Reproducimos a continuación el texto leído por la autora de La transparencia de las ventanas en el lanzamiento del libro Escritos 1980-2020 y textos en obra, del artista Gonzalo Díaz, el jueves 24 de julio de 2025 en el Centex, Valparaíso. “La pasión de Díaz por la letra —afirma Macarena García en este ensayo— responde a una pulsión constante en su trabajo, atravesada siempre por una voluntad de inscripción. Qué, dónde y cómo inscribir podrían ser preguntas que lo atraviesan, a la manera de verdaderos cercos simbólicos para lo que él mismo ha imaginado y experimentado como el acecho de la pulsión de muerte”.
por Macarena García Moggia I 2 Agosto 2025
1.
Violeta cobalto, gris máquina, carmín de alizarina, verde viridián. Me dormiría arrullada en el sonido de esas palabras que leo en el hermoso ensayo de Consuelo Rodríguez en torno a la obra escrita de Gonzalo Díaz. Me producen un inmenso placer. Al escucharlas, pienso en el mundo enorme y para mí desconocido que se nombra por medio de los colores. Violeta cobalto, gris máquina, carmín de alizarina, verde viridián. Procuro, sin embargo, mantenerme despierta e imaginar y pensar —como prefiere la vigilia— un mundo, y sobre todo un lenguaje capaz de nombrar ese mundo, cuya matriz fuera la pintura.
Al hacerlo, me atropella esta imagen: Gonzalo Díaz pasa las noches en vela, inmerso en una “penumbra limítrofe y somnolienta” que propicia un estado de la conciencia en el que, en sus palabras, “la imaginación y el pensamiento intercambian sus leyes y formas de desplegarse”. Las sensaciones corporales colaboran —en su caso, el dolor— tanto como lo hace la ausencia de lógica o su mera existencia como vara del verosímil, facilitando el nacimiento de “relaciones inauditas”. Ese momento de intercambio, asociación y confusión será contrapesado con el momento de la ejecución, que sabrá abrirse paso al mediodía, cuando la luz separe la sombra de la claridad.
No es este, me parece, el relato de un trasfondo productivo que sea exclusivo de la pintura. Yo misma, que solo escribo, me encuentro al leerlo con una descripción muy justa, muy precisa, de esos estados mediúmnicos en los que muchas veces nos quedamos, gozosos o tortuosos, presos de un animal desconocido que deja en nosotros las huellas de un mundo inexistente, por existir. Así y todo, la escena condensa una experiencia del lenguaje que se prueba en el ejercicio constante y consciente de traducción de una realidad muda, como los sueños, a una que en cambio se sirve de las palabras, como el despertar.
Esa experiencia se parece tal vez a pasar de la pintura, a la escritura.
A propósito, Pablo Oyarzún ha pensado la cuestión del “silencio de la obra” mirando durante años la de su amigo Gonzalo Díaz. Y ha dicho una cosa muy linda: mientras más silente es la obra, más audible se vuelve.
2.
A menudo advierto en los escritores artistas, y en los artistas escritores, una cierta inteligencia compositiva, un ímpetu de búsqueda de la palabra precisa y un modo, casi siempre lento, de disponerlas, como si leyéramos en las páginas que escriben la voz de aquello que se le arranca a lo que no la tiene. Porque si hay un mundo nombrándose a sus anchas con palabras tan hermosas como violeta cobalto, gris máquina, carmín de alizarina o verde viridián, no puede el lenguaje comportarse atolondrada, torpemente. Adolfo Couve sabía mucho sobre esos ajustes y los convirtió en una literatura preciosa hecha de imágenes limpias, pulidas, reverberantes. De palabras justas, pero cargadas de sentido hasta su máxima potencia. Era la idea que tenía de la poesía, así lo dijo más de una vez. Gonzalo Díaz no transitó hacia la literatura, pero hizo del tránsito un lugar. Un lugar posible. Un lugar donde quedarse.
En uno de sus escritos lo explica muy bien: para pintar, lo primero que un pintor debe hacer es conocer su lenguaje, y para eso debe estudiar “asuntos que tienen que ver con la literatura, la retórica, la lingüística, los sistemas narrativos”. Su modelo productivo, y aquel a partir del cual piensa el taller, está basado en el análisis crítico de la propia producción con el objeto de combatir la ingenuidad del ojo: el lenguaje se vuelve una figura de la distancia necesaria para el pensamiento del artista, al mismo tiempo que el trabajo del artista consiste en producir “figuras de lenguaje”, o tropos, para con ellas pensar e imaginar todas las escenas productivas posibles.
El arte toma la forma (visual) de un pensamiento que se desenvuelve en la pintura y en la prosa, en el silencio de la obra y en la voz de la escritura, allí donde una y otra no se espejean ni mucho menos establecen una relación de dependencia o servidumbre. Aparece por un lado el artista que practica una idea del arte y convierte la obra en germen de esa idea; por otro lado, asistimos a la creación misma de un lenguaje, impotente como toda creación, precario como todo lenguaje, arrojado como se arroja una palabra al vacío de la cosa cuya ausencia nombra.
Forzando un poco más el libro, podría decirse que Gonzalo Díaz crea un lenguaje para la pintura y que, al hacerlo, se sirve entre otras cosas de la poesía y la filosofía, dos artes literarias —me permito llamarlas así—, toda vez que crean mundos sensibles o conceptuales con palabras; que hacen de la palabra, con su peso y su valor y su capacidad de impactar e incidir en el mundo, hasta inscribirse en lo real, la materia de sus construcciones. Hay en Díaz una indudable vocación de ingeniero, pero también de poeta, dada por una inclinación a la palabra y una verdadera adhesión a los tropos, por ejemplo, la metáfora, “siempre enamorada de lo que ella no es”, como ha dicho Pablo Oyarzún. Siempre tendiendo cables, puentes entre una realidad —la de la obra— que busca apegarse, abrazar a otra: la escritura.
3.
Lo que me gusta de los textos de artista es el modo en que, al hablar del oficio del arte, algo iluminan, siempre de costado, nunca directa ni abruptamente, del oficio de vivir. Del vivir entendido como un oficio, es decir, como un conjunto de técnicas y procedimientos que repetimos con el único afán de darle forma a lo que no la tiene, dejando espacio a la invención, en la búsqueda continua de un equilibrio entre el cálculo y el azar: lo que Díaz llama el metro y la lívido, y Duchamp llamó la geometría y la mancha. Encima, eso de que el lenguaje se vuelque a explicar/entender fenómenos y acontecimientos que son del mundo y al mismo tiempo no (algo en trance de existir que a la vez traduce lo que existe), pone a la palabra en situación de… goce.
Presenciamos así el despertar de una pasión literaria que, por alguna razón, me figuro como un niño que tras una escena de berrinches se tranquiliza recostándose en el suelo, a los pies de su mamá, para mirar lo que hay debajo de su falda. Imágenes como esa destellan entre las páginas de estos Escritos de Gonzalo Díaz. Imágenes que se ofrecen a un doble movimiento pasional, marcado por el rechazo y el deseo, la distancia y la inscripción libidinal. Porque ese niño, que es Gonzalo Díaz asomándose a los calzones de su mamá, algo tiene que decirnos acerca de aquello que ve, o no ve. Y sin embargo no lo hace. Solo se narra a sí mismo encontrando la calma entre el calor de lo prohibido y el frío parqué.
Intuyo en los escritos de este artista algo así como un pensamiento del ojo, ese órgano tan perfecto y sutil como frágil y doliente. En más de una ocasión, el arte es descrito como aquello que hace que el ojo pueda “pensar y transformar la visión en mirada”, y la mirada, desde luego, es mucho más que lo visible, o lo “vidente”, como lo llama Díaz. La mirada trabaja o ejecuta continuamente estrategias de camuflaje, haciendo “vidente” lo escondido, así como invisible lo que se ve directamente. Su inteligencia es el “extrañamiento”, la “puesta a distancia” necesaria para que germine el pensamiento. Y lo mismo podrá decirse de la escritura, que siempre viene después. Por eso su afecto es la melancolía, tan bien capturada en esa hermosa foto de Paz Errázuriz que vemos, tan cerca y tan lejos, como un ángel custodio y cancerbero, al abrir este libro y comenzar la navegación.
4.
Consuelo Rodríguez, la editora y creadora de la partitura de este libro, proyecta en el horizonte de sus páginas la figura de un barco. Un buque de guerra, color gris máquina, asomándose entre la niebla por cada ventana del puerto. Es una figura melancólica, también, casi un emblema de la melancolía: un barco que parte a perderse, mar adentro, en la lejanía del nunca más. Consuelo piensa, entonces, en el logo editorial que un día, hace muchos años, Gonzalo Díaz creó y al alero del cual publicó muchos de sus catálogos y otros libros en los que se encuentran buena parte de los escritos que ahora se reúnen. Buena parte, jamás toda, pues en su mayoría este libro pone a circular textos inéditos o que no habían conocido antes la forma impresa en papel; sí en paredes, suelos, cielos, aguas, en fin… todo parece susceptible de volverse página en la obra de su autor.
Había puesto esto último entre paréntesis, pero se los quito. Porque pensándolo mejor, o al menos más detenidamente, la escritura y la editorialidad han sido parte central en la producción de Gonzalo Díaz, tanto como lo ha sido para otros artistas chilenos de su generación (Eugenio Dittborn y Alfredo Jaar son dos nombres que se me vienen de inmediato a la mente). La pasión de Díaz por la letra responde a una pulsión constante en su trabajo, atravesada siempre por una voluntad de inscripción (“Pintar y escribir se refieren a un mismo trabajo: el de la inscripción”, aclaró en una ocasión). Qué, dónde y cómo inscribir podrían ser preguntas que lo atraviesan, a la manera de verdaderos cercos simbólicos para lo que él mismo ha imaginado y experimentado como el acecho de la pulsión de muerte. Eso que se inscribe no es, finalmente, otra cosa que una línea que le hacemos al tiempo, la marca con que interrumpimos momentáneamente el devenir del mundo.
Amor y muerte: lo que se junta y lo que se separa. Lo que se acerca y lo que se distancia. Lo que se abraza y lo que se pierde.
Al tenerlo en mis manos, descubro de pronto que este libro es, también, una cortina de humo, como se llamaron las ediciones que Gonzalo Díaz creó y que Consuelo recuerda, como decía, a partir de la vista de un buque de guerra fondeado en el puerto de Valparaíso. Comúnmente, la figura de la cortina de humo se utiliza para hablar de aquello que, seduciéndonos, desvía nuestra atención. Es una estrategia para ocultar la realidad, para desaparecer sin ser advertido. En cada una de sus ediciones, Gonzalo Díaz la define así: “Artificio táctico de ocultamiento mediante el cual se cubren ciertos cuerpos mecánicos en batalla para sustraerse momentáneamente a la mirada de algún otro”. Momentáneamente; recordemos: todo artilugio de camuflaje no tiene otro propósito que hacer vidente aquello que no se puede ver. Como la muerte. La angustia de la muerte.
Esa escena del barco y el agua, el gris máquina y los matices cobalto, dispuesta en este libro hacia el final, me ha hecho remirar todo el material desde la distancia, leerlo como un gesto de amor y amistad de quien reúne y compone “en una pauta vacía”, como ha escrito el poeta Eduardo Anguita, “una música posible”.
Y me ha hecho recordar una obra, de las pocas que algún día vi expuestas por Gonzalo Díaz, titulada La pena del agua es infinita, frase tomada de El agua y los sueños, de Gaston Bachelard. Retrata a cuatro niños al borde de una piscina, cada uno de ellos coronado por la inscripción de un artículo del Código Civil. El más pequeño de esos niños es rubio, tiene un juguete en la mano y está desnudo como un putti, un querubín. Su imagen se refleja, fragmentada, en el agua. Su mirada levemente inclinada parece entender desde siempre y para siempre lo que según el Código “es cierto, pero indeterminado, si necesariamente ha de llegar, pero no se sabe cuándo, como el día de la muerte”.
Escritos 1980-2020 y textos en obra, Gonzalo Díaz, Metales Pesados, 2025, 520 páginas, $23.900.