David Hockney: un viejo loco por el dibujo

Dos libros del gran artista inglés, escritos en conjunto con el crítico Martin Gayford, indagan en el resbaladizo concepto de realidad y su forma de representarla. Los textos son ricos en observaciones sobre la naturaleza, la historia del arte y la influencia de la fotografía, además de cuestionar la perspectiva lineal o renacentista, que es la manera en que representamos el mundo. Porque nadie ve la vida de esa manera, como si uno estuviera sentado adentro de una casa y el mundo quedara en el exterior, explica Hockney. Nuestros ojos siempre están moviéndose y cada vez que esto ocurre la perspectiva se va con ellos. Los ojos, dice, son una extensión de la mente y cuando vemos algo, lo hacemos usando los demás sentidos y nuestra memoria.

por Marcelo Somarriva I 31 Octubre 2023

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Durante casi 50 años, David Hockney ha indagado sobre la perspectiva y las ambigüedades que implica la representación visual de la realidad, llegando muy lejos en la exploración de las distintas posibilidades técnicas que existen para producir las imágenes. Es uno de los artistas más populares del mundo, pero su obra no tiene la espectacularidad o grandilocuencia de la de otras celebridades del arte. Hace mucho que dejó de ser un provocador insolente y hoy, a sus 85 años, se ve a sí mismo tal como le gustaba hacerlo a Hokusai, el gran artista japonés de los siglos XVIII y XIX, autoproclamado “un viejo loco por el dibujo”. Su éxito y popularidad tienen algo de enigma, porque no se trata de un artista que busque la belleza por sí misma y su obra no puede considerarse “fácil”. Pero al mismo tiempo, es un artista que nunca ha tenido inconvenientes con la popularidad y el principio del placer siempre ha estado presente en sus obras, que se caracterizan además por ser inteligibles. Sus exploraciones sobre la perspectiva podrán parecer abstractas y difícilmente urgentes, pero igual nos conciernen a todos.

Hockney mantiene una actitud bastante democrática frente a los medios artísticos y está permanentemente ensayando tecnologías nuevas como la fotografía, el video, las fotocopiadoras, las máquinas de fax y “pintó” con iPhones o iPads. Todo esto puede acercar su trabajo al público, algo que también podría atribuirse a que se haya convertido en una figura de artista inmediatamente reconocible por su aspecto de un Wally dandy —lo digo por ese hombrecito perdido en esos libros llenos de gente.

Hockney ostenta también el récord de ser el autor del cuadro más caro que se haya subastado de un artista vivo, pero esto no parece ser algo que buscara con mucho afán. El tamaño de su fama es algo que le sorprende hasta a él mismo. Un amigo suyo —medio en broma, medio en serio— dijo una vez que este artista era famoso desde que nació, y Andy Warhol —la esfinge sin secreto— dijo que Hockney tenía algo mágico.

Sus libros no son mágicos, pero son inusuales entre lo que comúnmente se conoce como un “libro de artista” —esos que traen muchas imágenes y que nadie lee—, ya que no solo iluminan su propia obra, sino que también abren nuevas perspectivas para comprender la historia del arte. Los libros que escribió en el último tiempo en colaboración con el historiador y crítico de arte Martin Gayford, Una historia de las imágenes y La primavera no puede detenerse, son una muestra de esto y sirven como testimonios de las inquietudes intelectuales de este artista y de su vida creativa pasados los 80. Estos textos comparten también esa condición de inteligibilidad o transparencia que caracteriza a su obra visual, porque son directos y sencillos. Tienen además el mérito que el mismo Hockney le asigna al conocimiento del trabajo de los grandes artistas: nos enseñan a ver el mundo de una manera nueva.

Hockney lleva tiempo pintando el curso de las estaciones del año, pero justo antes del comienzo de la pandemia se trasladó a una casa en Normandía, donde se pasó el año registrando en imágenes el transcurso del año esperando la llegada de la primavera.

Una historia de las imágenes es una indagación histórica sobre las distintas formas de representación del mundo, desde las cavernas hasta nuestros días. El libro está escrito en forma de diálogo entre el artista y Gayford, y aunque no se cuente cómo se arreglaron estas conversaciones, claramente no fueron improvisadas o espontáneas, ya que son muy documentadas y hasta eruditas, si bien transmiten la impresión de un diálogo fluido. Se trata, en todo caso, de un formato muy inteligente para explorar asuntos que, abordados desde una posición académica, habrían sido increíblemente latosos. No se puede detener la primavera es más bien un libro de Gayford sobre Hockney, pero también se apoya mucho en las conversaciones entre ambos. El tema central es la observación de la naturaleza y los desafíos que implica su representación. Hockney lleva tiempo pintando el curso de las estaciones del año, pero justo antes del comienzo de la pandemia se trasladó a una casa en Normandía, donde se pasó el año registrando en imágenes el transcurso del año esperando la llegada de la primavera. Por esto el libro está basado en observaciones sobre la naturaleza: los árboles, la luna, las nubes y el agua, entre otras cosas, que se cruzan con reflexiones sobre la vejez y la vida creativa, haciendo constantes alusiones a los artistas veteranos a los que Hockney sigue de muy cerca, como Monet, Picasso, Rembrandt, Hokusai, Hiroshige y otros con quienes comparte la obsesión por el dibujo y la urgencia de seguir trabajando hasta el final.

En muchos aspectos, Una historia de las imágenes es la continuación o segunda parte del libro que Hockney publicó el 2002, El conocimiento secreto, cuya tesis central, que causó bastante polémica, sostenía que “el espíritu de la fotografía” había estado presente en la pintura europea siglos antes de su invención en 1839, ya que los pintores venían trabajando con imágenes proyectadas en lentes, espejos y cámaras oscuras desde por lo menos el siglo XV. Esto implica que las imágenes fotográficas determinaron la producción artística desde mucho antes del desarrollo de la tecnología que permitió fijar las fotos en daguerrotipos o papel. Una historia de las imágenes confirma esta reconsideración histórica del trabajo de los llamados old masters, aportando más datos y nuevas evidencias, y la expande hacia adelante, proponiendo que esta relación entre la fotografía y la producción de las imágenes artísticas es un continuum en los siglos siguientes.

Tal como ocurre en El conocimiento secreto, muchas de las hipótesis planteadas por Hockney y Gayford tienen como fuente o evidencia las propias obras de los artistas y en sus conversaciones los autores comentan y analizan imágenes mostrando señales o indicios reveladores que confirman sus propuestas. Así, por ejemplo, sugieren que la presencia de sombras muy marcadas en la pintura del Renacimiento delataría el uso de algún tipo de instrumento óptico, como lentes o espejos. Las sombras de Masaccio, por ejemplo, difícilmente podrían haber sido tomadas del natural. Otro caso emblemático serían las pinturas de Caravaggio y Vermeer que representan grupos de personas. Hockney sugiere que en estas pinturas las figuras no se ajustan bien dentro de un espacio coherente, están muy apretadas, no calzan entre sí, tienen algunas desproporciones o deformaciones, y el fondo se viene muy encima. Según él, esto pasa porque se trataría de composiciones ensambladas o montadas por partes, como collages hechos con una especie de photoshop análogo a partir de imágenes formadas con una cámara oscura. Es lo contrario, dice, de lo que ocurre con la pintura Los jugadores de cartas, de Cézanne, considerada como el primer intento completamente honesto de reunir a un grupo de personas en una pintura. La clave de esto estaría en que Cézanne, a diferencia de Caravaggio y Vermeer, compuso sus cuadros mirando con sus dos ojos y adaptando distintas formas de perspectiva en un mismo espacio. Esta sería una tendencia constante en la historia de la pintura europea, donde algunos exploran las posibilidades de la óptica y otros las descartan.

Retrato de un artista (piscina con dos figuras) (1972), de David Hockney.

Hace ya 20 años, cuando Hockney publicó estas ideas sobre la influencia de la óptica en la historia del arte, mucha gente recibió esto como si el artista estuviera revelando que los viejos maestros habían hecho trampa. Susan Sontag dijo, por ejemplo, que suponer algo semejante equivalía a proponer que los grandes amantes de la historia hubieran tomado viagra. Sin embargo, entonces y ahora, Hockney sostiene que el uso de estas tecnologías no desmerece para nada a un artista ni su talento y que aprender a manejar estas técnicas, algo nada fácil por lo demás, nunca podrá reemplazar la mano del artista ni hacer magia.

En Una historia de las imágenes hay varios datos sorprendentes, algunas provocaciones polémicas y bastantes relaciones curiosas entre la pintura y otras artes como el cine. Entre estas últimas, Hockney dice, un poco en talla, que Caravaggio inventó la iluminación de Hollywood, es decir, una forma dramática de iluminar sus escenas que no existe en la naturaleza; o que el taller de Van Eyck debió de haber sido como el estudio de la MGM. Asimismo, Hockney cuenta que en el cine mudo había mucho movimiento de los ojos, que actores y actrices resaltaban con mucho delineador negro porque “hablaban” con ellos. La aparición del cine hablado disminuyó estos movimientos oculares, pero acentuó la acción —que nunca más abandonó a las películas. La llegada del color al cine hizo necesaria una iluminación muchísimo más brillante y cuenta que un técnico veterano de Hollywood alguna vez le contó que en los estudios las luces eran tan fuertes que se podía encender un cigarro con las ampolletas. La aparición del tecnicolor, hacia 1938, favoreció el amarillo, y de ahí vino el camino amarillo del mago de Oz. La producción de películas se hizo cada vez más cara y por eso los estudios se instalaron en California, donde llegaron técnicos de todo el mundo, muchos de los cuales tenían formación artística. Hockney y Gayford destacan el papel de la tecnología en la producción de imágenes, algo que al artista le toca bien de cerca, y cuando se habla de esto no solo se alude a la fotografía, el cine y las innovaciones digitales más recientes, sino también a otros inventos más discretos, pero no menos cruciales, como el óleo aplicado sobre una tela y la invención de las técnicas de grabado. Hacia fines del siglo XIX, la aparición del tubo de pintura colapsable permitió el desarrollo del impresionismo, porque sin ellos los pintores no habrían podido salir a pintar al aire libre.

Las afirmaciones polémicas en este libro desafían algunas visiones predominantes en la historia del arte y acusan algunas omisiones en el estudio de ciertos procesos que no parecen estar bien explicados. Hockney y Gayford observan que el arquitecto Filippo Brunelleschi descubrió la perspectiva con la ayuda de instrumentos ópticos, lo que supone que el uso de estos artefactos y el establecimiento de la perspectiva lineal habrían sido fenómenos concomitantes. Esto inició un diálogo entre pintura y óptica que continuó durante por lo menos 500 años. Esta hipótesis, según sugieren, obligaría a revisar la historia de la perspectiva. Gayford advierte que entre Las ricas horas del duque de Berry, pintadas entre 1412-1416 por los hermanos Limbourg, y el altar de Gent, de Jan van Eyck, dos obras separadas por una década y media, hay un enorme salto, “probablemente el más extraordinario desarrollo que ha ocurrido en la historia de las imágenes”, para el que los historiadores no tienen una explicación convincente.

Hace ya 20 años, cuando Hockney publicó estas ideas sobre la influencia de la óptica en la historia del arte, mucha gente recibió esto como si el artista estuviera revelando que los viejos maestros habían hecho trampa. Susan Sontag dijo, por ejemplo, que suponer algo semejante equivalía a proponer que los grandes amantes de la historia hubieran tomado viagra.

Otro asunto que estaría pendiente es estudiar las relaciones entre la pintura y la fotografía entre fines del siglo XVIII, cuando muchos artistas pintaron usando cámaras oscuras u otros implementos ópticos, y la primera mitad del siglo XIX, cuando se inventó y difundió la fotografía. La mayoría de los primeros fotógrafos fueron artistas y sus primeras fotos estaban inspiradas en las pinturas del periodo inmediatamente anterior, las que habían sido creadas por artistas que trabajaron con instrumentos ópticos que antecedían a la fijación de la imagen por la fotografía, de tal manera que pintores y fotógrafos habían trabajado con equipos similares, bajo condiciones comparables y esta relación se ha pasado por alto.

Hacia el final del libro, Hockney afirma que “el arte del siglo XX no ha sido verdaderamente comprendido”, y lamentablemente esta aseveración queda suspendida en el aire. Si entendí bien, creo que con esto Hockney apunta a reivindicar la importancia del cubismo como la primera reacción contundente a la primacía de la perspectiva lineal del Renacimiento y la visión bidimensional de la fotografía, considerando también que la abstracción, surgida a partir de la obra de Van Gogh, Gauguin, Matisse, Picasso y de los cubistas, fue también una respuesta de la pintura occidental para deshacerse de la influencia de la fotografía y de la perspectiva tradicional.

En sus inicios, en 1962, Hockney fue definido como un artista pop, algo así como la respuesta del swinging London a lo que entonces hacía en Estados Unidos gente como Warhol o Rauschenberg. Sin embargo, esta faceta fue muy corta, ya que, según un crítico de entonces, para ser un artista pop Hockney parecía más interesado en el museo que en el grafiti. En la década siguiente, este artista tomó un desvío respecto de sus contemporáneos, que siguiendo el modelo de Duchamp abandonaron lo que este llamaba el “arte retiniano” para dedicarse al arte conceptual. Hockney permaneció dentro de los márgenes del arte figurativo. Con todo, si se miran las cosas desde otro ángulo podría decirse que él también inició —a su manera— un camino conceptual, empezando en 1975 sus exploraciones con la perspectiva invertida e isométrica y sus trabajos con fotografías y videos, planteando disquisiciones filosóficas en torno al tema de la perspectiva y las imágenes.

Una frase que Hockney repite bastante en estos libros es que la fotografía no es la realidad y que este es un concepto muy resbaladizo. Advierte que el uso de la perspectiva renacentista y de la fotografía tiene muchas limitaciones, porque supone una representación bidimensional de un mundo que cuenta por lo menos con cuatro dimensiones. Tanto la perspectiva lineal como la fotografía nos entregan, además, una impresión de la realidad que está separada de nosotros. La perspectiva renacentista se ha presentado como una ventana hacia al mundo, pero Hockney se pregunta: ¿Dónde estoy yo ahí? Y responde que nadie ve el mundo de esa manera, como si uno estuviera sentado adentro de una casa y el mundo quedara en el exterior. Nuestros ojos siempre están moviéndose —con menos dramatismo que en las películas mudas— y cada vez que esto ocurre la perspectiva se va con ellos. El problema de la perspectiva lineal es que está en los objetos y no en nosotros. Los ojos, dice, son una extensión de la mente y cuando vemos algo, lo hacemos usando los demás sentidos y nuestra memoria. Nuestra percepción real del espacio es psicológica y esto es algo que ni la perspectiva lineal ni la foto pueden reproducir. Con estas ideas en mente, Hockney se define como un productor de imágenes y cita a Degas para definir su vocación: “Solo soy un hombre al que le gusta dibujar”. Observa que las innovaciones tecnológicas recientes han estado fundamentalmente dirigidas a la imagen, pero que a pesar de los cambios el dibujo a mano sigue siendo muy importante en el mundo digital, ya sea en los juegos como en la realidad virtual, y que lo seguirá siendo por mucho tiempo: “Ahora si quieres puedes vivir en un mundo virtual, y quizás sea ahí donde termine viviendo la mayoría de la gente: en un mundo de imágenes”.

 


Una historia de las imágenes, David Hockney y Martin Gayford Siruela, 2022, 360 páginas, $56.000.


No se puede detener la primavera: David Hockney en Normandía, David Hockney y Martin Gayford, Siruela, 2021, 280 páginas, $37.780.

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