Anatomía de una bestia

En el Museo Bellas Artes se encuentra hasta mediados de julio la muestra El día más hermoso, del artista Carlos Leppe. Diez videos de sus performances se reúnen en la sala Matta, los que fueron seleccionados con precisión por la curadora Amalia Cross y montados por Smiljan Radic. Notable trabajo en conjunto, pues la muestra no solo logra que Leppe vuelva a sacudir al espectador, sino que además dota de un nuevo contexto a parte de su obra y le da unidad a lo que era difícil de enlazar.

por Milagros Abalo I 24 Mayo 2024

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Es probable que toda performance vista fuera de su tiempo tenga algo ininterpretable, pues las performances nacen de un presente ante al cual se paran en la hilacha, como un acto subversivo dispuesto a desafiar lo que supone exponerse en esos términos. Si bien toda creación implica un desnudamiento, la performance, al ser in situ, exige asistir a algo que sacuda, que golpee, de lo contrario se vuelve un sketch inofensivo, casi publicitario. La diferencia entre una y otra estriba en los límites que corre y en la intensidad que despliega, cómo desarma en su gesto y se vuelve inesperada. En este sentido, Carlos Leppe no es novedad: fue un artista frente al cual nadie quedaba indiferente cuando entraba en acción; así —especulo— nadie queda ni quedará indiferente al ver la muestra El día más hermoso, en el Museo Bellas Artes.

Notable es el montaje que Smiljan Radic hace con los videos que la curadora Amalia Cross seleccionó con tanta precisión, pues no solo logra que Leppe vuelva a sacudir al espectador, sino que además dota de un nuevo contexto a parte de su obra y le da unidad a lo que era bien difícil enlazar. Al interior de grandes cubos hechos de sacos blancos (sacos de harina) que Radic dispuso a lo largo y ancho de la sala Matta, proyectó los diferentes videos, poniéndolos en un sistema común, como en una blanca y gran membrana. Antes de entrar a la sala, es la transmisión de la madre de Leppe en un antiguo televisor lo que recibe, como si fuera la dueña de casa o la anfitriona de una fiesta interminable que transmite también de manera interminable la declaración de amor que se escucha en la ya mítica performance Los zapatos (2000).

Al bajar las escaleras para ingresar a la sala y a los diferentes cubos dispuestos en ella, además de un video proyectado al interior de cada uno, hay dos sillas que en su imagen detenida hacen pensar que los únicos espectadores posibles de esos videos son la madre y el hijo. Al público le queda circular por afuera y por adentro, aunque por adentro viene el sofoco.

Todo es blanco porque en lo blanco las marcas quedan y se ven, no se van, como las vendas, pañuelos, yeso y gasas que solía usar el artista en sus performances: materiales de un sudario traspasado. Los sonidos en la sala se mezclan, y al principio esto desorienta, pues nada se escucha muy claro y todo se interrumpe con el ruido del cubo vecino, pero luego se entiende que estamos al interior de un cuerpo, de una anatomía. Por lo mismo, no se puede permanecer mucho, como si ese sistema a la vez nos expulsara.

Crédito: Archivo Carlos Leppe.

En el video de la performance Los zapatos, incluido en esta muestra, el artista llega arrastrándose, jadeando, hecho un desastre, como una bestia a punto de morir, con un cartel colgado al cuello en el que dice “Yo soy mi padre”: una condena. Leppe no tuvo padre en un Chile que los llamaba huachos. Saca de una maleta opacos cachureos. Y sus patas, las de una bestia, están sucias y vendadas. Se pone a llorar, grita, aúlla en medio de la inmundicia en un lenguaje entre la infancia balbuceante y la enfermedad mental. Se cansa, se esparce la mierda en la cabeza y le chanta un pene, y así, toda derrotada la bestia se echa a los pies de una montaña de pelos con una blanca virgen en la cima. Lo religioso en Leppe se vive en los escombros de lo orgánico, de lo quiltro, en la miseria de los últimos materiales.

Cuando una performance entra con fuerza y decisión en el delirio, remueve en su asco o en su belleza. Leppe arriesgaba, siempre estaba a punto de desfondarse. Cuántas obras puede aguantar un cuerpo, me dijo la otra vez Matías Rivas, a quien acompañé, hace más de 10 años, a dejarle unos libros a Leppe. Recuerdo que entramos al living de su casa en la calle Granada, un lugar ordenado, floreado, donde cada objeto estaba perfectamente dispuesto en su colección de relucientes cachureos. Casa tan silenciosa como un museo. Tan sofisticada como su pensamiento. Leppe andaba en otra parte, o quizás se fondeó en una pieza, el asunto es que nos recibió alguien a quien no recuerdo, salvo porque de su brazo colgaba un paño blanco, almidonado.

Ese lugar era la versión exactamente inversa de su obra, como si en esta última se permitiera la salida de sí en gárgaras, babas, sudor, ruinas, en la densidad de un cuerpo desparramado en su anatomía de bestia; la descarga vital que requiere toda creación para que aparezca y muestre la perpetua incomodidad de existir, no en el discurso de una identidad que calce como anillo al dedo de las teorías, sino en la conciencia marginal que excede y desborda y obliga a plantearse la radicalidad de toda acción de arte.

 

Imagen de portada: Archivo Carlos Leppe.

 


El día más hermoso, Carlos Leppe, Museo Nacional de Bellas Artes, hasta el 14 de julio de 2024, de 10 a 18:30 horas.

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