mí.
V de vacaciones es la ubicación de un centro focal desde donde nos ampliamos, para ser guardianes de los recuerdos, de sus latidos, los que ahora son mi territorio, mis vacaciones.